La Amarga Pasión de Nuestro Señor Jesucristo

Revelaciones Historia

La Amarga Pasión de Nuestro Señor Jesucristo

Según las visiones de la Ven. Ana Catalina Emmerick

CLEMENS BRENTAN, BERNARD E. den bosch Y WILLIAM WESENER

LAS VISIONES Y A LAS REVELACIONES DEL PRIMER

ANA CATALINA EMMERICK

TOMO XI

LA VIDA DE JESUCRISTO Y DE SU SANTÍSIMA MADRE

La Amarga Pasión de Nuestro Señor Jesucristo

Según las visiones de la Ven. Ana Catalina Emmerick

- Editado por la Revista Cristiandad.org -

La última cena pascual

Disposiciones para el tiempo pascual

El Cáliz de la Santa Cena

Jesús va a Jerusalém

 

Última Pascua

El lavatorio de los pies

Institución de la Sagrada Eucaristía

Instituciones secretas y consagraciones

 

Jesús en el monte de los Olivos

Judas y los suyos

Prisión de Jesús

Medidas que toman los enemigos de Jesús

 

Ojeada sobre Jerusalén

Jesús delante de Anás

Tribunal de Caitás

Jesús delante de Caifás

 

Nuevos ultrajes en casa de Caifás

Negación de Pedro

María en casa de Caifás

Jesús en la cárcel

 

Juicio de la mañana

Desesperación de Judas

Jesús conducido en presencia de Pilatos

Palacio de Pilatos y sus alrededores

 

Jesús delante de Pilatos

Origen del Vía Crucis

Pilatos y su mujer

Jesús delante de Herodes

 

Jesús conducido de Herodes a Pilatos

Flagelación de Jesús

María durante la flagelación de Jesús

Interrupción de las pinturas de la Pasión

 

La infancia de San José interrumpe las visiones de la Pasión

Coronación de espinas

Ecce Homo

Reflexiones sobre estas visiones

 

Jesús condenado a muerte de cruz

Jesús lleva su cruz

Primera caída de Jesús debajo de la cruz

Segunda caída de Jesús debajo de la cruz

 

Tercera caída de Jesús

Verónica y el sudario

Cuarta y quinta caídas de Jesús

Jesús sobre el Gólgota. Sexta y séptima caídas de Jesús

 

María y sus amigas van al Calvario

Jesús desnudo y clavado en la cruz

Exaltación de la cruz

Crucifixión de los ladrones

 

Jesús crucificado y los dos ladrone:

Primera palabra de Jesús en la cruz

Eclipse del sol. Segunda y tercera palabras de Jesús

Estado de la ciudad y del templo. Cuarta palabra de Jesús

 

Quinta, sexta y séptima palabras. Muerte de Jesús

Temblor de tierra. Aparición de los muertos en Jerusalén

José de Arimatea pide a Pilatos el cuerpo de Jesús

Abertura del costado de Jesús. Muerte de los ladrones

 

Algunas localidades de la antigua Jerusalén

Descendimiento

El cuerpo de Jesús embalsamado

Jesús metido en el sepulcro

 

Vuelta del sepulcro. José de Arimatea preso

El nombre del Calvario

La cruz y el lagar

Extracto de una visión anterior

 

Terremoto y apariciones a la muerte de Jesús

Los judíos ponen guardia en el sepulcro

Los amigos de Jesús el Sábado Santo

Jesús baja a los Infiernos

 

La noche antes de la Resurrección

José de Arimatea puesto en libertad

La noche de la Resurrección

Resurrección del Señor

 

Las santas mujeres en el sepulcro

Relación de los guardias del sepulcro

Fin de estas meditaciones para la Cuaresma

La última cena pascual

Los discípulos habían preguntado ya a Jesús adónde quería comer la Pascua.
Hoy, antes de amanecer, llamó el Señor a Pedro, a Santiago y a Juan: les habló mucho de todo lo que debían preparar y ordenar en Jerusalén, y les dijo que cuando subieran al monte de Sión encontrarían al hombre con el cántaro de agua. Ellos conocían ya a este hombre, pues en la última Pascua, en Betania, había preparado la comida de Jesús; por eso San Mateo dice: cierto hombre. Debían seguirle hasta su casa, y decirle: "El Maestro te manda a decir que su tiempo se acerca, y que quiere celebrar la Pascua en tu casa". Después debían ser conducidos al Cenáculo, y ejecutar todas las disposiciones necesarias.
Yo vi los dos apóstoles subir a Jerusalem, siguiendo un barranco, al Mediodía del templo, del lado septentrional de Sión. Sobre el flanco meridional de la montaña del templo había una fila de casas; marcharon frente por frente de esas cases, subiendo un torrente que los separaba de ellos. Cuando llegaron a las alturas de Sión, más elevadas que la montaña del templo, se dirigieron hacia el Mediodía, y encontraron al principio de una pequeña subida, cerca de una casa vieja con muchos patios, al hombre que el Señor les había designado; le siguieron Y le dijeron lo que Jesús les había mandado. Se alegró mucho de esta noticia, y les respondió que una comida habia sido ya dispuesta en su casa (probablemente por Nicodemo); que no sabía para quién, y que se alegraba de saber que era para Jesús. Este hombre era Helí, cuñado de Zacarías de Hebrón, en cuya casa el año anterior había Jesús anunciado la muerte de Juan Bautista. No tenía más que un hijo, que era levita, y muy amigo de Lucas, antes que éste hubiese venido al Señor; y además cinco hijas solteras. Iba todos los años a la fiesta de la Pascua con sus criados, alquilaba una sala, y preparaba la Pascua para las personas que no tenían hospedaje en la ciudad.
Ese año habia alquilado un Cenáculo, que pertenecía a Nicodemo y a José de Arimatea. Enseño a los dos apostoles su posición y su distribución interior de David y de la plaza que sube hacia él por el lado de Levante, se halla una antigua y sólida casa entre dos filas de árboles copudos, en medio de un patio espacioso cercado de buenas paredes.
A derecha y a izquierda de la entrada se ven otras habitaciones contiguas a la pared, sobre todo a la derecha; la habitación del mayordomo, y al lado la que la Virgen y las santas mujeres ocuparon con mas frecuencia después de la muerte de Jesús.
El Cenáculo, antiguamente más espacioso, había servido entonces de habitación a los audaces capitanes de David: en él se ejercitaban en manejar las armas. Antes de la fundación del templo, el Arca de la Alianza había sido depositada allí bastante tiempo, y aún hay vestigios de su permanencia en un lugar subterráneo. Yo he visto también al profeta Malaquías escondido debajo de las mismas bóvedas; allí escribió sus profecías sobre el Santísimo Sacramento y el sacrificio de la Nueva Alianza.
Salomón honro esta casa, y había en ella algo de simbólico y de figurativo, que se me ha olvidado. Cuando una gran parte de Jerusalén fue destruida por los babilonios, esta casa fue respetada: he visto otras muchas cosas de ella, pero no tengo presente mas que lo que he contado.
Este edificio estaba en muy mal estado cuando vino a ser propiedad de Nicodemo y de José de Arimatea: habían dispuesto el cuerpo principal muy cómodamente, y lo alquilaban para servir de cenáculo a los extranjeros que la Pascua atraía a Jerusalén. Así el Señor lo había usado en la última Pascua.
Además, la casa y sus dependencias les servían, unas para almacén de lápidas sepulcrales, y otras de taller para los obreros, pues José de Arimatea poseía excelentes canteras en su patria, y hacia traer piedras, con las cuales labraban, bajo su dirección, sepulcros, ornamentos de arquitectura y columnas, para después venderlos. Nicodemo tomaba parte en este comercio, y aún le gustaba esculpir en sus ratos de ocio. Trabajaba en la sala o en un subterráneo que estaba debajo, excepto en la época de las fiestas: este género de ocupación lo había puesto en relación con José de Arimatea; se habían hecho amigos, y asociado con frecuencia en sus empresas.
Esta mañana, mientras que Pedro y Juan conversaban con el hombre que había alquilado el Cenáculo, vi a Nicodemo en la casa de la izquierda del patio, adonde habían trasportado muchas piedras que obstruían la entrada de la sala de comer. Ocho días antes había visto muchas personas ocupadas en poner las piedras a un lado, en limpiar el patio y en preparar el Cenáculo para la celebración de la Pascua; yo creo que entre ellas había algunos discípulos, quizás Aram y Temení, los primos de José de Arimatea.
El Cenáculo propiamente esta casi en medio del patio; es cuadrilongo, rodeado de columnas poco elevadas, y si se abrieran los intervalos entre los pilares, podría estar reunido a la sala grande interior, pues todo el edificio es como transparente, y solo en los tiempos ordinarios están los pasos cerrados con puertas. La luz penetra por aberturas en lo alto de las paredes. Al entrar se halla primero un vestíbulo, adonde conducen tres puertas; después se entra en la sala interior, en cuyo techo hay colgadas muchas lámparas; las paredes están adornadas para la fiesta, hasta media altura, de hermosas esteras y de colgaduras, y han practicado en lo alto una abertura, adonde han extendido una gasa azul muy transparente.
La parte posterior de la sala está separada del resto por una cortina de la misma tela. Esta división en tres partes da al Cenáculo cierta similitud con el templo: se halla también en el vestíbulo el santuario, y el Santo de los Santos.
En esta ultima parte están dispuestos, a derecha e izquierda, los vestidos necesarios para la celebración de la fiesta. En medio hay una especie de altar.
Fuera de la pared sale un banco de piedra elevado sobre tres escalones; tiene la figura de un triangulo rectángulo; debe ser la parte superior del hornillo donde se asa el cordero Pascual, porque hoy, durante la comida, los escalones estaban calientes. No puedo detallar todo lo que se halla en esta parte de la sala, pero están haciendo grandes preparativos para la comida pascual.
Encima de este hornillo o altar hay una especie de nicho en la pared, delante del cual vi la imagen de un cordero pascual: tenia un cuchillo en el cuello, y parecía que su sangre corría gota a gota sobre el altar; no me acuerdo bien como estaba hecho. En el nicho de la pared hay tres armarios de diversos colores, que se vuelven como nuestros tabernáculos para abrirlos y cerrarlos; vi toda clase de vasos para la Pascua; más tarde, el Santísimo Sacramento reposo allí.
En las salas laterales del Cenáculo hay unas especies de camas con cobertores gruesos, enrollados juntos, donde se puede pasar la noche. Debajo de todo el edificio hay hermosas bodegas. El Arca de la Alianza fue depositada en algún tiempo bajo el sitio donde se ha construido el hogar. Debajo de la casa hay cinco caños que reciben las inmundicias y las aguas de la montaña, pues la casa esta situada en un punto elevado. Yo he visto allí a Jesús curar y enseñar; los discípulos también pasaban con frecuencia las noches en las salas laterales.

Disposiciones para el tiempo pascual

Cuando los apóstoles hablaron a Helí de Hebrón, éste entró en la casa por el patio: los discípulos volvieron a la derecha, y bajaron el monte de Sión hacia el Norte. Pasaron un puente, y se fueron por un sendero cubierto de árboles al otro lado del barranco que está delante del templo y de la fila de casas situadas al Mediodía de este edificio. Allí estaba la casa del viejo Simeón, muerto en el templo después de la presentación de Jesucristo; y sus hijos, algunos de los cuales eran secretamente discípulos de Jesús, vivían en ella actualmente. Los apóstoles hablaron a uno de ellos, que tenia un empleo en el templo; era un hombre alto y moreno. Fueron con él al Este del templo, atravesando la puerta de Ofel, por donde Jesús había entrado en Jerusalén el día de Ramos, y fueron a la plaza de los Ganados, situada en la ciudad, al Norte del templo. Vi en la parte meridional de esta plaza pequeños cercados, en donde saltaban hermosos corderos sobre la hierba, como en jardines pequeños. Allí se compraban los corderos de la Pascua. Yo vi al hijo de Simeón entrar en uno de esos cercados.: los corderos saltaban a su alrededor, como si lo hubiesen conocido. Escogió cuatro, que fueron llevados al Cenáculo. Por la tarde lo vi ocuparse en el mismo sitio en la preparación del cordero pascual.
Vi a Pedro y a Juan ir además a varios sitios y encargar diversos objetos. Los vi también delante de una puerta, al Norte de la montana del Calvario, en una casa en donde se hospedaban la mayor parte del tiempo los discípulos de Jesús, y que pertenecía a Serafia (tal era el nombre de la que después fue llamada Verónica). Pedro y Juan enviaron desde allí algunos discípulos al Cenáculo, y les dieron algunos encargos, que he olvidado.
Entraron también en casa de Serafia, donde tenían que arreglar algunas cosas.
Su marido, miembro del Consejo, estaba la mayor parte del tiempo fuera de casa en sus negocios; y aun estando, ella lo veía poco. Era una mujer de la edad de María Santísima, y que estaba en relaciones con la Sagrada Familia desde mucho tiempo antes; pues cuando el Niño Jesús se quedo en el templo después de la fiesta, ella fue quien le dio de comer. Los dos apóstoles tomaron allí, entre otras cosas, el cáliz de que se sirvió el Señor para la institución de la sagrada Eucaristía.

El Cáliz de la Santa Cena

El cáliz que los apóstoles llevaron de la casa de Verónica, es un vaso maravilloso y misterioso. Había estado mucho tiempo en el templo entre otros objetos preciosos y de gran antigúedad, cuyo origen uso se había olvidado.
Una cosa igual ha sucedido en la Iglesia cristiana, de donde muchas cosa de donde muchas joyas antiguas consagradas han pasado al olvido con los años.
Muchas veces se han desenterrado, vendido o compuesto vasos viejos y otras joyas enterradas en el polvo del templo. Así es que, con la permisión de Dios, este vaso sacratísimo, que nunca se había podido fundir a causa de su materia desconocida, fue hallado por los sacerdotes modernos en el tesoro del templo, entre otros objetos que no se usaban, y luego vendido a un aficionado a antigúedades. El cáliz comprado por Serafia había servido ya muchas veces a Jesús Para la celebración de las fiestas, y desde ese día fue propiedad constante de la santa comunidad cristiana. Este vaso no siempre se conservo en su estado actual: quizás con ocasión de la Cena del Señor habían juntado las diferentes piezas de que se componía. El gran cáliz estaba puesto en un azafate, y alrededor había seis copas. Dentro del cáliz había otro vaso pequeño, y encima un plato con una tapadera redonda. En el pie del cáliz estaba embutida una cuchara, que se sacaba con facilidad. Todas estas piezas estaban envueltas en panos y puestas en una bolsa de cuero, si no me equivoco. El gran cáliz se compone de la copa y del pie, que debe haber sido anidado después, pues estas dos partes son de distinta materia. La copa presenta una masa morena y bruñida en forma de pera; esta revestida de oro, y tiene dos asas para poderla agarrar. El pie es de oro puro, divinamente trabajado, con una culebra y un racimo de uvas por adorno, y enriquecido con piedras preciosas.
E1 gran cáliz se guarda en la iglesia de Jerusalén, cerca de Santiago el Menor, y lo veo todavía conservado en esta ciudad; tornara de nuevo a darse a luz como ha aparecido esta vez! Otras iglesias se han repartido las copas que lo rodeaban; una de ellas esta en Antioquía, otra en Efeso: pertenecían a los Patriarcas, que apuraban en ellas cierta bebida misteriosa cuando recibían y daban la bendición, como lo he visto muchas veces.
El gran cáliz estaba en casa de Abrahán: Melquisedec lo trajo consigo del país de Semíramis a la tierra de Canaán cuando comenzó a fundar algunos establecimientos en el mismo sitio donde se edifico después Jerusalén: él lo uso en el sacrificio, al ofrecer el pan y el vino en presencia de Abrahán y se lo dejo a este Patriarca. Este vaso había estado también en el Arca de Noé.
“Ved aquí hombres hermosos que vienen de una ciudad opulenta: está edificada a la antigua; se adora en ella lo que se quiere; adórase hasta los peces. El viejo Noé, con un palo al hombro, está junto al Arca; la madera de construcción esta puesta a su lado. No, no son hombres: debe ser algo mas elevado, según su belleza y su serenidad; traen a Noé el cáliz, que sin duda se ha perdido; no sé como se llama este sitio. Hay en el cáliz una especie de grano de trigo, pero mas grueso que los nuestros; es como un grano de mirasol, y hay también un sarmiento pequeño. Dicen a Noé que hay en él un misterio, y que debe llevarlo consigo. Mirad: pone el grano de trigo y el sarmiento en una manzana amarilla que coloca en la copa. El cáliz está labrado con traza maravillosa. Hay un misterio que yo no me sé: es el cáliz que he visto figurar en la gran parábola(*) en el sitio donde estaba el espino ardiendo".
La monja refirió todo lo que se acababa de decir del cáliz, en un estado de intuición tranquila, y viendo ante sus ojos lo que describía. Durante su relato acerca de Noé, estaba toda absorta en su visión. Al fin dió un grito, miró en torno suyo, y dijo:
!Ah¡ Tengo miedo de tener que entrar en el Arca: veo a Noé, y creí que llegaban las aguas rebosantes. (Después, habiendo vuelto a su estado natural, dijo:) Los que trajeron el cáliz a Noé llevaban un vestido largo, blanco, y se parecían a los tres hombres que venido a casa de Abrahán le prometieron que Sara pariría. Me pareció que sacaron de la ciudad una cosa santa que no debía perecer con ella, y que la daban a Noé. El cáliz estuvo en Babilonia en casa de los descendientes de Noé que se habían mantenido fieles al verdadero Dios.
Estaban sometidos a esclavitud por Semíramis. Melquisedec los condujo a la tierra de Canaán, y llevó el cáliz. Vi que tenía una tienda cerca de Babilonia, y que antes de conducirlo bendijo en ella el pan y se lo distribuyó, sin lo cual no hubieran tenido fuerza para seguirle. Esa gente tenía un nombre como samaneos. El se sirvió de ellos y de algunos cananeos habitantes en grutas, cuando comenzó a edificar sobre los montes donde estuvo después Jerusalén.
Abrió cimientos profundos en el sitio donde se alzaron luego el Cenáculo y el templo, y también hacia el Calvario. Sembró trigo y plantó viña. Después del sacrificio de Melquisedec, el cáliz se quedó en casa de Abrahán. Fué también a Egipto, y Moisés lo tuvo en su poder. Estaba hecho de un modo singular, muy compacto, y no parecía trabajado como los metales; semejaba el producto de un vegetal. Sólo Jesús sabía lo que era.

(*) Esto se refiere a, una gran parábola simboliza de la reparación del género humano desde el principio, que desgraciadamente no contó por completo, y después se le olvidó. En esta ocasión no habló del espino ardiendo; aunque el espino ardiendo de Moisés tenía en otras visiones la forma de un cáliz.

Jesús va a Jerusalém

Por la mañana, mientras los dos apóstoles se ocupaban en Jerusalén en hacer los preparativos de la Pascua, Jesús, que se había quedado en Betania, hizo una tierna despedida a las santas mujeres, a Lázaro y a su Madre, y les dió algunas instrucciones.
Yo vi al Señor hablar solo con su Madre; le dijo, entre otras cosas, que había enviado a Pedro, el apóstol de la fe, a Juan, el apóstol del amor, para preparar la Pascua en Jerusalén. Dijo de Magdalena, cuyo dolor era muy violento, que su amor era grande, pero que todavía era un poco según la carne. y que por ese motivo el dolor la ponía fuera de si. Habló también del proyecto de Judas, y la Virgen Santísima rogó por él.
Judas había ido otra vez de Betania a Jerusalén con pretexto de hacer un pago. Corrió todo el día a casa de los fariseos, y arreglo la venta con ellos. Le enseñaron los soldados encargados de arrestar al Salvador. Calculó sus idas y venidas de modo que pudiera explicar su ausencia. Volvió al lado del Señor poco antes de la cena. Yo he visto todas sus tramas y todos sus pensamientos.
Era activo y servicial, pero lleno de avaricia, de ambición y de envidia, y no combatía estas pasiones. Había hecho milagros, y curaba enfermos en que ausencia de Jesús. Cuando el Señor anunció a la Virgen lo que iba a suceder, ésta le pidió de la manera más tierna que la dejase morir con Él. Pero Él le recomendó que tuviera mas resignación que las otras mujeres; le dijo también que resucitaría, y el sitio donde se le aparecería. Ella no lloró mucho, pero estaba profundamente triste, y sumergida en un recogimiento que tenía algo de espantoso. El Señor le dio las gracias, como un hijo piadoso piadoso, del amor que le tenía, y la estrechó contra su corazón. Le dijo también que haría espiritualmente la cena con Ella, y le designó la hora en que la recibiría. Se despidió otra vez de todos, y dio diversas instrucciones.
Jesús y los nueve apóstoles salieron a las doce de Betania para Jerusalén; los seguían siete discípulos, que eran de Jerusalén y de sus contornos, excepto Natanael y Silas. Entre ellos estaban Juan Marcos y el hijo de la pobre viuda que el jueves anterior había ofrecido su ultimo dinero en el templo mientras que Jesús enseñaba. Jesús lo tenia consigo desde pocos días antes. Las santas mujeres salieron más tarde.
Jesús y los que le seguían anduvieron acá y aya al pie del monte de los Olivos, en el valle de Josafat y hasta el Calvario. En el camino no cesaba de instruirlos.
Dijo a los apóstoles, entre otras cosas, que hasta entonces les había dado su pan y su vino, pero que hoy quería darles su carne y su sangre, y que les dejaría todo lo que tenía. Decía esto el Señor con una expresión tan dulce en el semblante, que su alma parecía salirse por todas partes, que se deshacía en amor esperando el momento de darse a los hombres. Sus discípulos no lo comprendieron: creían que hablaba del cordero pascual. No se puede expresar todo el amor y toda la resignación que encierran los últimos discursos que pronuncio en Betania y aquí.
Los siete discípulos que habían seguido al Señor a Jerusalén no anduvieron este camino con El: fueron a llevar al Cenáculo los vestidos de ceremonia para la Pascua, y volvieron a casa de María, madre de Marcos. Cuando Pedro y Juan vinieron al Cenáculo con el cáliz, todos los vestidos de ceremonia estaban ya en el vestíbulo, adonde los discípulos y algunos otros los habían llevado.
Cubrieron también con colgaduras las paredes desnudas de la sala, abrieron las ventanas de arriba y prepararon tres lámparas colgadas. En seguida Pedro y Juan fueron al valle de Josafat, y llamaron al Señor y a los nueve apóstoles.
Los discípulos y los amigos que debían celebrar la Pascua en el Cenáculo vinieron después.

Última Pascua

Jesús y los suyos comieron el cordero pascual en el Cenáculo, divididos en tres grupos. Jesús comió con los doce apóstoles en la sala del Cenáculo. Natanael comió con otros doce discípulos en una de las salas laterales; otros doce tenían a su cabeza a Elíacim, hijo de Cleofás y de María, hija de Helí: había sido discípulo de Juan Bautista.
Se mataron para ellos tres corderos en el templo. Había allí un cuarto cordero, que fue sacrificado en el Cenáculo: éste es el que comió Jesús con los apóstoles. Judas ignoraba esta circunstancia, porque ocupado en su trama, no había vuelto cuando el sacrificio del cordero: vino pocos instantes antes de la comida. El sacrificio del cordero destinado a Jesús y a los apóstoles fue enternecedor; se hizo en el vestíbulo del Cenáculo, Los apóstoles y los discípulos estaban allí cantando el salmo CXVIII. Jesús hablo de una nueva época que comenzaba. Dijo que los sacrificios de Moisés y la figura del Cordero pascual iban a cumplirse; pero que, por esta razón, el cordero debía ser sacrificado como antiguamente en Egipto, y que iban a salir verdaderamente de la casa de servidumbre.
Prepararon se los vasos y los instrumentos necesarios. Trajeron un recental adornado con una corona, que fue enviada a la Virgen Santísima, al sitio donde se hallaba con las santas mujeres. El cordero estaba atado, de espaldas sobre una tabla, por mitad del cuerpo: me recordó a Jesús atado a la columna y azotado. El hijo de Simeón tenia la cabeza del cordero: Jesús le pico con la punta de un cuchillo en el cuello, y el hijo de Simeón acabo de matarlo. Jesús parecía tener repugnancia de herirlo; lo hizo rápidamente, pero con gravedad; la sangre fue recogida en un baño, y trajeron un ramo de hisopo que Jesús mojó en ella. En seguida fue a la puerta de la sala, tino de sangre los dos pilares y la cerradura, fijando sobre aquélla el ramo ensangrentado. Después hizo una instrucción, y dijo, entre otras cosas, que el Angel exterminador pasaría mas lejos; que debían adorar en ese sitio sin temor y sin inquietud cuando El fuera sacrificado, El en persona, el verdadero Cordero pascual; que un nuevo tiempo y un nuevo sacrificio iban a comenzar, y que durarían hasta el fin del mundo.
Después se fueron a la extremidad de la sala, cerca del hogar adonde estuviera en otro tiempo el Arca de la Alianza: había ya lumbre. Jesús vertió la sangre sobre el hogar, y lo consagro como un altar. Luego, seguido de sus apóstoles, dio la vuelta al Cenáculo y lo consagro como un nuevo templo.
Todas las puertas mientras tanto estaban cerradas.
El hijo de Simeón había ya preparado el cordero. Lo puso en una tabla: las patas de delante estaban atadas a un palo puesto al través; las de atrás extendidas a lo largo de la tabla.
Se parecía a Jesús sobre la cruz, y fue metido en el horno para ser asado con los otros tres corderos traídos del templo.
Los corderos pascuales de los judíos se mataban todos en el vestíbulo, y en tres sitios: uno para las personas de distinción, otro para la gente común, y otro para los extranjeros. El cordero pascual de Jesús no se mato en el templo; todo lo demás fue rigurosamente confortare a la ley. Jesús pronuncio todavía otras palabras; dijo que el cordero era solo una figura; que El mismo debía ser al día siguiente el Cordero pascual, y otras cosas que se me han olvidado.
Después que Jesús hablo así sobre el cordero pascual y su significación, y habiendo llegado Judas, prepararon las mesas. Los convidados se pusieron los vestidos de viaje que estaban en el vestíbulo, otros zapatos, un vestido blanco parecido a una camisa, y una capa mas corta de delante que de atrás; recogiéronse los vestidos hasta la cintura; tenían también mangas anchas remangadas. Cada grupo fue a la mesa que le estaba designada: los discípulos en las salas laterales; el Señor, con los apóstoles, en la del Cenáculo. Tomaron un palo en la mano y fueron de dos en dos a la mesa; estaban de pie cada uno en su sitio; el palo apoyado sobre el brazo izquierdo, y las manos elevadas en alto.
La mesa era estrecha y de alto tenia un pie mas que la rodilla de un hombre; su forma era la de una herradura; enfrente de Jesús, en el interior del semicírculo, había un sitio vacío para servir los platos. Según puedo acordarme, a la derecha de Jesús estaban Juan, Santiago el Mayor y Santiago el Menor; al extremo de la mesa, Bartolomé, y a la vuelta, Tomas y Judas Iscariote. A la izquierda de Jesús estaban Pedro, Andrés y Tadeo; al extremo de la izquierda, Simón, y a la vuelta Mateo y Felipe.
En medio de la mesa estaba el cordero pascual en una fuente. Su cabeza reposaba sobre los pies de delante puestos en cruz, los pies de atrás estaban extendidos; el borde de la fuente veíase cubierto de ajos. A su lado había un plato con el asado de Pascua; además, un plato con una legumbre verde, y un segundo plato con manojitos de hierbas amargas, que parecían hierbas aromáticas; delante de Jesús había una fuente con otras hierbas, y un plato con una salsa oscura. Los convidados tenían delante de si unos panecillos redondos en lugar de platos, y cuchillos de marfil.
Después de la oración, el mayordomo puso delante de Jesús, sobre la mesa, el cuchillo para cortar el cordero. Puso una copa de vino delante del Señor, y lleno seis copas que estaban cada una entre dos apóstoles. Jesús bendijo el vino y lo bebió; los apóstoles bebían dos en la misma copa. El Señor partió el cordero; los apóstoles presentaron cada uno su pan, y recibieron su parte. La comieron muy aprisa, con ajos y hierbas verdes que mojaban en la salsa. Todo esto lo hicieron de pie, apoyándose solo un poco sobre el respaldo de su silla.
Jesús rompió uno de los panes ácimos, guardó una parte, y distribuyo la otra.
Trajeron otra copa de vino, pero Jesús no bebió: "Tomad este vino y repartíoslo; pues ya no beberé mas vino hasta que venga el reino de Dios".
Después de comer, cantaron; Jesús rezó o enseñó, y se lavaron otra vez las manos. Entonces ocuparon las sillas.
El Señor partió todavía otro cordero, que fue llevado a las santas mujeres a una de las habitaciones del patio, donde estaban comiendo. Los apóstoles comieron todavía legumbres y lechugas. Jesús estaba muy recogido y sereno: yo no lo había visto jamás así. Dijo a los apóstoles que olvidaran todos los cuidados que podían tener. La Virgen Santísima, también en la mesa de las mujeres, estaba llena de serenidad. Cuando las otras mujeres venían a Ella y le tiraban del velo para hablarle, había en sus movimientos una sencillez muy tierna.
Al principio Jesús estuvo muy afectuoso con sus apóstoles; después se puso grave y melancólico, y les dijo: "Uno de vosotros me venderá; uno de vosotros, cuya mano está en esta mesa conmigo". Había solo un plato de lechuga; Jesús la repartía a los que estaban de su lado, y encargo a Judas, que estaba enfrente, que la distribuyera por el suyo. Cuando Jesús hablo de un traidor, cosa que espantó a todos los apóstoles, dijo: "Un hombre, cuya mano esta en la misma mesa o en el mismo plato que la mía". Lo que significa: "Uno de los doce que comen y beben conmigo; uno de los que participan de mi pan". No designo claramente a Judas a los otros, pues meter la mano na el mismo plato era una expresión que indicaba la mayor intimidad. Sin embargo, quería dar un aviso a Judas, que metía la mano en el mismo plato que el Señor para repartir la lechuga; Jesús añadió: "El Hijo del hombre se va, según está escrito de El; pero desgraciado el hombre que venderá al Hijo del hombre: más le valdría no haber nacido".
Los apóstoles, agitados, le preguntaban cada uno: "Señor, ¿soy yo?", pues todos sabían que no comprendían del todo estas palabras. Pedro se recostó sobre Juan por detrás de Jesús, y por señas le dijo que preguntara al Señor quién era, pues habiendo recibido algunas reconvenciones de Jesús, tenia miedo que le hubiera querido designar. Juan estaba a la derecha de Jesús, y como todos, apoyándose sobre el brazo izquierdo, comía con la mano derecha: su cabeza estaba cerca del pecho de Jesús. Se recostó sobre su seno, y le dijo: "Señor, ¿quién es?" Entonces tuvo aviso de que Jesús quería designar a Judas. Yo no vi que Jesús se lo dijera con los labios: "Este, a quien le doy el pan que he mojado". Yo no sé si se lo dijo bajo; pero Juan lo supo cuando Jesús mojo el pedazo de pan con la lechuga, y lo presento afectuosamente a Judas, que preguntó a su vez: "Señor, ¿soy yo?" Jesús lo miro con amor, y le dio una respuesta en términos generales. Era para los judíos una prueba de amistad y de confianza. Jesús lo hizo con afección cordial para avisar a Judas sin denunciarlo a los otros; pero éste estaba interiormente lleno de ira. Yo vi, durante la comida, una figura horrenda sentada a sus pies, y que subía algunas veces hasta su corazón. Yo no vi que Juan dijera a Pedro lo que le había dicho Jesús; pero le tranquilizó con los ojos.

El lavatorio de los pies

Se levantaron de la mesa, y mientras arreglaban sus vestidos,según costumbre, para el oficio solemne, el mayordomo entró con dos criados para quitar la mesa. Jesús le pidió que trajera agua al vestíbulo, y aquél salió de la sala con sus criados. Jesús, de pie en medio de los apóstoles, les habló algún tiempo con solemnidad. No puedo decir con exactitud el contenido de su discurso. Me acuerdo que habló de su reino, de su vuelta hacia su Padre, de lo que les dejaría al separarse de ellos, etc. Enseñó también sobre la penitencia, la confesión de las culpas, el arrepentimiento y la justificación. Yo comprendí que esta instrucción se refería al lavatorio de los pies; vi también que todos reconocían sus pecados y se arrepentían, excepto Judas. Este discurso fue largo y solemne. Al acabar Jesús, envió a Juan y a Santiago el Menor a buscar agua al vestíbulo, y dijo a los apóstoles que arreglaran las sillas en semicírculo.
El se fue al vestíbulo, y se puso y ciñó una toalla alrededor del cuerpo. Mientras tanto, los apóstoles se decían algunas palabras, y se preguntaban entre sí cuál sería el primero entre ellos; pues el Señor les había anunciado expresamente que iba a dejarlos y que su reino estaba próximo; y se fortificaban más en la opinión de que el Señor tenia un pensamiento secreto, y que quería hablar de un triunfo terreno que estallaría en el último momento.
Estando Jesús en el vestíbulo, mandó a Juan que tomara un baño y a Santiago un cántaro lleno de agua; en seguida fueron detrás de El a la sala, en donde el mayordomo había puesto una palangana.
Entrando Jesús de un modo tan humilde, reprochó a los apóstoles en breves palabras la disputa que se había suscitado entre ellos: les dijo, entre otras cosas, que El mismo era su servidor; que debían sentarse para que les lavara los pies. Se sentaron por el mismo orden en que estaban en la mesa. Jesús iba del uno al otro, y les echaba sobre los pies agua del baño que llevaba Juan: tomaba la extremidad de la toalla que lo ceñía, y se los enjugaba. Jesús mostrábase enternecido mientras hacía este acto de humildad.
Cuando llegó a Pedro, éste quiso detenerle en su humillación, y le dijo: "Señor: ¿Tu lavarme los pies a mi?" El Señor le respondió: "Tú no sabes ahora lo que hago, pero lo sabrás más tarde". Me pareció que le decía aparte: "Simón, has merecido saber de mi Padre quién soy Yo, de dónde vengo y adónde voy; tú solo lo has confesado expresamente, y por eso edificaré sobre ti mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Mi fuerza será con tus sucesores hasta el fin del mundo". Jesús lo mostró a los apóstoles, diciendo: "Cuando yo me vaya, éste ocupara mi lugar". Pedro le dijo: "Tú no me lavarás jamás los pies". El Señor le respondió: "Si no te lavo los pies, no tendrás parte conmigo". Entonces Pedro añadió: "Señor, lávame, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza". Jesús respondió: "El que ha sido ya lavado, no necesita lavarse más que los pies; está purificado en todo el resto; vosotros, pues, estáis purificados, pero no todos". Estas palabras se dirigían a Judas.
Había hablado del lavatorio de los pies como de una purificación de las culpas diarias, porque los pies, estando sin cesar en contacto con la tierra, pierden su aseo constantemente si no se tiene cuidado. Este lavatorio de los pies fue espiritual, y como una especie de absolución. Pedro, en medio de su celo, no vio más que una humillación harto grande para su Maestro: no sabía que Jesús al día siguiente, para salvarlo, se humillaría hasta sufrir muerte ignominiosa en cruz.
Cuando Jesús lavo los pies a Judas, fue del modo más cordial y más afectuoso: acerco la cara a ellos; le dijo en voz baja que debía entrar en sí mismo; que hacía un año que era traidor e infiel. Judas hacía como que no le oía, y hablaba con Juan. Pedro se irritó, y le dijo; "Judas, el Maestro te habla".
Entonces Judas dio a Jesús una respuesta vaga y evasiva, como: “Señor, ¡Dios me libre!" Los otros no habían advertido que Jesús hablaba con Judas, pues hacíalo bastante bajo para que no le oyeran, y además estaban ocupados en ponerse el calzado.
En toda la Pasión nada afligió tanto al Salvador como la traición de Judas.
Jesús lavó también los pies a Juan y a Santiago. Enseñó sobre la humildad: les dijo que el que servía a los otros era el mayor de todos; y que desde entonces debían lavarse con humildad los pies unos a otros; en seguida se puso sus vestidos. Los apóstoles desataron los suyos, que antes se recogieran para comer el cordero pascual.

Institución de la Sagrada Eucaristía

Por orden del Señor, el mayordomo puso de nuevo la mesa, que no había acabado de alzar: púsola en medio de la sala, y colocó sobre ella un jarro lleno de agua y otro lleno de vino. Pedro y Juan fueron a la parte de la sala en donde estaba el hornillo del cordero pascual, para tomar el cáliz que habían traído de la casa de Serafia, y que estaba en su bolsa. Lo trajeron entre los dos como un tabernáculo, y lo pusieron sobre la mesa delante de Jesús. Había sobre ella una fuente ovalada con tres panes ácimos blancos y delgados; los panes fueron puestos en un paño con el medio pan que Jesús había guardado de la Cena pascual. Había también un vaso de agua y de vino, y tres cajas: la una de aceite espeso, la otra de aceite líquido, y la tercera vacía.
Desde tiempo antiguo había la costumbre de repartir el pan y de beber en el mismo cáliz al fin de la comida; era un signo de fraternidad y de amor que se usaba para dar la bienvenida o para despedirse; yo pienso que debe haber algo acerca de esto en la Sagrada Escritura. Jesús elevó hoy este uso a la dignidad del más Santo Sacramento: hasta entones había sido un rito simbólico y figurativo. Este fue uno de los cargos presentados a Caifás por la traición de Judas: Jesús fue acusado de haber añadido a las ceremonias de la Pascua algo nuevo, pero Nicodemo probó con las Escrituras que era un uso antiguo.
Jesús se colocó entre Pedro y Juan: las puertas estaban cerradas; todo se hacia con misterio y solemnidad. Cuando el cáliz fue sacado de la bolsa, Jesús oró, y habló muy solemnemente. Yo vi a Jesús explicando la Cena y toda la ceremonia: me pareció un sacerdote enseñando a los otros a decir misa.
Sacó del azafate, en el cual estaban los vasos, una tablita; tomó un paño blanco que cubría el cáliz, y lo tendió sobre el azafate y la tablita. Después le vi quitar de encima del cáliz una tapa redonda, y la puso sobre la misma tablita.
Luego sacó los panes ácimos del paño que los cubría, y los puso sobre esta tapa; sacó también de dentro del cáliz un vaso más pequeño, y puso, a derecha y a izquierda, las seis copas de que estaba rodeado. Entonces bendijo el pan y los óleos, según creo: elevó con sus dos manos la patena con los panes, levantó los ojos, rezó, ofreció, puso de nuevo la patena sobre la mesa, y la cubrió. Tomo después el cáliz, hizo que Pedro echara vino en él y que Juan echara el agua que había bendecido antes; añadió un poco de agua, que echó con una cucharita: entonces bendijo el cáliz, lo elevo orando, hizo el ofertorio, y lo puso sobre la mesa.
Juan y Pedro le echaron agua sobre las manos, encima del plato en donde habían estado los panes; tomó con la cuchara, que sacó del pie del cáliz, un poco del agua vertida sobre sus manos, y la derramo sobre las de ellos; después el plato pasó alrededor de la mesa, y todos se lavaron con él las manos. No me acuerdo si éste fue el orden exacto de las ceremonias: lo que sé es que todo me recordó, de manera extraordinaria, el santo sacrificio de la Misa.
Jesús se mostraba cada vez más afectuoso; díjoles que iba a darles todo lo que tenía, es decir, El mismo, como si se hubiera derretido todo en amor. Le vi volverse transparente; se parecía a suma sombra luminosa, Rompió el pan en muchos pedazos, y los puso sobre la patena; tomó un poco del primer pedazo, y lo echo en el cáliz. Mientras hacía esto, me pareció ver a la Virgen Santísima recibir el Sacramento de un modo espiritual, a pesar de no estar presente. No sé como se hizo esto, pero creí verla entrar, sin tocar el suelo, y colocarse enfrente del Señor para recibir la Sagrada Eucaristía, y después no la vi. Por la mañana, Jesús le había dicho en Betania que celebraría la Pascua con ella de un modo espiritual, y habíale indicado la hora en que se había de poner en oración para recibirla en espíritu. Jesús oró y enseñó todavía: las palabras salían de su boca el como el fuego de luz, y entraban en 10s apóstoles, excepto en Judas. Tomó la patena con los pedazos de pan (no sé si la había puesto sobre el cáliz), y dijo: Tomad y comed; este es mi Cuerpo, que sed dado por vosotros. Extendió su mano derecha como para bendecir, y mientras lo hacía, gran resplandor salía de E1: sus palabras eran luminosas, y el pan entraba en la boca de los apóstoles como un cuerpo resplandeciente los vi a todos penetrados de luz; Judas sólo estaba tenebroso. Jesús presentó primero el pan a Pedro, después a Juan; en seguida hizo seas a Judas que se acercara; éste fue el tercero a quien presentó el Sacramento, pero fue como si las palabras del Señor se apartasen de la boca del traidor, y volviesen a El. Yo estaba tan agitada, que no puedo expresar lo que sentía. Jesús le dijo: "Haz pronto lo que quieres hacer". Después dio el Sacramento a los otros apóstoles, que se acercaron de dos en dos.
Jesús elevó el cáliz por sus dos asas hasta la altura de su cara, y pronuncio las palabras de la consagración: mientras las decía, estaba transfigurado y transparente: parecía que pasaba todo entero en lo que les iba a dar. Dio de beber a Pedro y a Juan en el cáliz que tenia en la mano, y lo puso sobre la mesa. Juan echó la sangre divina del cáliz en las copas, y Pedro las presentó a los apóstoles, que bebieron dos a dos en la misma copa. Creo, sin estar bien segura de ello, que Judas tuvo también su parte en el cáliz. No volvió a su sitio, sino que salió en seguida del Cenáculo. Los otros creyeron que Jesús le había encargado algo. Se retiró sin rezar y sin dar gracias, y por esto se puede ver cuné culpable es el retirarse sin dar gracias después del pan cotidiano y después del pan eterno. Mientras duró la comida, vi al lado de Judas una figura horrenda, que tenia un pie como un hueso seco; cuando estuvo delante de la puerta, vi tres demonios en derredor cuyos el uno entraba en su boca; el otro lo empujaba, y el tercero corría delante de él. Era de noche, y parecía que le alumbraban: iba corriendo como un insensato.
El Señor echó en el vasito de que he hablado un resto de sangre divina que quedaba en el fondo del cáliz; después puso sus dedos sobre él, y Pedro y Juan le echaron otra vez agua y vino. Después les dio a beber de nuevo en el cáliz, y el resto lo echó en las copas y lo distribuyó a los otros apóstoles En seguida Jesús limpió el cáliz, metió dentro el vasito donde estaba el resto de la sangre divina, puso encima la patena con lo restante del pan consagrado, luego la tapadera y envolvió el cáliz, colocándolo en medio de las seis copas.
Después de la Resurrección, vi a los apóstoles comulgar con el resto del Santiscario Sacramento.
No recuerdo haber visto que el Señor comiera o bebiera el pan y el vino consagrados; no vi tampoco que Melquisedec, cuando ofreció el pan y el vino, lo probase. He sabido por qué los sacerdotes participan del Sacramento, aunque Jesús no lo ha hecho.
Mientras Ana Catalina hablaba, de pronto se puso a mirar en derredor, como si escuchase, Recibió una explicación, de la que no pudo comunicar más que lo siguiente:
Si los ángeles la hubieran distribuido, no hubiesen participado de ella; si los sacerdotes no participaran de la Eucaristía, se hubiera perdido: por eso es por lo que se conserva.
Había en todo lo que Jesús hizo cuanto a la institución de la Sagrada Eucaristía cierta regularidad y cierta solemnidad: sus movimientos a un lado y a otro estaban llenos de majestad. Vi a los apóstoles anotar alguna cosa en unos pedacitos de pergamino que traían consigo. Mientras duró la ceremonia, los vi muchas veces inclinarse uno delante de otro, a la manera de nuestros sacerdotes.

Instituciones secretas y consagraciones

Jesús hizo una instrucción particular. Les dijo que debían conservar el Santísimo Sacramento en memoria suya hasta el fin del mundo; les enseñó las formas esenciales para hacer uso de él y comunicarlo, y de qué modo debían, por grados, enseñar y publicar este misterio. Les enseñó cuando debían de comer el resto de las especies consagradas, cuando debían dar de ellas a la Virgen Santísima, cómo debían consagrar ellos mismos cuando les hubiese enviado el Consolador. Hablóles después del sacerdocio, de la unción, de la preparación del crisma, de los santos óleos. Había tres cajas: dos contenían una mezcla de aceite y de bálsamo. Enseño cómo se debía hacer esa mezcla, a qué partes del cuerpo se debían aplicar, y en qué ocasiones. Me acuerdo que citó un caso en que la Sagrada Eucaristía no era aplicable: puede ser que fuera la Extremaunción; mis recuerdos no están fijos sobre este punto. Habló de diversas unciones, sobre todo de las de los Reyes, y dijo que aún los Reyes inicuos que estaban ungidos recibían de la unción una fuerza particular. Puso un poco de ungúento y de aceite en la caja vacía, y los mezcló; no sé si fue entonces ruando bendijo el aceite, o cuando consagró el pan.
Después lo vi ungir a Pedro y a Juan, cuyas manos habían recibido el agua que corría de las de Jesús, y a los cuales había dado de beber en el cáliz. En seguida les impuso las manos sobre la cabeza y sobre los hombros. Ellos juntaron las suyas poniendo el dedo pulgar en cruz, y se inclinaron profundamente delante de El, hasta ponerse casi de rodillas. Les ungió el dedo pulgar y el índice de cada mano, y les hizo una cruz sobre la cabeza con el crisma. Les dijo también que aquello permanecería hasta el fin del mundo.
Santiago el Menor, Andrés, Santiago el Mayor y Bartolomé recibieron asimismo una consagración. Vi que puso en cruz sobre el pecho de Pedro una especie de estola que llevaba al cuello, y a los otros se la puso sobre el hombro derecho. No me acuerdo si esto lo hizo al instituir Santísimo Sacramento, o sólo en el acto de la unción.
Yo vi que Jesús les comunicaba por esta unción algo esencial y sobrenatural que no se explicar. Les dijo que en recibiendo el Espíritu Santo consagrarían el pan y el vino y darían la unción a los otros apóstoles. Me fue mostrado aquí que el día de Pentecostés, antes del gran bautismo, Pedro y Juan impusieron las manos a los otros apóstoles, y ocho días después a muchos discípulos.
Juan, después de la Resurrección, presentó por primera vez el Santísimo Sacramento a la Virgen Santísima. Esta circunstancia fue celebrada entre los apóstoles. La Iglesia no celebra ya esta fiesta; pero la veo celebrar en la Iglesia triunfante. Los primeros días después de Pentecostés vi a Pedro y a Juan consagrar solos la Sagrada Eucaristía: más tarde los otros consagraron también.
El Señor consagró asimismo el fuego en una copa de hierro, y tuvieron cuidado de no dejarlo apagar jamás: fue conservado al lado del sitio donde estaba puesto el Santísimo Sacramento, en una parte del antiguo hornillo pascual, y de allí iban a sacarlo siempre para los usos espirituales. Todo lo que hizo entonces Jesús estuvo muy secreto y fue enseñado sólo en igual forma. La Iglesia ha conservado lo esencial, extendiéndolo bajo la inspiración del Espíritu Santo para acomodarlo a sus necesidades.
¿Pedro y Juan fueron consagrados los dos como Obispos, o sólo Pedro como Obispo y Juan como sacerdote? ¿Cual fue la elevación en dignidad de los otros cuatro? No lo puedo decir. El modo diferente con que el Señor puso la estola a los apóstoles, parece indicar diversos grados de consagración.
Cuando estas santas ceremonias se acabaron, el cáliz que estaba al lado del crisma fue cubierto, y Pedro y Juan llevaron el Santísimo Sacramento a la parte más retirada de la sala, que estaba separada del resto por una cortina, y desde entonces fue el Santuario. El sitio donde estaba el Santísimo Sacramento tenía poca elevación sobre el hornillo pascual. José de Arimatea y Nicodemo cuidaron el Santuario y el Cenáculo en la ausencia de los apóstoles.
Jesús hizo todavía una larga instrucción, y oró algunas veces. Con frecuencia parecía conversar con su Padre celestial: rebosaba de entusiasmo y de amor.
Los apóstoles estaban llenos de gozo y de celo, y le hacían diversas preguntas, a las cuales respondía. La mayor parte de todo esto debe estar en la Sagrada Escritura. El Señor dijo a Pedro y a Juan diferentes cosas que debían comunicar después a los otros apóstoles, y éstos a los discípulos y a las santas mujeres, según la capacidad de cada uno para estos conocimientos. Jesús tuvo una conversación particular con Juan; le dijo que su vida sería mas larga que la de los otros. Le habló también de siete iglesias, de coronas, de ángeles, y le hizo conocer algunas figuras de un sentido profundo y misterioso, que designaban, según creo, ciertas épocas. Los otros apóstoles sintieron un impulso de envidia a causa de esta confianza particular.
Habló también del que lo vendía: "Ahora hace esto y lo otro", decía Jesús; y, en efecto, yo veía a Judas haciendo lo que Jesús decía. Como Pedro aseguraba con mucha animación que le sería siempre fiel, Jesús le dijo: "Simón, Simón, Satanás te reclama para molerte como el trigo; mas yo he pedido por ti,a fin de que tu fe no desfallezca ruando te conviertas como tus hermanos”. Jesús continuó balbuciendo que no podían seguirlo adonde iba; Pedro le dijo que él lo seguiría hasta la muerte, y Jesús respondió: "En verdad, antes que el gallo cante me negares tres veces". Anunciándoles los tiempos difíciles que habían de pasar, les dijo: "Cuando os he mandado sin saco, sin bolsa, sin zapatos, Les ha faltado algo?" "No", respondieron los apóstoles. "Pues ahora, continuó Jesús, que cada uno tome su bolsa y su saco; que el que no tiene nada, venda su vestido para comprar una espada, pues se va a cumplir esta profecía: Ha sido confundido con los malhechores. Todo lo que se ha escrito de Mi se va a cumplir". Los apóstoles entendieron todo esto de un modo material, y Pedro le presento dos espadas cortas y anchas. Jesús dijo: "Basta, salgamos de aquí".
Entonces cantaron el cántico de acción de gracias, quitaron la mesa, y vinieron al vestíbulo.
Aquí Jesús encontró a su Madre, a Aria, hija de Clerofobias, y a Magdalena, que le suplicaron con instancias que no fuera al monte de los Olivos, porque se había corrido la voz de que querían prenderlo. Pero Jesús las consoló con pocas palabras, y paso rápidamente: podían ser las nueve. Volvieron a bajar el camino por el cual Pedro y Juan habían venido al Cenáculo, dirigiéndose al monte de los Olivos. Yo he visto siempre así la Pascua y la institución de la Sagrada Eucaristía. Pero mi emoción antes era tan grande, que mis percepciones carecían de suficiente luz: ahora lo he visto con mas claridad. Es una fatiga y una pena que nada puede expresar. Se ve el interior de los corazones; se ve el amor y la fidelidad del Salvador; se sabe todo lo que va a suceder: como sería posible observar exactamente todo lo que no es mas que exterior. Se inflama uno de gratitud y de amor, no puede comprenderse la ceguedad de los hombres, la ingratitud del mundo entero y sus pecados. La Pascua de Jesús fue pronta, y en todo conforme a las prescripciones legales.
Los fariseos añadían algunas observancias minuciosas.

Jesús en el monte de los Olivos

Cuando Jesús, después de instituido el Santísimo Sacramento del altar, salió del Cenáculo con los once apóstoles, su alma estaba turbada, y su tristeza se iba aumentando, Condujo a los once, por un sendero apartado, al valle de Josafat. Cuando estuvieron delante de la puerta, yo vi la luna, que aun no estaba del todo llena, levantarse sobre la montaña. El Señor, andando con ellos en el valle, les dijo que volvería a este sitio a juzgar al mundo; que entonces los hombres temblarían y gritarían: "¡Montes, cubridnos!" Sus discípulos no le comprendieron, y creyeron (lo que les sucedió con frecuencia esta misma noche) que la debilidad y la fatiga le hacían delirar. Les dijo también: "Esta noche seréis escandalizados por causa mía; pues esta escrito: Yo heriré al pastor, y las ovejas serán dispersadas. Pero cuando resucite, os precederé en Galilea".
Los apóstoles conservaban aún algo del entusiasmo y del recogimiento que les habían comunicado la santa Comunión y los discursos solemnes y afectuosos de Jesús. Le rodeaban, pues, y le expresaban su amor de diversos modos, protestando que jamás lo abandonarían; pero Jesús continuó hablándoles en el mismo sentido, y dijo Pedro: "Aunque todos se escandalizaran por tu causa, yo jamás me escandalizaré". El Señor le predijo que antes que el gallo cantara lo negaría tres veces, y Pedro insistió de nuevo, y le dijo: "Aunque tenga que morir contigo, nunca te negaré". Así hablaron también los demás. Andaban y se paraban alternativamente, y la tristeza de Jesús se aumentaba cada vez mas.
Querían ellos consolarlo de un modo puramente humano, asegurándole que lo que preveía no sucedería. Se cansaron en esta vana tentativa, comenzaron a dudar, y vino sobre ellos la tentación.
Atravesaron el torrente Cedrón, no por el puente adonde fue conducido preso Jesús más tarde, sino por otro, pues habían dado un rodeo. Getsemaní, adonde se dirigían, está a media legua del Cenáculo: desde el Cenáculo hasta la puerta del valle de Josafat hay un cuarto de legua, y otro tanto desde allí hasta Getsemaní. Este sitio, donde Jesús en los últimos días había pasado algunas noches con sus discípulos, se componía de varias casas vaciás y abiertas, y de un gran huerto rodeado de un seto, adonde no había más que plantas de adorno y arboles frutales. Los apóstoles y algunas otras personas tenían una llave de este huerto, que era un lugar de recreo y de oración. había en él chozas de follaje, donde permanecieron ocho días algunos apóstoles, a los cuales se juntaron mas tarde otros discípulos; el Huerto de los Olivos estaba separado del de Getsemaní por un camino; franco al paso, cercábalo sólo una tapia baja, y era mas pequeño que el de Getsemaní. Había en él grutas, terraplenes y muchos olivos, y fácilmente se encontraban sitios a propósito para la oración y para la meditación. Jesús fue a orar al más retirado de todos.
Eran cerca de las nueve cuando Jesús llego a Getsemaní con sus discípulos.
La tierra estaba todavía oscura; pero la luna esparcía ya su luz en el cielo.
Jesús estaba triste y anunciaba la proximidad del peligro. Los discípulos permanecían sobrecogidos, y Jesús dijo a ocho de los que le acampanaban que se quedasen en el huerto de Getsemaní, mientras él iba a orar. Llevó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y entró en el Huerto de los Olivos. Estaba sumamente triste, pues el tiempo de la prueba se acercaba. Juan le preguntó como El, que siempre los había consolado, podía estar tan abatido. "Mi alma esta triste hasta la muerte", respondió Jesús; y veía por todos lados la angustia y la tentación acercarse como nubes cargadas de figuras terribles. Entonces dijo a los tres apóstoles: "Quedaos ahí; velad y orad conmigo, para no caer en tentación". Jesús bajó un poco a la izquierda, y se ocultó bajo un peñasco en una gruta de seis pies de profundidad, encima de la cual estaban los apóstoles en una especie de hoyo. El terreno iba en declive poco a poco en esta gruta, y las plantas asidas al peñasco formaban una especie de cortina a la entrada, de modo que no podía ser visto.
Cuando Jesús se separó de los discípulos, vi a su alrededor un círculo de figuras horrendas que lo estrechaban cada vez más. Su tristeza y su angustia se aumentaban; penetró temblando en la gruta para orar, como un hombre que busca abrigo contra la tempestad; pero las visiones amenazadoras le seguían, Y cada vez eran más fuertes. Esta estrecha caverna parecía presentar el horrible espectáculo de todos los pecados cometidos desde la caída del primer hombre hasta el fin del mundo, y su castigo. A este mismo sitio, al monte de los Olivos, habían venido Adán y Eva, expulsados del Paraíso, sobre una tierra ingrata: en esta misma gruta habían gemido y llorado. Parecióme que Jesús, al entregarse a la divina Justicia en satisfacción de nuestros pecados, hacía volver su Divinidad al seno de la Trinidad Santísima; así, concentrado en su pura, amante e inocente humanidad, y armado solo de su amor inefable, la sacrificaba a las angustias y a los padecimientos.
Postrado en tierra, inclinado su rostro y anegado en un mar de tristeza, todos los pecados del mundo se le aparecieron bajo infinitas formas en toda su fealdad interior; tomólos todos sobre Sí, y ofrecióse en su oración a la justicia de su Padre celestial para pagar esta terrible deuda. Pero Satanás, que se agitaba en medio de todos estos horrores con una sonrisa infernal, se enfurecía contra Jesús; y haciendo pasar ante sus ojos pinturas cada vez mas horribles, gritaba a la humanidad de Jesús: "!Como! ¿Tomarás Tú a éste también sobre Ti; sufrirás su castigo? ¿Quieres satisfacer por todo esto?"
Salió, empero, del cielo un rayo semejante a una vía luminosa: era un ejército de ángeles que bajaban hasta Jesús, y vi que lo animaban y confortaban. El resto de la gruta estaba lleno de las horrendas visiones de nuestros crímenes: Jesús los tomo todos sobre Sí; pero su corazón, lleno del más perfecto amor de Dios y de los hombres, estaba cruelmente angustiado bajo espeso de tanta abominación. Cuando esa multitud de crímenes pasó sobre su alma como un océano, Satanás le suscitó, como en el desierto, tentaciones innumerables: se atrevió a presentar contra el Salvador una serie de acusaciones, diciéndole: "¡Cómo! ¿Tú quieres tomar todo eso sobre Ti; Tú, que no eres puro?" Y entonces con una impudencia infernal, le hacía inculpaciones imaginarias. Le atribuía las faltas de sus discípulos, los escándalos que habían dado, la perturbación causada en el mundo renunciando a los usos antiguos. Satanás se hizo el fariseo más hábil y más severo: le reprendió el haber sido la causa de la degollación de los Inocentes, así como de los padecimientos de sus padres en Egipto; el no haber salvado a Juan Bautista de la muerte; el haber desunido familias y protegido hombres infames; el no haber curado a muchos enfermos; el haber causado perjuicio a los habitantes de Gergesa, permitiendo a los poseídos entrar en sus cubas, y a los demonios precipitar sus cerdos en el mar; el haber abandonado su familia y dilapidado los bienes de su prójimo: en una palabra, Satanás presentó delante del alma de Jesús, para turbarlo, todo lo que hubiera reprochado en el momento de la muerte a un hombre ordinario que perpetrara todas estas acciones sin un motivo superior; pues le había sido ocultado que Jesús fuese el Hijo de Dios, y lo tentaba como si fuese sólo el más justo de los hombres. Nuestro divino Salvador dejó predominar tanto en Él su santa humanidad, que quiso sufrir las tentaciones que asaltan al hombre
justo en la muerte: el mérito de sus buenas obras. Para beber todo el cáliz de agonía, permitió que el espíritu malo tentara su humanidad como podría tentar a un hombre que quisiera atribuir a sus buenas obras un valor propio, además del que pueden tener por los méritos de Jesús. No hubo una de esas acciones que no le sirviera de acusación, y entre otras cosas, le acusó de haber recibido de Lázaro y de haber malgastado el precio de la propiedad de María Magdalena en Magdalum.
Entre los pecados del mundo que pesaban sobre el Salvador, yo vi también los míos; y del circulo de tentaciones que lo rodeaban vi salir hacia mi como un río, en donde todas mis culpas me fueron presentadas. Mientras tanto, tenía los ojos siempre fijos en mi Esposo celestial, gemía y oraba con Él, y con Él me volvía hacia los ángeles consoladores. El Señor se retorcía como un gusano bajo el peso de su dolor y de sus angustias.
Mientras Satanás le abrumaba con tales inculpaciones, apenas podía yo refrenar mi cólera; pero cuando habló de la venta de la posesión de Magdalena, no pude contenerme, y le dije: ¿Cómo te atreves a reprochar como un pecado la venta de esa propiedad? Yo misma he visto al Señor emplear esta cantidad que le dio Lázaro en obras de misericordia, en rescatar en Tirza a veintisiete pobres presos por deudas".
Al principio Jesús estaba arrodillado, y oraba con serenidad; pero después su alma se horrorizó al aspecto de los crímenes innumerables de los hombres y de su ingratitud para con Dios: sintió un dolor tan vehemente, que exclamo diciendo: ¡Padre mio, si es posible, aleja de mí este cáliz!” Después se recogió, y dijo: "Que tu voluntad se haga, y no la mía". Su voluntad era la de su Padre; pero abandonado por su amor a las debilidades de la humanidad temblaba al aspecto de la muerte.
Yo vi la caverna llena de formas espantosas; vi todos los pecados, toda la malicia, todos los vicios, todos los tormentos, todas las ingratitudes que le oprimían: el espanto de la muerte, el terror que sentía como hombre al aspecto de los padecimientos expiatorios, le asaltaban bajo la figura de espectros horrendos. Sus rodillas vacilaban; juntaba las manos; inundábale el sudor, y se estremecía de horror. Por fin se levantó: trémulas sus rodillas, apenas podían sostenerlo; tenía la fisonomía descompuesta, y estaba desconocido, pálidos los labios y erizados los cabellos. Eran cerca de las diez cuando se levantó, y temblando, cayéndose a cada paso, bañado de un sudor frío, fue adonde estaban los tres apóstoles, subió a la izquierda de la gruta, al sitio donde éstos se habían dormido, rendidos de fatiga, de tristeza y de inquietud. Jesús vino a ellos como un hombre cercado de angustias a quien el temor obliga a recurrir a sus amigos, y semejante al buen pastor que, avisado de un peligro próximo, viene a visitar su rebaño amenazado, pues no ignoraba que ellos también estaban en la angustia y en la tentación. Las terribles visiones le asediaban implacables en este corto camino. Hallándolos dormidos, juntó las manos, cayó junto a ellos lleno de tristeza y de inquietud, y dijo: "Simón, ¿duermes”" Despertáronse al punto, se levantaron, y díjoles en su abandono: "¿No podíais velar una hora conmigo?" Cuando le vieron descompuesto, pálido, temblando, empapado en sudor; cuando oyeron su voz alterada y casi extinguida, no supieron qué pensar; y si no se les hubiera aparecido rodeado de una luz radiante, lo hubiesen desconocido. Juan le dijo: "Maestro, ¿qué tienes? ¿Debo llamar a los otros discípulos? ¿Debemos huir?" Jesús respondió: "Si viviera, enseñara y curara todavía treinta y tres años, no bastarían para cumplir lo que tengo que hacer de aquí a mañana. No llames a los otros ocho; helos dejado allí, porque no podrían verme en esta miseria sin escandalizarse: caerían en tentación, olvidarían mucho, y dudarían de Mí, porque verían al Hijo del hombre transfigurado, y también en su oscuridad y desamparo. Pero velad y orad para no caer en la tentación, porque el espíritu está pronto, pero la carne es débil".
Quería así excitarlos a la perseverancia, y anunciarles la lucha de su naturaleza humana contra la muerte, y la causa de su debilidad. Les hablo todavía en su tristeza, y estuvo cerca de un cuarto de hora con ellos. Volvióse a la gruta, creciendo siempre su angustia: ellos extendían las manos hacia Él, lloraban, se echaban en los brazos los unos de los otros, y se preguntaban: "¿Qué tiene? ¿Qué le ha sucedido? ¿Está en un abandono completo?"
Comenzaron a orar con la cabeza cubierta, llenos de ansiedad y de tristeza.
Todo lo que acabo de decir ocupó el espacio de hora y media, desde que Jesús entró en el Huerto de los Olivos. En efecto, dice en la Escritura: "¿No habéis podido velar una hora conmigo?" Pero esto no debe entenderse a la letra y según nuestro modo de contar. Los tres apóstoles que estaban con Jesús habían orado primero; después se habían dormido, porque habían caído en tentación por falta de confianza. Los otros ocho, que se habían quedado a la entrada, no dormían: la tristeza que encerraban los últimos discursos de Jesús los había puesto en gran desasosiego; erraban por el monte de los Olivos para buscar algún refugio en caso de peligro.
Había poco ruido en Jerusalén; los judíos estaban en sus casas ocupados en los preparativos de la fiesta; vi acá y allá amigos y discípulos de Jesús, que andaban y hablaban juntos: parecían inquietos y como si esperasen algún acontecimiento. La Madre del Señor, Magdalena, Marta, María, hija de Cleofás,
María Salomé y Salome habían ido desde el Cenáculo a la casa de María, madre de Marcos: María, asustada de lo que decían sobre Jesús, quiso venir al pueblo para saber noticias suyas. Lázaro, Nicodemo, José de Arimatea, y algunos parientes de Hebrón vinieron a verla para tranquilizarla. Pues habiendo tenido conocimiento de las tristes predicciones de Jesús en el Cenáculo, habían ido a uniformarse a casa de los fariseos conocidos suyos, y no habían oído que se preparase ninguna tentativa contra Jesús; decían que el peligro no debía ser tan grande; que no asaltarían al Señor hallándose tan próxima la fiesta: ellos no sabían nada de la traición de Judas. María les habló de la agitación de éste en los últimos días; de qué manera había salido del Cenáculo: seguramente había ido a denunciar a Jesús. Ella habíale dicho con frecuencia que era un hijo de perdición. Las santas mujeres se volvieron a casa de María, madre de Marcos.
Cuando Jesús volvió a la gruta y con Él todos sus dolores, se prosternó con el rostro sobre el suelo, y los brazos extendidos, y en esta actitud rogó a su Padre celestial; pero hubo una nueva lucha en su alma, que duró tres cuartos de hora.
Vinieron ángeles a mostrarle en una serie de visiones todos los dolores que había de padecer para expiar el pecado. Mostráronle cuál era la belleza del hombre antes de su caída, y cuanto le había desfigurado y alterado ésta. Vio el origen de todos los pecados en el primer pecado; la significación y la esencia de la concupiscencia, sus terribles efectos sobre las fuerzas del alma humana, y también la esencia y la significación de todas las penas correspondientes a la concupiscencia. Le mostraron, en la satisfacción que debía de dar a la divina Justicia, un padecimiento de cuerpo y alma, comprendiendo todas las penas debidas a la concupiscencia de toda la humanidad: la deuda del género humano debía ser satisfecha por la naturaleza humana, exenta de pecado, del Hijo de Dios. Los ángeles le presentaban todo esto bajo diversas formas, y yo percibía lo que decían, a pesar de que no oía su voz. Ningún lenguaje puede expresar el dolor y el espanto que sobresaltaron el alma de Jesús a la vista de estas terribles expiaciones; el horror de esta visión fue tal, que un sudor de sangre salio de todo su cuerpo.
Mientras la humanidad de Jesucristo estaba sumergida en esta inmensidad de padecimientos, noté en los ángeles un movimiento de compasión; hubo un punto de silencio; parecióme que deseaban ardientemente consolarle, y que por eso oraban ante el trono de Dios. Hubo como una lucha de un instante entre la misericordia y la justicia de Dios y el amor que se sacrificaba. Una imagen de Dios fuéme presentada, no como tantas veces sobre un trono, sino en forma luminosa; yo vi la naturaleza divina del Hijo en la persona del Padre, y como retirada en su seno; la persona del Espíritu Santo procedía del Padre y del Hijo; estaba como entre ellos, y sin embargo no formaban más que un solo Dios; pero eso es indecible. Tuve más bien un sentimiento interno que una visión con formas distintas: me pareció que la voluntad divina del Hijo se retiraba al Padre para dejar caer sobre su humanidad todos los padecimientos que la voluntad humana de Jesús pedía a su Padre que alejara de El. Vi esto en el momento de la compasión de los ángeles, cuando desearon consolar a Jesús, y, en efecto, recibió en ese instante algún alivio. Entonces todo desapareció, y los ángeles abandonaron al Señor, cuya alma iba a sufrir nuevas acometidas.
Cuando el Salvador en el monte de los Olivos quiso poner a prueba y dominar esta violenta repugnancia de la naturaleza humana contra el dolor y la muerte, que hace parte de todo padecimiento, fue permitido al tentador hacer con El lo que hace con el hombre que quiere sacrificarse por una causa santa. En la primera agonía, Satanás presentó al Señor la enormidad de la deuda que quería satisfacer, y llevó la audacia hasta buscar culpas en las obras mismas del Salvador. En la segunda agonía, Jesús vio en toda su extensión y su acerbidad el padecimiento expiatorio necesario para satisfacer a la Justicia divina: esto le fue presentado por los ángeles, pues no pertenece a Satanás hacer ver que la expiación es posible: el padre de la mentira y de la desesperación no puede mostrar las obras de la misericordia divina. Jesús, que había resistido victoriosamente a todos estos combates por su abandono completo a la voluntad de su Padre celestial, hubo de verse aún estrechado en un nuevo círculo de horribles visiones que le fueron presentadas. La duda y la inquietud que preceden al sacrificio en el hombre que se ofrece por víctima asaltaron el alma del Señor, que se hizo esta terrible pregunta: “¿Cuál será el fruto de este sacrificio?” Y el cuadro más terrible vino a oprimir su amante corazón.
Cuando Dios creó el primer Adán, le envió un sueño, abrió su costado, tomó una de sus costillas, hizo a Eva, su mujer, la madre de todos los vivos; la condujo delante de Adán, y éste dijo: “Esta es la carne de mi carne y el hueso de mis huesos: el hombre dejará su padre y a su madre para unirse a su mujer, y serán los dos una sola carne". Este fue el casamiento del cual está escrito: “Este sacramento es grande en Jesucristo y en su Iglesia". Jesucristo, el nuevo Adán, quería también dejar venir sobre Él el sueño, el de la muerte sobre la cruz; quería también dejar abrir su costado, a fin de que la nueva Eva, su esposa virginal, la Iglesia, madre de todos los vivos, fuera formada; quería darle la sangre de su redención, el agua de la purificación y su espíritu, las tres cosas que dan testimonio sobre la tierra; quería darle los Sacramentos santos, para que fuera una esposa pura, santa y sin mancha; quería ser su cabeza: nosotros debíamos ser sus miembros sometidos a la cabeza, el hueso de sus huesos, la carne de su carne. Al tomar la naturaleza humana para sufrir la muerte por nosotros, dejó también a su padre y a su madre, y se unió a su esposa la Iglesia; se ha hecho una sola carne con ella, alimentándola con el Santísimo Sacramento del altar, en donde se une continuamente con nosotros.
Quería estar en la tierra con la Iglesia hasta que fuésemos todos reunidos con ella por medio de Él, y ha dicho: “Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. A fin de ejercer este amor inconmensurable para los pecadores, el Señor se hizo hombre y hermano de estos mismos pecadores, para tomar sobre sí el castigo debido a todos sus crímenes. Había visto con grande tristeza la inmensidad de esta deuda y la de los padecimientos que debían satisfacer por ella; y sin embargo se había abandonado gustoso, como víctima expiatoria, a la voluntad de su Padre: pero ahora veía los combates, las heridas y los dolores de su esposa celestial; veía, en fin, la enorme ingratitud de los hombres.
Apareciéronse a los ojos de Jesús todos los padecimientos futuros de sus apóstoles, de sus discípulos y de sus amigos; vio a la Iglesia primitiva tan pequeña y, a medida que iba creciendo, vio las herejías y los sistemas asaltarla en ruda irrupción, y renovar la primera caída del hombre por el orgullo y la desobediencia. Vio la frialdad, la corrupción y la malicia de un numero infinito de cristianos; la mentira y la astucia de todos los doctores orgullosos; los sacrilegios de todos los sacerdotes viciosos; las funestas consecuencias de todos estos actos; la abominación y la desolación en el reino de Dios, en el santuario de esta ingrata humanidad, que El quería rescatar con su sangre al precio de padecimientos indecibles.
Vio los escándalos de todos los siglos hasta nuestro tiempo y hasta el fin del mundo, todas las formas del error, del fanatismo furioso y de la malicia; todos los apóstatas, los herejes, los reformadores con la apariencia de santos. Los corruptores y los corrompidos lo ultrajaban y lo atormentaban como si a sus ojos no hubiera sido bien crucificado, no habiendo sufrido como ellos lo entendían o se lo imaginaban, y todos rasgaban el vestido inconsútil de la Iglesia; muchos lo maltrataban, lo insultaban, lo renegaban: muchos, al oír su nombre, alzaban los hombros y meneaban la cabeza en señal de desprecio; evitaban la mano que les tendía, y volvían al abismo donde estaban sumergidos. Vio infinidad de otros que no se atrevían a dejarlo abiertamente, pero que se alejaban con disgusto de las plagas de su Iglesia, como el levita se alejo del pobre asesinado por los ladrones. Se alejaban de su Esposa herida, como hijos cobardes y sin fe abandonan a su madre cuando llega la noche, cuando vienen los malhechores, a los cuales la negligencia o la malicia ha abierto la puerta. Vio a todos esos hombres, tan pronto separados de la verdadera viña y tendidos entre los racimos silvestres, tan pronto como un rebaño extraviado, abandonado a los lobos, conducido por mercenarios a los malos pastos, rehusando entrar en el redil del buen Pastor, que da la vida por sus ovejas. Erraban sin patria en el desierto, en medio de arenas agitadas por el viento. No querían ver su ciudad edificada sobre la montaña para que no pudiera esconderse la casa de su Esposa, su Iglesia, erigida sobre la roca, a cuyo lado había prometido estar hasta el fin de los siglos. Edificaban sobre la arena chozas que hacían y deshacían sin cesar, pero en las cuales no había altar ni sacrificio; tenían veletas sobre los tejados, y sus doctrinas cambiaban como el viento: por eso estaban en contradicción los unos con los otros. No podían entenderse, y jamás conservaban posición fija: con frecuencia destruían sus chozas y lanzaban los escombros contra la piedra angular de la Iglesia, que estaba inmóvil. Viviendo muchos de ellos en las tinieblas, no venían hacia la luz puesta en el candelero en la casa de la Esposa; pero andaban con los ojos cerrados en los jardines de la Iglesia, no viviendo más que de los perfumes que se exhalaban de ella; tendían los brazos hacia ídolos nebulosos, y seguían a los astros errantes que los conducían a pozos sin agua. En el borde del precipicio no querían escuchar a la Esposa que los llamaba, y, devorados por el hambre, se reían con insultante piedad de los servidores y de los mensajeros que los convidaban al festín nupcial. No querían entrar en el jardín, pues temían las espinas del seto; satistechos de sí mismos, no tenían ni trigo para el hambre, ni vino para la sed; y ofuscados con su propia luz, apellidaba invisible a la Iglesia del Verbo humanado. Jesús los vio a todos; llorór ellos; quiso sufrir por todos los que no lo ven y que no quieren llevar su cruz con El a la ciudad edificada sobre la piedra, a la cual se ha dado en el Santísimo Sacramento, y contra la cual las puertas del infierno no prevalecerán nunca.
En estas pinturas dolorosas que pasaban delante del alma de Jesús, vi a Satanás que le arrancaba con violencia, para ahogarlos, una multitud de hombres rescatados con su sangre y ungidos con su Sacramento. El Salvador vio con amargo dolor toda la ingratitud, toda la corrupción de los cristianos de todos los tiempos. Todas estas apariciones, en que la voz del tentador repetía sin cesar: “¿Quieres Tú sufrir por estos ingratos?", venían sobre Jesús con tanta impetuosidad, que una angustia indecible oprimía su humanidad, Jesucristo, el Hijo del Hombre, luchaba y juntaba las manos; caía como abrumado sobre sus rodillas, y su voluntad humana libraba un combate tan terrible contra la repugnancia de sufrir tanto por una raza tan ingrata, que el sudor de sangre caía de su cuerpo a gotas sobre el suelo. En medio de su abandono, miraba alrededor como para hallar socorro, y parecía tomar al cielo, la tierra y los astros del firmamento por testigos de sus padecimientos.
Jesús elevó la voz y dio gritos dolorosos. Los tres apóstoles se despertaron, escucharon y quisieron ir hacia El; pero Pedro detuvo a los otros dos, y dijo: “No os mováis yo voy a Él”. Lo vi correr y entrar en la gruta, exclamando: “Maestro, ¿qué tienes?” Y se quedo temblando a la vista de Jesús ensangrentado y aterrorizado. Jesús no le respondió, y no hizo caso de él.
Pedro se volvió a los otros, y les dijo que el Señor no le había respondido, y que no hacía más que gemir y suspirar. Su tristeza se aumento, cubriéndose la cabeza, y lloraron orando.
Volví hacia mi Esposo celestial en su dolorosa agonía. Las imágenes horrendas de la ingratitud de los hombres futuros, cuya deuda tomaba sobre si, eran cada vez más terribles. Muchas veces le oí gritar: “Padre mío, ¿es posible que he de sufrir por esos ingratos? ¡Oh Padre mío! ¡Si este cáliz no se puede alejar de Mí, que tu voluntad se haga y no la miá!”
En medio de todas esas apariciones, yo veía a Satanás moverse bajo diversas formas horribles, que representaban diferentes especies de pecados. Tan pronto aparecía como un hombre negro, tan pronto bajo la figura de tigre, tan pronto bajo la de una zorra, de un lobo, de dragón, de serpiente. No era precisamente la forma misma de estos animales, sino solo el principal carácter de su naturaleza, mezclado con otras formas horrendas. No tenía nada semejante a una criatura completa; eran sólo símbolos de abominación, de discordia, de contradicción, de pecado; en fin, formas de demonio. Estas figuras diabólicas empujaban, arrastraban, laceraban, a los ojos de Jesús, una multitud de hombres, por cuya redención entraba en el camino doloroso de la cruz. Al principio vi rara vez la serpiente, después la vi parecer con una corona en la cabeza: su tamaño era monstruoso, su fuerza parecía desmedida, y llevaba contra Jesús innumerables legiones de todos los tiempos, de todas las razas. Armadas de toda especie de instrumentos de destrucción, combatían alguna vez las unas contra las otras, y después se volvían contra el Salvador con rabia. Era un horrible espectáculo, pues lo llenaban de ultrajes, de maldiciones; lo herían, lo golpeaban. Sus armas, sus espadas, sus palos iban y venían sin cesar, cayendo sobre el grano de trigo celeste, descendido sobre la tierra para morir, a fin de alimentar eternamente a todos los hombres con el Pan de vida.
En medio de esas legiones furiosas, de las cuales algunas me parecían compuestas de ciegos, Jesús estaba herido como si realmente hubiera experimentado sus golpes; vacilante en extremo, tan pronto se levantaba como caía; y la serpiente, en medio de esa multitud que gritaba sin cesar contra Jesús, batía acá y allá con su cola, desollando a todos los que derribaba.
Entonces me fue revelado que estos enemigos del Salvador eran los que maltrataban a Jesucristo cuya presencia es real en el Santísimo Sacramento.
Reconocí entre ellos todas las especies de profanadores de la Sagrada Eucaristía. Yo vi con horror todos esos ultrajes, desde la irreverencia, la negligencia, la omisión, hasta el desprecio, el abuso y el sacrilegio; desde la adhesión a los ídolos del mundo, a las tinieblas y a la falsa ciencia, hasta el error, la incredulidad, el fanatismo y la persecución. Vi entre esos hombres a ciegos, paralíticos, sordos, mudos y aun niños. Ciegos que no querían ver la verdad; paralíticos que no querían andar con ella; sordos que no querían oír sus avisos y amenazas; mudos que no querían combatir por ella con la espada de la palabra; niños perdidos por causa de padres o maestros mundanos y olvidados de Dios, mantenidos con deseos terrestres, llenos de una vana sabiduría y alejados de las cosas divinas. Entre estos últimos, cuya vista me afligió más porque Jesús amaba a los niños, vi muchos de éstos de coro, irreverentes, que no honraban a Jesucristo en las santas ceremonias en las que toman parte. Vi con espanto muchos sacerdotes, algunos reputados como llenos de piedad y de fe, maltratar también a Jesucristo en el Santísimo Sacramento. A muchos vi que creían y enseñaban la presencia de Dios vivo en el Santísimo Sacramento; pero no lo tomaban con bastante calor y eficacia, pues olvidaban y descuidaban el Palacio, el Trono, lugar de Dios vivo, es decir, la Iglesia: el altar, el tabernáculo, el cáliz, la custodia, los ornamentos; en fin, todo lo que sirve al uso y al decoro de la Iglesia de Dios. Todo estaba abandonada, todo se perdía en el polvo y la inmundicia, y el culto divino estaba, si no profanado interiormente, a lo menos deshonrado en lo exterior.
Todo eso no era el fruto de una pobreza verdadera, sino de la indiferencia, de la pereza, de la preocupación de vanos intereses terrestres, y algunas veces del egoísmo y de la muerte interior; pues vi negligencias iguales en iglesias ricas, o a lo menos acomodadas. Vi otras muchas adonde un lujo mundano había reemplazado los magníficos ornamentos de una época mas piadosa.
Muchas veces los pobres estaban mejor asistidos en sus chozas que el Señor del cielo y de la tierra en su lglesia. ¡Ah! ¡cuánto contristaba a Jesús la inhospitalidad de los hombres, después de haberse dado a ellos como alimento! Seguramente que no se necesita ser rico para recibir al que recompensa centuplicado un vaso de agua dado en su nombre al que tiene sed; pero El, que tiene tanta sed de nosotros, ¿no tiene derecho a quejarse cuando el vaso es impuro y el agua corrompida? Por consecuencia de estos descuidos, vi a los débiles escandalizados, el Sacramento profanado, la Iglesia abandonada, los sacerdotes despreciados, la impureza y la negligencia se extendían hasta las almas de los fieles: dejaban sin purificar el tabernáculo de su corazón cuando Jesús bajaba a él, como dejaban el tabernáculo puesto sobre el altar.
Aunque hablara un año entero, no podría contar todas las afrentas hechas a Jesús en el Santísimo Sacramento, que supe de esta manera. Vi a los autores de ellas asaltar al Señor, y herirlo con diversas armas, según la diversidad de sus ofensas. Vi cristianos irreverentes de todos los siglos, sacerdotes frívolos o sacrílegos, una multitud de comuniones tibias o indignas, guerreros furiosos profanando los vasos sagrados, servidores del demonio empleando la Sagrada Eucaristía en los misterios de un culto infernal. Vi entre ellos gran número de doctores, esclavos de la herejía por sus pecados, atacando a Jesucristo en el Santísimo Sacramento de su Iglesia, y arrancando de su corazón por medio de sus seducciones una multitud de hombres por los cuales había vertido su sangre. ¡Qué espectáculo tan doloroso! Yo veía la Iglesia como el cuerpo de Jesús, y una multitud de hombres que se separaban de ella, y que rasgaban y arrancaban pedazos enteros de su carne viva. Jesús los miraba con ternura, y gemía al verlos perderse. El que se había dado a nosotros por alimento en el Santísimo Sacramento, a fin de juntar en un solo cuerpo, el de la Iglesia su esposa, a los hombres separados y divididos a lo infinito, se veía despedazado en ese mismo cuerpo, pues su principal obra de amor, la Eucaristía, adonde todos los hombres debían consumirse en la unidad, se convertía, por la malicia de los falsos doctores, en piedra de choque y de separación. Vi de este modo pueblos enteros arrancados de su seno, y privados de participación en el tesoro de la gracia legado a la Iglesia. Por fin, vi todos los que estaban separados de ella sumergidos en la incredulidad, la superstición, la herejía, la falsa filosofía mundana: llenos de furor reuníanse en grandes bandos para atacar a la Iglesia, excitados por la serpiente que se agitaba en medio de ellos; era lo mismo que si Jesús se hubiera sentido despedazar.
Yo estaba tan llena de horror y de espanto, que una aparición de mi Esposo celestial me puso misericordiosamente la mano sobre el corazón, diciéndome estas palabras: “Nadie ha visto eso todavía, y tu corazón se partiría de dolor si yo no lo sostuviera”.
Vi las gotas de sangre caer sobre la pálida faz del Salvador; sus cabellos estaban pegados y erizados sobre su cabeza, y su barba ensangrentada y en desorden, como si la hubieran querido arrancar. Después de la visión de que acabo de hablar, huyó fuera de la caverna, y volvió hacia los discípulos. Mas su modo de andar era como el de un hombre cubierto de heridas, y que, cargado con una mole inmensa, tropezaba a cada paso. Cuando vino a los apóstoles no estaban éstos acostados para dormir como la primera vez: tenían la cabeza cubierta, doblegados sobre las rodillas, en la misma posición que tiene la gente de ese país cuando esta de luto o quiere orar. Quedáronse traspuestos, venidos por la tristeza y la fatiga. Jesús, temblando y gimiendo, se acercó a ellos, y se despertaron. Pero cuando a la luz de la luna lo vieron delante, de pie, con la cara pálida y ensangrentada, el pelo en desorden y los ojos cansados, no lo conocieron de pronto, pues estaba muy desfigurado. Al verle juntar las manos, se levantaron, lo tomaron por los brazos, lo sostuvieron con amor, y El les dijo con tristeza que lo matarían al día siguiente, que lo prenderían dentro de una hora, que lo llevarían ante un tribunal, que sería maltratado, azotado y entregado a la muerte más cruel. Les rogó que consolasen a su Madre y también a Magdalena. No le respondieron, pues no sabían qué decir; tal sorpresa les habían causado su presencia y sus palabras: hasta creían que estaba delirando. Cuando quiso volver a la gruta, no tuvo fuerza para andar. Juan y Santiago lo condujeron, y volvieron cuando entro en ella. Eran las once y cuarto, poco más o menos.
Durante esta agonía de Jesús, vi a la Virgen Santísima llena de tristeza y de amargura en la casa de María madre de Marcos. Estaba con Magdalena y María en el jardín de la casa, encorvada sobre una piedra y apoyada sobre sus rodillas. Muchas veces perdió el conocimiento, pues vio interiormente muchas cosas de la agonía de Jesús. Había enviado un mensajero a saber de El, y no pudiendo esperar su vuelta, se fue inquieta con Magdalena y Salomé hasta el valle de Josafat. Iba cubierta con un velo, y con frecuencia extendía sus brazos hacia el monte de los Olivos, pues veía en espíritu a Jesús bañado de un sudor de sangre, y parecía que con sus manos extendidas quería limpiar el rostro de su Hijo. Vi estos impulsos de su alma ir hasta Jesús, que se acordó de su Madre, y la miró como para pedirle socorro. Vi esta comunicación entre ambos, bajo la forma de rayos que iban del uno al otro. El Señor se acordó también de Magdalena, y tuvo piedad de su dolor, y por eso recomendó a los discípulos que la consolasen, pues sabía que su amor era el más grande después del de su Madre, y había visto que sufría mucho por El y que no le volvería a ofender jamás.
En aquel momento los ocho apóstoles vinieron a la choza de follaje de Getsemaní, conversaron entre sí, y acabaron por dormirse. Esteban perplejos, sin ánimo, y atormentados por la tentación. Cada uno había buscado un sitio en donde poderse refugiar, y se preguntaban con inquietud: “¿Qué haremos nosotros cuando le hayan hecho morir? Lo hemos dejado todo por seguirle: somos pobres y desechados de todo el mundo; nos hemos dado enteramente a El, y ahora está tan abatido, que no podemos hallar en El ningún consuelo".
Los otros discípulos habían andado errantes de una parte a otra, y habiendo sabido algo de las espantosas profecías de Jesús, se habían retirado los más a Betfagé.
Vi a Jesús orando todavía en la gruta; que luchaba contra la repugnancia de su naturaleza humana, y abandonándose a la voluntad de su Padre. Aquí el abismo se abrió delante de El, y los primeros grados del limbo se le presentaron. Vi a Adán y a Eva, los Patriarcas, los Profetas, los justos, los parientes de su Madre y Juan Bautista, esperando su llegada al mundo inferior, con un deseo tan violento, que esta vista fortificó y animó su corazón lleno de amor. Su muerte debía abrir el cielo a estos cautivos.
Cuando Jesús hubo mirado con emoción profunda estos Santos del mundo antiguo, los ángeles le presentaron todas las legiones de los bienaventurados futuros que, juntando sus combates a los méritos de su Pasión, debían unirse por medio de Él al Padre celestial. Era ésta una visión bella y consoladora. Vio la salvación y la santificación saliendo como un río inagotable del manantial de redención, abierto después de su muerte.
Los apóstoles, los discípulos, las vírgenes y las mujeres, todos los mártires, los confesores y los ermitaños, los Papas y los Obispos, una multitud de religiosos, en fin, todo el ejército de los bienaventurados se presentó a su vista. Todos llevaban una corona sobre la cabeza, y las flores de la corona diferían de forma, de color, de olor y de virtud, según la diferencia de los padecimientos, de los combates, de las victorias con que habían adquirido la gloria eterna.
Toda su vida y todos sus actos, todos sus méritos y toda su fuerza, como toda la gloria de su triunfo, venían únicamente de su unión con los méritos de Jesucristo.
La acción y la influencia recíprocas que todos esos santos ejercían unos sobre otros; el modo como participaban de la única fuente, del Santísimo Sacramento, y de la Pasión del Señor, ofrecían un espectáculo tierno y maravilloso. Nada en ellos parecía casual: sus obras, su martirio, sus victorias, su apariencia y sus vestidos, todo, aunque bien diverso, se confundía en una armonía y unidad infinitas; y esta unidad en la diversidad era producida por rayos de un sol único, por la Pasión del Señor, del Verbo hecho hombre, en quien estaba la vida, luz de los hombres, que brilla en las tinieblas y que las tinieblas no han comprendido.
Era la comunión de los santos futuros que pasaba ante el espíritu del Salvador, el cual estaba entre los deseos de los Patriarcas y el ejército triunfante de los bienaventurados futuros; estas dos muchedumbres, completándose la una a la otra, rodaban el Corazón amante del Redentor como una corona. Este espectáculo tierno dio al alma de Jesús un poco de alivio y de fuerza. Amaba tanto a sus hermanos y a sus criaturas, que hubiera aceptado gustoso todos los padecimientos que iba a sufrir por la redención le una sola alma. Como estas visiones se referían a lo futuro, estaban a cierta altura.
Pero estas imágenes consoladoras desaparecieron, y los ángeles le presentaron su Pasión, que se acercaba. Vi todas las escenas presentarse delante de El, desde el beso de Judas hasta las últimas palabras sobre la Cruz; yo vi allí todo lo que veo en mis meditaciones de la Pasión. La traición de Judas, la huida de los discípulos, insultos delante de Anás y de Caifás, la apostasía de Pedro, el tribunal de Pilatos, los denuestos de Herodes, los azotes, la la corona de espinas, la condenación a muerte, el camino de la Cruz, el sudario de la Verónica, la crucifixión, los ultrajes de los fariseos, los dolores de María, de Magdalena y de Juan, la abertura del costado; en fin, todo le fue presentado con las más pequeñas circunstancias. Aceptólo todo voluntariamente, y a todo se sometió por amor de los hombres. Vio y sintió también el dolor actual de su Madre, a quién la unión interior con sus padecimientos había hecho caer sin sentidos en los brazos de sus amigas.
Al fin de las visiones sobre la Pasión, Jesús cayo sobre su rostro como un moribundo: los ángeles desaparecieron; el sudor de sangre corrió con más abundancia y atravesó sus vestidos. La más profunda oscuridad reinaba en la gruta. Yo vi un ángel bajar hacia Jesús; era mayor, mucho más parecido a un hombre que los que había visto antes. Estaba vestido como un sacerdote, y traía en sus manos un pequen cáliz semejante al de la Cena; en la boca de este cáliz se veía una cosa ovalada del grueso de una haba, que esparcía una luz rojiza. E1 ángel, sin bajar hasta el suelo, extendió la mano derecha hacia Jesús, que se enderezó; le metió en la boca este alimento misterioso, y le dio de beber en el pequeño cáliz luminoso. Después desapareció.
Habiendo Jesús aceptado libremente el cáliz de sus padecimientos y recibido nueva fuerza, estuvo todavía algunos minutos en la gruta en meditación tranquila, dando gracias a su Padre celestial. Estaba todavía afligido, pero confortado naturalmente hasta el punto de poder ir al sitio donde estaban los discípulos, sin caerse y sin sucumbir bajo el peso de su dolor. Estaba pálido, como siempre, pero su paso era firme. Habíase limpiado la cara con un sudario y compuesto los cabellos que le caían sobre las espaldas empapados en sangre.
Cuando Jesús llego a sus discípulos, estaban éstos acostados, como la primera vez; tenían la cabeza cubierta, y dormían. El Señor les dijo que no era tiempo de dormir, que debían despertarse y orar. “Ved aquí la hora en que el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores, les dijo; levantaos y andemos. El traidor está cerca: más le valdría no haber nacido”. Los apóstoles se levantaron asustados, mirando alrededor con inquietud. Cuando se serenaron un poco, Pedro dijo con animación: "Maestro, voy a llamar a los otros para que te defendamos". Pero Jesús le mostró a cierta distancia del valle, del lado opuesto del torrente de Cedrón, una tropa de hombres armados que se acercaban con faroles, y le dijo que uno de ellos le había denunciado.
Les habló todavía con serenidad; les recomendó consolar a su Madre, y les dijo: "Vamos a su encuentro: me entregaré sin resistencia en manos de mis enemigos". Entonces salió del Huerto de los Olivos con sus tres discípulos, y vino al encuentro de los soldados en el camino que estaba entre aquél y Getsemaní.
Cuando la Virgen Santísima volvió en sí entre los brazos de Magdalena y de Salomé, algunos discípulos que habían visto acercarse los soldados, vinieron a Ella y la llevaron a casa de María, madre de Marcos. Los soldados tomaron un camino más corto que el que había seguido Jesús viniendo del Cenáculo.
La gruta en que Jesús acababa de orar, no era la misma donde tenía costumbre de hacerlo en el monte de los Olivos. Iba ordinariamente a otra más lejos, en donde un día, después de haber maldecido a la higuera estéril, había orado en suma aflicción, extendidos los brazos y recostado sobre una piedra.
Las huellas de su cuerpo y de sus manos quedaron estampadas en la piedra, y fueron veneradas mas tarde; pero ya no se sabía en qué ocasión hubo de verificarse este prodigio. He visto muchas veces semejantes signos sobre la piedra, sea de profetas del Antiguo Testamento, sea de Jesús o de María, o de algunos apóstoles. He visto también los de Santa Catalina de Alejandría sobre el monte Sinaí; no eran muy profundos; se parecían a los que quedan la mano sobre una pasta espesa.

Judas y su pandilla. El madero de la cruz

No creía Judas que su traición tuviese el resultado que tuvo. Quería obtener la recompensa ofrecida, y agradar a los fariseos entregando a Jesús. No pensaba en el juicio ni en la crucifixión del Maestro; sus miras no iban tan allá: el dinero sólo preocupaba su espíritu, y desde mucho tiempo antes se había puesto en relación con varios fariseos y algunos saduceos astutos, que lo incitaban a la traición halagándolo. Estaba cansado de la vida errante y penosa de los apóstoles. En los últimos meses no había cesado de robar las limosnas de que era depositario, y su avaricia, excitada por la liberalidad de Magdalena cuando derramó los perfumes sobre Jesús, lo llevo al último de los crímenes. Había esperado siempre en un reino temporal de Jesús, que le proporcionase un empleo brillante y lucrativo. Como esto no se realizara, se ocupaba en atesorar dinero. Veía que las penas y las persecuciones arreciaban, y quería ponerse bien con los poderosos enemigos del Señor al acercarse el peligro. Veía que Jesús no se hacia rey, mientras que la dignidad del Sumo Sacerdote ejercía grande impresión en su ánimo. Intimaba más y más cada día con sus agentes, que le halagaban y le decían de un modo positivo que en todo caso pronto acabarían con Jesús. Se cebó cada vez más en estos pensamientos criminales, y, a lo último, multiplicó sus entrevistas para decidir a los príncipes de los sacerdotes a obrar. Estos iban en el asunto no tan aprisa, y lo trataron con desprecio. Decían que faltaba poco, antes de la Pascua, y que esto causaría desorden y tumulto. El sanedrín soló prestó alguna atención a las proposiciones de Judas. Después de la recepción sacrílega del Sacramento, Satanás se apodero de él, y salió a concluir su crimen. Buscó primero a los negociadores que lo habían lisonjeado hasta entonces, y que lo acogieron con fingida amistad. Vinieron después otros, entre los cuales estaban Caifás y Anás; este último le habló en tono altanero y burlesco. Andaban irresolutos, y no estaban seguros del éxito, porque no se fiaban de Judas.
Vi el imperio infernal dividido: Satanás quería el crimen de los judíos, y deseaba la muerte de Jesús, el que a tantos convertía, el Santo Doctor, el Justo que él detestaba; pero sentía también cierto temor interior de la muerte de esta inocente víctima que no quería huir de sus perseguidores. Le vi por un lado excitando el odio y el furor de los enemigos de Jesucristo, y por otro insinuar a alguno de entre ellos que Judas era un malvado, un miserable; que no se podía celebrar el juicio antes de la Pascua, ni reunir testigos contra Jesús
Cada uno expresaba una opinión diferente, y antes de todo preguntaron a Judas; "¿Podremos prenderlo? ¿No tiene hombres armados con El?" Y el traidor respondió: "No; está solo con sus once discípulos: está abatido, y los once son hombres cobardes". Les dijo que era menester tomar a Jesús ahora o nunca; que otra vez no podría entregarlo; que no volvería más a su lado; que hacía algunos días que los otros discípulos de Jesús comenzaban a sospechar de él. Les dijo también que si ahora no prendían a Jesús, se escaparía y volvería con un ejército de sus partidarios para ser proclamado rey. Estas amenazas de Judas produjeron su efecto. Participaron de su modo de pensar, y recibió el precio de su traición: las treinta monedas. Estas monedas eran oblongas, agujereadas por un lado, y enhebradas formando cadena; tenían también cierta efigie.
Judas, resentido del desprecio que le mostraban, se dejó llevar por su orgullo hasta devolverles su dinero para que lo ofrecieran en el templo, a fin de parecer a sus ojos como un hombre justo y desinteresado; pero ellos no quisieron, porque era el precio de la sangre, que no podía ofrecerse en el templo. Judas vio cuánto le despreciaban, y concibió un profundo resentimiento. No esperaba recoger los frutos amargos de su traición antes de consumarla; pero se había entrometido tanto con esos hombres, que estaba entregado en sus manos, y no podía librarse de ellos. Observábanle de cerca, y no le dejaron salir hasta que explicó la traza que habían de seguir para prender a Jesús. Tres fariseos lo acompañaron cuando bajó a una sala donde estaban los soldados del templo, que no eran sólo judíos, sino de varias naciones. Cuando todo estuvo preparado, y reunido el suficiente número de soldados, Judas corrió al Cenáculo, acompañado de un servidor de los fariseos para avisarles si Jesús estaba allí todavía; y si era fácil prenderlo tomando las puertas, debía mandárselo a decir por el mismo mensajero.
Poco antes que Judas recibiese el precio de su traición, un fariseo había salido y mandado siete esclavos a buscar madera para preparar la cruz de Jesús, en caso de que fuera juzgado, porque al día siguiente no habría bastante tiempo, a causa del principio de la Pascua. Tomaron la madera a un cuarto de legua de allí, cerca de un gran muro donde había mucha perteneciente al servicio del templo, y la llevaron a una plaza detrás del tribunal de Caifás. La pieza principal de la cruz había sido un árbol del valle de Josafat, plantado cerca del torrente de Cedrón: habiendo caído atravesado, habían hecho de él una especie de puente. Cuando Nehemías escondió el fuego y los vasos sagrados en el estanque de Betesda, lo echaron por encima con otros maderos; después lo habían sacado y puesto a un lado. La cruz fue preparada de un modo particular, bien sea porque querían burlarse de su dignidad de rey, bien sea por una casualidad aparente. Se componía de cinco piezas, sin contar la inscripción. He visto otras muchas cosas relativas a la cruz, y he sabido la significación de las diversas circunstancias; pero todo se me ha olvidado.
Judas volvió diciendo que Jesús no estaba en el Cenáculo, pero que debía estar ciertamente en el monte de los Olivos, en el sitio donde tenia costumbre de orar. Pidió que enviaran con él una pequeña partida de soldados, por miedo de que los discípulos, que estaban alertas, no se alarmasen y excitaran una sedición Trescientos hombres debían ocupar las puertas y las calles de Ofel, parte de la ciudad situada al Sur del templo, y el valle del Millo, hasta la casa de Anás, en lo alto de Sión, a fin de enviar refuerzo si era necesario; pues él decía que todo el pueblo de Ofel era partidario de Jesús. El traidor les dijo también que tuviesen cuidado de no dejarlo escapar, porque con medios misteriosos había desaparecido muchas veces en el monte, volviéndose invisible a los que lo acompañaban Les aconsejó que lo atasen con una cadena, y que usaran ciertos medios mágicos para impedir que la rompiera.
Los judíos recibieron estos avisos con desprecio, y le dijeron: "Si lo llegamos a prender, no se escapará".
Judas tomó sus medidas con los que le debían acompañar; quería entrar en el huerto delante de ellos, y besar y saludar a Jesús como amigo y discípulo; entonces los soldados se presentarían y prenderían a Jesús. Deseaba que creyeran que se hallaba allí por casualidad; y cuando ellos se presentaran, él huiría como los otros discípulos, y no volverían a oír hablar de él. Pensaba también que habría algún tumulto; que los apóstoles se defenderían, y que Jesús desaparecería como hiciera otras veces. Este pensamiento le asaltaba cuando se sentía mortificado por el desprecio de los enemigos de Jesús; pero sin arrepentirse, porque se había entregado enteramente a Satanás.
No quería tampoco que los que vinieran detrás de él trajesen cadenas y cordeles; le concedieron en apariencia lo que deseaba, pero le trataron como un traidor, del cual nadie se fía, y que se rechaza cuando se han servido de él. Los soldados tenían orden de vigilar a Judas y de no dejarlo hasta que apresaran a Jesús, porque había recibido su recompensa, y temían que escapase con el dinero, y que no le prendieran, o que apresaran a otro en su lugar. La tropa escogida para acompañara a Judas se componía de veinte soldados de la guardia del templo y de los que estaban a las ordenes de Anás y de Caifás. Estaban vestidos, poco mas o menos, como los soldados romanos; llevaban morriones, y tenían correas pendientes en derredor de las piernas. Se distinguían especialmente por la barba, pues los romanos en Jerusalén no la llevaban más que sobre los carrillos, y tenían la barba y los labios afeitados. Todos los veinte tenían espadas; ademas, algunos tenían picas, y llevaban palos con faroles y hachas de viento; pero cuando emprendieron la marcha, no encendieron más que una sola. Primero querían haber dado a Judas una escolta más numerosa, pero él dijo que se descubriría fácilmente, porque desde el monte de los Olivos se dominaba todo el valle. La mayor parte se quedo en Ofel, y pusieron centinelas por todas partes para reprimir toda tentativa en favor de Jesús.
Judas fue con los veinte soldados; pero seguido a cierta distancia de cuatro alguaciles de la ínfima clase, que llevaban cordeles y cadenas; detrás de éstos venían los seis agentes con los cuales había tratado Judas desde el principio.
Eran un sacerdote, confidente de Anás, un afiliado de Caifás, dos fariseos y dos saduceos, que eran también herodianos. Estos hombres, aduladores de Anás y de Caifás, les servían de espías, y Jesús no tenia mayores enemigos.
Los soldados estuvieron acordes con Judas hasta llegar al sitio donde el camino separa el Huerto de los Olivos del de Getsemaní; al llegar allí, no quisieron dejarlo ir solo delante, y lo trataron dura e insolentemente.

Prisión de Jesús

Hallándose Jesús con los tres apóstoles en el camino, entre Getsemaní y el Huerto de los Olivos, Judas y su gente aparecieron a veinte pasos de allí, a la entrada del camino; hubo una disputa entre ellos, porque Judas quería que los soldados se separasen de él para acercarse a Jesús como amigo, a fin de no aparecer en inteligencia con ellos; pero éstos, parándolo, le dijeron: "No, camarada; no te escaparás hasta que tengamos al Galileo". Viendo que los ocho apóstoles corrían al ruido, llamaron a los cuatro alguaciles, que estaban a cierta distancia. Cuando Jesús y los tres apóstoles reconocieron a la luz de la antorcha esta turba de gente armada, Pedro quería rechazarlos con la fuerza, y dijo: "Señor, los ocho están cerca de aquí; ataquemos a los alguaciles". Pero Jesús le dijo que se estuviera quieto, y dio algunos pasos atrás. Cuatro discípulos habían salido del huerto de Getsemaní, y preguntaban qué sucedía.
Judas quiso entrar en conversación con ellos y contarles cualquier cosa; pero los soldados se lo impidieron. Estos cuatro discípulos eran Santiago el Menor, Felipe, Tomás y Natanael: este último era hijo del viejo Simeón, y algunos otros habían venido a Getsemaní con los ocho apóstoles, o enviados por los amigos de Jesucristo para saber noticias suyas, o excitados por la curiosidad. Los otros discípulos andaban errantes acá y allá, observando, y decididos a huir.
Jesús se acercó a la tropa, y dijo en voz alta e inteligible: "A quién buscáis?"
Los jefes de los soldados respondieron: "A Jesús Nazareno". "Yo soy", replico Jesús. Apenas había pronunciado estas palabras, cuando cayeron en el suelo, como atacados de una apoplejía. Judas, que estaba todavía al lado de ellos, se sorprendió, y queriendo acercarse a Jesús, el Señor le tendió 1a mano, y le dijo: "Amigo mío, ¿qué has venido hacer aquí?" Y Judas, balbuceando, habló de un negocio que le habían encargado. Jesús le respondió en pocas palabras, cuya sustancia es ésta: "!Más te valdría no haber nacido!" No me acuerdo bien distintamente. Mientras tanto, los soldados se levantaron y se acercaron al Señor, esperando la señal del traidor, el beso que debía dar a Jesús. Pedro y los otros discípulos rodearon a Judas, y lo llamaron ladrón y traidor. Quiso persuadirlos con mentiras, pero no pudo, porque los soldados lo defendían contra los apóstoles, y por eso mismo atestiguaban contra él.
Jesús dijo por segunda vez; ",A quién buscáis?" Ellos respondieron de nuevo: “A Jesús Nazareno”. "Yo soy, ya os lo he dicho; soy Yo a quien buscáis. Dejad a éstos". A estas palabras los soldados cayeron por segunda vez con contorsiones semejantes a las de la epilepsia, y Judas fue rodeado otra vez por los apóstoles, exasperados contra él. Jesús dijo a los soldados: "Levantaos".
Se levantaron, en efecto, llenos de terror; pero como los apóstoles estrechaban a Judas, los soldados le libraron de sus manos, y le mandaron con amenazas que les diera la señal convenida, pues tenían orden de prender a Aquél a quien besara. Entonces Judas vino a Jesús, y le dio un beso con estas palabras: "Maestro, yo te saludo". Jesús le dijo; "Judas, tu vendes al Hijo del hombre con un beso". Entonces los soldados rodearon a Jesús, y los alguaciles, que se habían acercado, le echaron mano. Judas quiso huir; pero los apóstoles lo detuvieron; y lanzándose sobre los soldados, gritaron: "Maestro, ¿desnudaremos la espada'?" Pedro, más decidido que los otros, tomó la suya, pegó a Malco, criado del Sumo Sacerdote, que quería rechazar a los apóstoles, y le hirió en la oreja; éste cayo en el suelo, y el tumulto llego entonces a su colmo.
Los alguaciles habían tomado a Jesús para atarlo: los soldados lo rodeaban un poco más de lejos, y, entre ellos, Pedro había herido a Malco. Otros soldados estaban ocupados en rechazar a los discípulos que se acercaban, o en perseguir a los que huían. Cuatro discípulos se veían a lo lejos; los soldados no se habían aun repuesto del terror de su caída, y no se atrevían a alejarse por no disminuir la tropa que rodeaba a Jesús. Judas, que había huido después de haber dado el beso traidor, fue detenido a poca distancia por algunos discípulos, que lo llenaron de insultos; pero los seis fariseos que llegaron en este momento, lo libertaron, y los cuatro alguaciles se ocuparon en atar al Señor, que tenían entre sus manos.
Tal era el estado de cosas cuando Pedro pegó a Malco, y Jesús le había dicho en seguida: "Pedro, mete tu espada en la vaina, pues el que a cuchillo mata a cuchillo muere: ¿crees tú que Yo no puedo pedir a mi Padre que me envié mas de doce legiones de ángeles? ¿No debo yo apurar el cáliz que mi Padre me ha dado a beber? ¿Cómo se cumpliría la Escritura si estas cosas no sucedieran?"
Y añadió: "Dejadme curar a este hombre". Se acercó a Malco, tomó su oreja, oró, y la curó. Los soldados estaban a su alrededor con los alguaciles y los seis fariseos; éstos le insultaban, diciendo a la turba: "Es un enviado del diablo; la oreja parecía cortada por sus hechicerías, y por sus mismos hechizos la ha curado”.
Entonces Jesús les dijo: "Habéis venido a prenderme como un asesino, con armas y palos; he enseñado todos los días en el templo, y no me habéis prendido; pero vuestra hora, la hora del poder de las tinieblas, ha llegado".
Mandaron que lo atasen, y lo insultaban diciéndole: "Tú no has podido vencernos con tus encantos". Jesús les dio una respuesta, de la que no me acuerdo bien, y los discípulos huyeron en todas direcciones. Los cuatro alguaciles y los seis fariseos no cayeron cuando los soldados, y por consecuencia no se habían levantado. Así me fue revelado, porque estaban del todo entregados a Satanás, lo mismo que Judas, que tampoco se cayó, aunque estaba al lado de los soldados. Todos los que cayeron y se levantaron se convirtieron después, y fueron cristianos. Estos soldados habían sólo rodeado a Jesús, pero no habían puesto las manos sobre El. Malco se convirtió después de su cura, y en las horas siguientes sirvió de mensajero a María y a los otros amigos del Salvador.
Los alguaciles ataron a Jesús con la brutalidad de un verdugo. Eran paganos, y de baja estofa. Tenían el cuello, los brazos y las piernas desnudos: eran pequeños, robustos y muy ágiles: el color de la cara era moreno rojizo, y parecían esclavos egipcios.
Ataron a Jesús las manos sobre el pecho con cordeles nuevos y durísimos; le ataron el puño derecho bajo del codo izquierdo, y el puño izquierdo bajo del codo derecho. Le pusieron alrededor del cuerpo una especie de cinturón lleno de puntas de hierro, al cual le ataron las manos con ramas de sauce; pusiéronle al cuello una especie de collar lleno de puntas, del cual salían dos correas que se cruzaban sobre el pecho como una estola, e iban atadas al cinturón. De éste salían cuatro cuerdas, con las cuales tiraban al Señor de un lado y de otro, según su inhumano capricho.
Se pusieron en marcha, después de haber encendido muchas hachas. Diez hombres de la guardia iban delante; después seguían los alguaciles, que tiraban de Jesús por las cuerdas; detrás los fariseos, que lo llenaban de injurias; los otros diez soldados cerraban el séquito. Los discípulos andaban errantes a cierta distancia, dando gritos y como fuera de si: Juan seguía de cerca a los soldados que estaban detrás, y los fariseos les mandaron que lo prendieran. En efecto: algunos corrieron hacia él; pero huyó, dejando entre sus manos su sudario, por el cual le habían prendido. Se había quitado su capa, y no llevaba mas que un vestido interior, corto y sin mangas, a fin de poderse escapar más fácilmente. Se había puesto alrededor del cuello, de la cabeza y de los brazos una banda larga de lienzo que los judíos llevan ordinariamente.
Los alguaciles maltrataban a Jesús de la manera más cruel, para adular bajamente a los fariseos, que estaban llenos de odio y de rabia contra el Salvador. Le llevaban por caminos ásperos, por encima de las piedras, por el lodo, y tiraban de las cuerdas con toda su fuerza. Tenían en la mano otras cuerdas con nudos, y con ellas le pegaban, como un carnicero pega a la res que lleva a sacrificar, y todas estas crueldades iban acompañadas de insultos tan soeces, que la decencia no me permite contarlos. Jesús estaba descalzo; tenía, además de su vestido ordinario, una túnica de lana sin costuras, y otro vestido por encima. Cuando prendieron al Salvador, no vi que le presentasen ninguna orden, ni ninguna escritura: lo trataron como si hubiera estado fuera de la ley.
Andaban de prisa; al dejar el camino que está entre el Huerto de los Olivos y el de Getsemaní, volvieron a la derecha, y llegaron al puente sobre el torrente de Cedrón. Jesús, al ir al Huerto de los Olivos, no pasó este puente; tomó un camino de rodeo por el valle de Josafat, que conducía a otro puente más al Sur. El que pasaba ahora era muy largo, porque se extendía mas lejos que la ensenada del torrente, a causa de la desigualdad del terreno. Antes de llegar a él vi a Jesús dos veces caer en el suelo por los violentos tirones que le daban.
Pero al llegar al medio del puente, su crueldad no tuvo límites; empujaron brutalmente a Jesús atado, y lo echaron desde su altura en el torrente, diciéndole que saciara su sed. Sin la asistencia divina, esto sólo hubiera bastado para matarlo. Cayó sobre las rodillas y sobre la cara, que se la hubiera despedazado contra los cantos, que estaban apenas cubiertos con un poco de agua, si no la hubiera protegido con los brazos juntos atados, pues se habían soltado de la cintura, sea por auxilio divino, o porque los alguaciles los desataran. Las rodillas, los pies, los codos y dedos se imprimieron milagrosamente en la piedra adonde cayó, y esta marca fue después objeto de veneración. Las piedras eran más blandas y más creyentes que el corazón de los hombres, y daban testimonio, en aquellos terribles momentos, de la impresión que la verdad suprema hacía sobre ellas.
Yo no he visto a Jesús beber, a pesar de la sed ardiente que siguió a su agonía en el Huerto de los Olivos; le vi beber agua del Cedrón cuando le echaron en él, y supe que se cumplió un pasaje profético de los Salmos, que dice que beberá en el camino del agua del torrente (Salmo CIX). Los alguaciles tenían siempre a Jesús atado con las cuerdas. Pero no pudiéndole hacer atravesar el torrente, a causa de una obra de albañilería que había al lado opuesto, volvieron atrás, y lo arrastraron con las cuerdas hasta el borde. Entonces aquellos miserables lo empujaron sobre el puente, llenándole de injurias, de maldiciones y de golpes. Su larga túnica de lana, toda empapada en agua, se pegaba a sus miembros; apenas podía andar, y al otro lado del puente cayó otra vez en tierra. Lo levantaron con violencia, sacudíanle con las cuerdas, y ataron a su cintura los bordes de su vestido húmedo, en medio de los insultos más infames. No era aun media noche cuando vi a Jesús al otro lado del Cedrón, arrastrado inhumanamente por los cuatro alguaciles sobre un sendero estrecho, entre las piedras, los cardos y las espinas. Los seis perversos fariseos iban tan próximos a El cuanto el camino se lo permitía, y con palos de diversas formas, a empujones, le punzaban, lloviendo sobre El los golpes.
Cuando los pies desnudos y ensangrentados de Jesús rasgábanse con las piedras o los abrojos, dirigíanle insultos llenos de cruel ironía, diciendo: "Su precursor Juan Bautista no le ha preparado mal camino"; o bien: "Las palabras de Malaquías: Envió delante de Ti mi ángel para prepararte el camino, no tienen aplicación aquí", etc. Y cada burla de estos hombres era como una espuela para los alguaciles, que redoblaban los malos tratamientos con Jesús.
Sin embargo, advirtieron que algunas personas se aparecían acá y allá a lo lejos; pues muchos discípulos se habían juntado al oír la prisión del Señor, y querían saber qué sería del Maestro. Los enemigos de Jesús, temiendo alguna agresión, dieron con sus gritos señal para que les enviasen refuerzo. Distaban todavía algunos pasos de una puerta situada al Mediodía del templo, y que conduce, por un arrabal, llamado Ofel, a la montana de Sión, adonde vivían Anás y Caifás. Vi salir de esta puerta unos cincuenta soldados. llevaban muchas hachas; eran insolentes, alborotadores, y a grandes voces anunciaban su llegada felicitando a los que venían gozosos con su triunfo. Unidos ya a la escolta de Jesús, vi a Malco y algunos otros aprovecharse del desorden ocasionado por el tropel para huir al monte de los Olivos.
Cuando esta nueva tropa salió de Ofel, vi a los discípulos, que se habían presentado a cierta distancia, dispersarse. La Virgen Santísima y nueve de las santas mujeres, llevadas por su inquietud, fueron al valle de Josafat. Lázaro, Juan, Marcos, el hijo de la Verónica y el de Simeón, estaban con ellas. Este último se hallaba en Getsemaní con Natanael y los ocho apóstoles, y había huido delante de los soldados. Oíanse los gritos, y se veían las luces de ambas tropas que se juntaban. La Virgen perdió el sentido. Sus amigas se retiraron con Ella para llevarla a casa de María, madre de Marcos.
Los cincuenta soldados eran un destacamento de una fuerza de trescientos hombres que ocupaba las puertas y las callas de Ofel, pues el pérfido Judas había dicho a los príncipes de los sacerdotes que los habitantes de Ofel, pobres obreros la mayor parte, eran partidarios de Jesús, y que se podía temer que intentaran liberarlo. El traidor sabía que Jesús había consolado, enseñado, socorrido y curado a gran número de aquellos pobres obreros. En Ofel se había detenido el Señor en su viaje de Betania a Hebrón, después de la degollación de Juan Bautista, sanando a muchos albañiles heridos en la caída de la torre de Siloé. La mayor parte de aquella pobre gente, después de Pentecostés, adhirióse a la primera comunidad cristiana. Cuando los cristianos se separaron de los judíos y establecieron casas para la comunidad, alzáronse chozas y tiendas desde allí hasta el monte de los Olivos, en medio del valle. También vivía allí San Esteban. Ofel cubre una altura rodeada de muros, situada al Mediodía del templo. Este arrabal no me parece más grande que Dulmen.
Los buenos habitantes de Ofel despertaron a los gritos de los soldados, y saliendo de sus casas, corrieron a las calles y a las puertas para saber lo que sucedía. Mas los soldados los empujaban brutalmente hacia sus viviendas, diciéndoles: “Jesús, el malhechor, vuestro falso profeta, va conducido preso. El sumo sacerdote no quiere dejarle continuar el oficio que tiene: será crucificado”. A esta noticia, no se oían más que gemidos y llantos. Aquellas pobres gentes, hombres y mujeres, corrían acá y allá vertiendo lagrimas, o se ponían de rodillas con los brazos extendidos, y clamaban al cielo recordando los beneficios de Jesús. Pero los soldados los empujaban, maltratándolos, los hacían entrar por fuerza en sus casas, y no se hartaban de injuriar a Jesús, diciendo: "Ved aquí la prueba de que es un agitador del pueblo". Sin embargo, no querían ejercer grandes violencias contra los habitantes de Ofel, por miedo de que opusieran abierta resistencia, y se contentaban con alejarlos del camino que debía seguir Jesús.
Mientras tanto, la turba inhumana que conducía al Salvador se acercaba a la puerta de Ofel, Jesús se cayó de nuevo, y parecía no poder andar. Entonces un soldado, compadecido, dijo a los demás: "Ya veis que este infeliz casi sucumbe Si hemos de conducirle vivo a los príncipes de los sacerdotes, aflojadle las manos para que pueda apoyarse cuando se caiga". La tropa se paró, y los alguaciles desataron los cordeles: mientras tanto, otro soldado compasivo le trajo un poco de agua de una fuente que estaba cerca. Jesús le dio las gracias, y citó con este motivo un pasaje de los Profetas, que habla de fuentes de agua viva, y esto le valió mil injurias y mil burlas de parte de los fariseos. Vi a esos dos hombres, el que le hizo desatar las manos y el que le dio de beber, favorecidos de una luz interior de la gracia. Se convirtieron antes de la muerte de Jesús, y se agregaron a sus discípulos.
Vueltos a ponerse en marcha, llegaron a la puerta de Ofel, donde fueron recibidos por los lamentos de los habitantes, harto obligados por gratitud a Jesús. Los soldados apenas podían contener a aquella multitud que se precipitaba por todas partes. Juntaban las manos, y, arrodillándose, exclamaban: "lSoltad a ese Hombre! ¡Soltad a ese Hombre! ¿Quién nos ayudará? ¿Quién nos consolará y nos curará? ¡Dadnos a ese Hombre!" Era un espectáculo doloroso ver a Jesús pálido, desfigurado, cubierto de heridas, el pelo en desorden, su vestido húmedo y manchado, arrastrado con cuerdas, empujado a palos y golpes, como pobre animal que conducen al sacrificio, preso entre alguaciles innobles y medio desnudos, y por soldadesca grosera y soez, en medio de la multitud afligida de los habitantes de Ofel, que tendían hacia El las manos que curara de la parálisis, suplicando a los verdugos con la voz que El les diera, siguiendo con los ojos llenos de lagrimas a Aquél a quien debían la misma luz. Cuando llegaron al valle, mucha gente de la ínfima clase del pueblo, excitada por los soldados y por los enemigos del Señor, se había unido a la escolta, maldiciendo e injuriando a Jesús; y ayudábanles a repeler y a insultar a los buenos habitantes de Ofel. Ofel está situado sobre una altura; en el sitio más elevado hay una plaza, adonde vi mucha madera. La escolta fue bajando después, y paso por una puerta que se abría en la muralla. Dejaron a la derecha un gran edificio, resto de las obras de Salomón, y a la izquierda, si no me equivoco, el estanque de Betesda; después se dirigieron al Occidente, siguiendo una calle llamada Millo. Entonces volvieron un poco al Mediodía, subiendo hacia Sión, y llegaron a la casa de Anás. En todo el camino no cesaron de maltratar al Señor; la canalla que venía del pueblo, aumentándose sin cesar, era para los verdugos de Jesús ocasión de renovar los insultos.
Desde el monte de los Olivos hasta al casa de Anás, Jesús cayo siete veces.
Los habitantes de Ofel estaban llenos de espanto, de angustia, cuando un nuevo incidente vino a excitar su compasión. Llevada la Madre de Jesús por las mismas mujeres a la casa de María, madre de Marcos, que estaba situada al pie de la montana de Sión, por en medio de Ofel, conocida que fue, dieron nuevas muestras de dolor y de compasión, y se juntaban tan apretados alrededor de María, que casi la llevaba la multitud. María estaba muda de dolor; al llegar a casa de María, madre de Marcos, no habló hasta que vino Juan y le contó todo lo que había visto desde la salida del Cenáculo. Después condujeron a la Virgen Santísima a casa de Marta, en la parte occidental de la ciudad. Pedro y Juan, que habían seguido a Jesús de lejos, corrieron a casa de algunos servidores de los príncipes de los sacerdotes que Juan conocía, para poder entrar en las salas del tribunal adonde su Maestro fuera conducido.
Estos hombres, amigos de Juan, eran una especie de mensajeros de cancillería, que debían correr por todo el pueblo para despertar a los ancianos y a otras personas convocadas para el juicio. Deseaban hacer un servicio a los dos apóstoles; pero no tuvieron otro medio sino vestir a Pedro y a Juan con una capa igual a las suyas, y que los ayudaran a llevar las convocatorias, a fin de poder entrar en seguida con su disfraz en el tribunal de Caifás, donde estaban juntos soldados y falsos testigos, y del cual echaban a la demás gente. Los apóstoles se encargaron de avisar a Nicodemo, José de Arimatea y otras personas bien intencionadas, pues eran miembros del Consejo, y de ese modo hicieron venir a algunos amigos de su Maestro, con quienes los fariseos no hubieran contado regularmente. Mientras tanto, Judas andaba errante como un insensato, al pie de la subida donde termina Jerusalén por la parte del Mediodía, entre los escombros y las inmundicias hacinados en este sitio.

Medidas que toman los enemigos de Jesús

Anás y Caifás habían recibido inmediato aviso de la prisión de Jesús, y en su casa estaba todo en movimiento. Las salas estaban iluminadas, las avenidas tomadas, los mensajeros corrían por el pueblo para convocar a los miembros del Consejo, los escribas y todos los que debían tomar parte en el juicio.
Muchos habían permanecido en casa de Caifás para esperar el resultado. Los ancianos de las diferentes clases se juntaron también. Como los fariseos, los saduceos y los herodianos de todo el país se habían juntado en Jerusalén para la fiesta, y la tentativa contra Jesús había sido concertada de antemano entre ellos y el gran Consejo, los que tenían más odio contra el Salvador fueron convocados, con orden de juntar y de traer para el momento del juicio todas las pruebas y testimonios que pudieran contra Jesús. Todos aquellos hombres perversos y orgullosos de Cafarnaúm, de Tirza, de Nazaret, etc., a quienes Jesús había dicho muchas veces la verdad en presencia del pueblo, se hallaban juntos en Jerusalén. Estaban llenos de odio y sedientos de venganza, y cada uno buscaba entre la gente de su país, que había venido a la fiesta, a algunos que a precio de oro quisieran presentarse como acusadores de Jesús.
Pero todos, excepto algunas mentiras palpables, se concretaban a repetir las acusaciones sobre las cuales Jesús los redujo tantas veces al silencio en sus sinagogas.
Todo el enjambre de enemigos del Salvador iba al tribunal de Caifás conducido por los fariseos y los escribas de Jerusalén, a los cuales se juntaban muchos de los vendedores echados del templo por Jesús, muchos doctores soberbios a los cuales había cerrado la boca en presencia del pueblo, y algunos que no le podían perdonar el haberlos convencido de error y cubierto de confusión cuando a la edad de doce años dio su primera enseñanza en el templo. Entre estos infinitos enemigos se hallaban pecadores impenitentes que todavía El no había querido curar; pecadores que habían reincidido y estaban otra vez enfermos; jóvenes vanidosos que no había admitido por discípulos; buscadores de sucesiones, furiosos porque hizo distribuir a los pobres los bienes sobre que contaban, o porque había curado a las personas de quienes querían heredar; libertinos cuyos compañeros había convertido; adúlteros cuyos cómplices había restituido a la virtud: muchos aduladores de todos éstos, otros muchos instrumentos de Satanás llenos de rabia interior contra toda santidad, y por consecuencia contra el Santo de los santos. Esta escoria del pueblo judío fue puesta en movimiento y excitada por alguno de los principales enemigos de Jesús, y corría por todas partes al palacio de Caifás para acusar falsamente de toda suerte de crímenes al verdadero Cordero sin mancha que lleva los pecados del mundo, y para mancharlo con sus obras, que, en efecto, ha tomado sobre sí y expiado.
Mientras que esta turba impura se agitaba, mucha gente piadosa y amigos de Jesús, tristes y afligidos, pues no sabían el misterio que se iba a cumplir, andaban errantes acá y allá, y escuchaban y gemían. Si hablaban, eran rechazados; si callaban, mirábanlos de reojo. Otras personas bien intencionadas, pero débiles e indecisas, se escandalizaban, caían en tentación, y vacilaban en su convicción. El número de los que perseveraban era pequeño.
Entonces sucedía lo que hoy sucede: se quiere ser buen cristiano cuando no se disgusta a los hombres; pero hay quien se avergúenza de la cruz cuando el mundo la ve con malos ojos. Sin embargo, hubo muchos cuyo corazón fue movido por la paciencia del Salvador en medio de tantas crueldades y que se retiraron silenciosos y desmayados.

Ojeada sobre Jerusalén

La grande y populosa ciudad y las tiendas de los extranjeros que habían venido para la Pascua estaban sumergidas en el reposo y en el sueño, cuando la noticia de la prisión de Jesús despertó a todos sus enemigos y amigos, y por todos los puntos de la ciudad se vio ponerse en movimiento a las personas convocadas por los mensajeros de los príncipes de los sacerdotes. Iban a la luz de la luna o de antorchas por las calles, desiertas a aquella hora, pues la mayor parte de las casas tenían las ventanas y la puerta a un patio interior. Todos suben hacia Sión. Se oye acá y allá llamar a las puertas, para despertar a los que duermen; surgen en muchos sitios el ruido y el tumulto; abren a los que llaman, los interrogan, y se accede a la convocación. Los curiosos y los criados van a ver lo que pasa, para contarlo a los que quedan; óyese cerrar y atrancar puertas, pues algunas personas se inquietan y temen una sublevación; se improvisan mil conversaciones diversas, como éstas: “Lázaro y sus hermanas van a ver a Quién se han entregado. - Juana, mujer de Chusa, Susana y Salomé, se arrepentirán demasiado tarde de su imprudencia. - Serafia, mujer de Sirac, tendrá que humillarse delante de su marido, que tantas veces le ha reprochado su entrañable adhesión al Galileo. - Todos los partidarios de ese Agitador parecían burlarse de los que no pensaban como ellos, y ahora más de cuatro no saben dónde esconderse. - Ya no hay nadie que tienda a los pies de su caballería mantos y palmas. -Esos hipócritas, que siempre quieren ser mejores que los demás, van a recibir lo que merecen, pues están todos implicados en los negocios del Galileo. - La cosa es mayor de lo que se creía. - Yo quisiera saber cómo saldrán Nicodemo y José de Arimatea; hace mucho tiempo que se desconfía de ellos; están de acuerdo con Lázaro, pero son muy diestros: todo se va a aclarar ahora".
Así se oye hablar a algunas gentes irritadas contra algunas familias que fiaran en Jesucristo, y sobre todo contra las santas mujeres. En otras partes la noticia es recibida de un modo más conveniente; algunos se aterran, otros gimen secretamente, o buscan algún amigo cuyos sentimientos sean conformes a los suyos, para poderse desahogar con él. Pocos son los que se atreven a expresar altamente el interés que tienen por Jesucristo.
No toda la ciudad está despierta aún; sólo lo está en los sitios adonde los mensajeros llevan las convocatorias del Gran Pontífice, y adonde los fariseos van a buscar a sus testigos. Parece que se ve en diferentes puntos de Jerusalén saltar chispas de odio y de furor, que circulan por las calles, encontrándose con otras a las que se juntan, y que creciendo sin cesar, suben hasta Sión, y van a parar al tribunal de Caifás como un río de fuego. Los soldados romanos no toman ninguna parte en este suceso. Pero sus puestos están reforzados y sus cohortes están reunidas, observando con cuidado lo que pasa. Están casi siempre en observación en el tiempo de las fiestas de Pascua, a causa de la gran afluencia de extranjeros. Los judíos flanquean los
alrededores de sus cuerpos de guardia, porque los fariseos se incomodan de tener que responder al ¿quién vive? Los príncipes de los sacerdotes no se han descuidado en comunicar a Pilatos la ocupación de Ofel y de una parte de Sión Pero entre ellos hay desconfianza reciproca. Pilatos no duerme; recibe partes y da ordenes. Su mujer está acostada; su sueño es profundo, pero agitado.
Suspira y llora como si tuviera ensueños penosos.
En ningún punto de la ciudad se revela mayor compasión que en Ofel respecto a los padecimientos de Jesús, lo mismo en casa de los pobres criados del templo, que entre los pobres jornaleros que allí habitan. lHan despertado súbitamente en medio de una noche tranquila, para contemplar a su Maestro, su bienhechor, el que los ha curado y consolado, lleno de injurias y de malos tratamientos! Después vieron pasar a la dolorida Madre de Jesús, y a su vista su aflicción se redobla. Era un espectáculo que partía el corazón ver a María y sus amigas andar por las calles a aquella hora llenas de dolor y de angustias.
Tienen que esconderse al acercarse una soldadesca grosera e insolente, porque las llenan de injurias como a mujeres de mala vida; con frecuencia oyen conversaciones llenas de deleite cruel que les atormenta el corazón, y rara vez una palabra de consuelo sobre Jesús. Al fin, al llegar a su casa, caen rendidas, llorando y juntando las manos; se sostienen y se abrazan, vérselas doblegadas sobre las rodillas, cubierta la cabeza con un velo. Si llaman a la puerta, escuchan con inquietud. Llaman despacio y tímidamente, no es un enemigo el que así llama; abren temblando; es un amigo, o el criado de un amigo de su Maestro; lo rodean, acósanlo a preguntas, y sus respuestas son nuevos dolores. No pueden sosegar, salen de nuevo a la calle, y vuelven con doble tristeza.
La mayor parte de los apóstoles y de los discípulos andan asustados por los valles que rodean a Jerusalén, y se esconden en las grutas del monte de los Olivos. Tiemblan al encontrarse; se piden noticias en voz baja, y el menor ruido interrumpe sus tímidas comunicaciones. Mudan sin cesar de sitio, y se acercan a la ciudad. Muchos suben al monte de los Olivos; miran con inquietud las hachas que se ven cruzar por Sión; escuchan el ruido a lo lejos, se pierden en mil conjeturas diversas, y bajan al valle con la esperanza de saber alguna noticia positiva.
El ruido aumenta cada vez más alrededor del tribunal de Caifás. Esta parte de la ciudad está inundada de luz con las hachas y los faroles. Alrededor de Jerusalén óyese el grito discordante de los muchos animales que los extranjeros han traído para sacrificarlos. Inspiraba un sentimiento de compasión el balido de los innumerables corderos que debían ser inmolados en el templo al día siguiente. Uno solo se deja sacrificar sin siquiera abrir la boca; semejante a la oveja que llevan a la carnicería, al cordero que se calla en presencia del esquilador: éste es el Cordero de Dios, puro y sin mancha; es Jesucristo.
Sobre todas estas escenas se extiende un cielo cubierto de renales maravillosas; la luna, con aspecto amenazador, está cubierta de manchas extraías: parece que está alterada y tiembla de llegar a su plenitud, pues Jesús morirá en ese momento. Al Mediodía de la ciudad corre Judas Iscariote, agitado por su conciencia; solo, huyendo ante su sombra, impulsado por el demonio. El infierno está desatado, y excita por todas partes a los pecadores.
La rabia de Satanás se redobla para aumentar la carga del Cordero. Los ángeles están entre el dolor y la alegría: quisieran orar ante el Trono de Dios, y poder socorrer a Jesús; pero no pueden sino adorar en su admiración el milagro de la justicia y de la misericordia divinas, que estaba en el cielo desde la eternidad, y que comienza a cumplirse en el tiempo; pues los ángeles también creen en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por el Espíritu Santo, y nació de Santa María Virgen; que padecerá esta noche bajo Poncio Pilatos; que mañana será crucificado, morirá y sera sepultado; que subirá a los cielos, adonde está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso; desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos; creen también en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna.

Jesús delante de Anás

A media noche Jesús fue introducido en el palacio de Anás, y lo llevaron a una sala muy grande. Enfrente de la entrada ocupaba su silla Anás rodeado de veintiocho consejeros; el sitial elevábase del suelo algunos escalones. Jesús, a quien rodeaban aun varios de los que le prendieran, vióse empujado por los alguaciles hasta los primeros peldaños El resto de la sala estaba lleno de soldados, de populacho, de criados de Anás, de falsos testigos, que fueron después a casa de Caifás. Anás esperaba con impaciencia la llegada del Salvador. Veíase lleno de odio y de astucia, animado de una alegría cruel.
Presidía el tribunal encargarlo de vigilar la pureza de la doctrina, y de acusar delante de los príncipes de los sacerdotes a los que la infringían. Jesús estaba de pie delante de Anás, pálido, desfigurado, silencioso, con la cabeza baja. Los alguaciles tenían la punta de las cuerdas que apretaban sus manos. Anás, viejo, flaco y seco, de barba rala, lleno de insolencia y orgullo, mostrábase con sonrisa irónica, haciendo como que nada sabía y que extrañaba que Jesús fuese el preso que le habían anunciado. He aquí lo que dijo a Jesús, o a lo menos el sentido de sus palabras: "¿Cómo, Jesús de Nazaret? Pues ¿adónde están tus discípulos y tus numerosos partidarios? ¿Adónde está tu reino? Me parece que las cosas no han respondido a lo que Tú creías: se ha visto que ya bastaba de insultos a Dios y a los sacerdotes, de violaciones del sábado ¿Quiénes son tus discípulos? ¿Adónde están? ¿Callas? Habla, ahora, agitador, seductor. ¿No has comido el cordero pascual de modo inusitado, en tiempo y sitio en que no debías hacerlo? ¿Quisiste introducir una nueva ley? ¿Quién te ha dado derecho para enseñar? ¿Adónde has estudiado? Habla: ¿cuál es tu doctrina?"
Entonces Jesús levanto su cabeza fatigada, miró a Anás, y dijo: "He hablado en público, delante de todo el mundo: siempre enseñé en el templo y en las sinagogas, donde se juntan los judíos. Jamás he dicho nada en secreto. ¿Por qué me interrogas? Pregunta a los que me han oído lo que les he dicho. Mira a tu derredor; ellos saben lo que he dicho".
A estas palabras de Jesús, el rostro de Anás expresó el resentimiento y la cólera. Un infame ministro que estaba cerca de Jesús lo advirtió, y el miserable, con su mano cubierta de guante de hierro, pegó una bofetada en el rostro del Señor, diciendo: "¿Así respondes al Sumo Pontífice?" Jesús, a la violencia del golpe, cayó de lado sobre los escalones, y la sangre corrió de su cara. La sala se llenó de murmullos, de risotadas y de ultrajes. Levantaron a Jesús, maltratándolo, y el Señor dijo tranquilamente: "Si he hablado mal, dime en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?"
Exasperado Anás por la tranquilidad de Jesús, mandó a todos los que estaban presentes que dijeran lo que le habían oído decir. Entonces se levantó una explosión de clamores confusos y de groseras imprecaciones. "Ha dicho que era rey; que Dios era su padre; que los fariseos eran unos adúlteros; subleva al pueblo; cura, en nombre del diablo, el sábado; los habitantes de Ofel rodeánle y siguen fanatizados; le apellidan su Salvador y su Profeta; se deja llamar Hijo de Dios; dícese enviado suyo; no observa los ayunos; come con los impuros, los paganos, los publicanos y los pecadores; se relaciona con mujeres de mal vivir; de la puerta de Ofel dijo a un hombre que le daba de beber, que El le daría el agua de la vida eterna, después de lo cual nunca tendría sed; seduce al pueblo con palabras de doble sentido, etc., etc."
Todos estos cargos los hacían a la vez: los acusadores se los echaban en cara, mezclándolos con las más groseras injurias, y los alguaciles, maltratándole a cada paso, decíanle que respondiera. Anás y sus consejeros añadían mil burlas a estos ultrajes, repitiendo: "¡Esa es tu doctrina! ¿Qué respondes? Rey, da tus soberanas órdenes: enviado de Dios, enseña tu misión ¿Quién eres Tu? (continuó Anás con frío desdén). ¿Quién te ha enviado?
,¿Eres el hijo de un carpintero oscuro, o eres Elías, que ha sido elevado en un carro de fuego? Dicen que aun vive, y que Tú puedes, a tu voluntad, hacerte invisible. Cierto que hallaste medio de escapar algunas veces. ¿Eres acaso Malaquías, de cuyas palabras usas con frecuencia para prevalerte de ellas?
Dicen que este Profeta no tuvo padre, que había sido un ángel, y que no se ha muerto. Buena ocasión para un embustero que pretende pasar por él. ¿Qué clase de Rey eres Tú? Has dicho ser más que Salomón. Descuida: no te rehusaré el título de tu dignidad real".
Entonces Anás hizo que le trajeran una especie de cartel, de una vara de largo y tres dedos de ancho; y escribió en él varias y grandes letras, como acusación contra el Señor Después lo envolvió y lo introdujo en una calabacita vacía, que tapó con cuidado, y ató después a una caña, y presentándosela a Jesús le dijo con sarcasmo: "Este es el cetro de tu reino; ahí están tus títulos, tus dignidades y tus derechos. Llévalos al Sumo Sacerdote para que reconozca tu misión y te trate según tu dignidad. Que le aten las manos a ese Rey, y llévenlo delante del Sumo Sacerdote".
Maniataron de nuevo a Jesús; sujetáronle también a ellas el simulacro de cetro, que contenía las acusaciones de Anás, y le condujeron casa de Caifás, en medio de la risa, del escarnio, y de los malos tratamientos de la multitud.
La casa de Anás estaría a trescientos pasos de la de Caifás. El camino, que era a lo largo de paredes y de pequeños edificios dependientes del tribunal del Sumo Pontífice, estaba alumbrado con faroles y lleno de judíos, que vociferaban en gran tumulto. Los soldados apenas podían abrirse paso por medio de la multitud. Los que habían ultrajado a Jesús en casa de Anás repetían sus improperios delante del pueblo; y el Salvador fue escarnecido y maltratado todo el camino. Vi a hombres armados rechazar algunos grupos que parecían compadecer al Señor, dar dinero a los que se distinguían por su brutalidad contra Jesús, y franquearles la entrada en el patio de Caifás.

Tribunal de Caitás

Para llegar al tribunal de Caifás se atraviesa un primer patio exterior; después se entra en otro patio, que llamaremos interior, y que rodea todo el edificio. La casa tiene doble de largo que de ancho. Delante hay una especie de vestíbulo descubierto, rodeado de tres órdenes de columnas, formando galerías cubiertas. En el cuarto, detrás de columnas no muy altas, hay una sala como la mitad del vestíbulo, adonde están las sillas de los miembros del Consejo, sobre un espacio en forma de herradura, a que conducen muchos escalones. La silla del Sumo Sacerdote ocupa en el medio el lugar más eminente. El reo está en el centro del hemiciclo. De un lado y de otro, y detrás de él, se ve el sitio de los testigos y de los acusadores. Detrás de los jueces hay tres puertas que dan paso a otra sala rodeada de sillas, donde se verifican las deliberaciones secretas. Entrando en esta sala desde el tribunal, se encuentran a derecha e izquierda puertas que comunican al patio interior, que tiene la forma redonda, como el exterior del edificio. Saliendo de la sala por la puerta de la derecha, se ve en el patio, a la izquierda, la entrada de una prisión subterránea, que está debajo de esta última sala. Hay en ella muchos calabozos: Pedro y Juan pasaron una noche en uno de ellos cuando curaron al cojo del templo después de Pentecostés.
Todo el edificio y los alrededores estaban llenos de hachas y faroles, y había tanta claridad como si fuese de día. En medio del vestíbulo estaba encendida una gran lumbre en cóncavo hogar, y a los lados había dos conductores para el humo. El fuego estaba rodeado de soldados, de empleados subalternos y de testigos de la ínfima clase, todos sobornados. Entre ellos había también mujeres que daban de beber a los soldados cierto licor rojizo, y les hacían cocer panes, que se los vendían. La mayor parte de los jueces estaban ya sentados alrededor de Caifás; los otros fueron llegando sucesivamente. Los acusadores y los testigos falsos llenaban el vestíbulo. Había una inmensa multitud, que era preciso contener por la fuerza.
Un poco antes de la llegada de Jesús, Pedro y Juan, vistiendo aun el traje de mensajeros, entraron en el patio exterior. Juan, con ayuda de un empleado del tribunal que conocía, pudo penetrar hasta el segundo patio, cuya puerta cerraron detrás de él a causa de la mucha gente. Pedro, que se había rezagado un poco, encontró la puerta cerrada, y la portera no quiso abrirle. No hubiera pasado más adelante, a pesar de los esfuerzos de Juan, si Nicodemo y José de Arimatea, que llegaban en aquel instante, no le hubiesen hecho entrar con ellos. Los dos apóstoles, habiendo devuelto los vestidos que les habían prestado, confundiéronse entre la multitud que llenaba el vestíbulo, y en sitio desde donde podían ver a los jueces. Caifás estaba sentado en medio del semicírculo. A su alrededor lo estaban los setenta miembros del gran Consejo: a los lados, los funcionarios públicos, los ancianos, los escribas, y detrás de ellos falsos testigos. Desde la entrada hasta el vestíbulo por donde Jesús debía ser conducido, colocárose los soldados.
Caifás era un hombre de apariencia grave: su semblante revelaba algo de enérgico y amenazador. Tenía una capa larga, bermeja, pero de color oscuro, adornada de flores y de galones de oro, prendida sobre el pecho y los hombros y cubierta por delante de chapas de metal luciente. Su sombrero se parecía a una mitra de Obispo: a los lados tenia aberturas, por donde salían tiras de tela colgando. Caifás hallábase allí hacia algún tiempo con sus consejeros. Su impaciencia y enojo eran tales, que bajó de su sitio, corrió, vestido como estaba, al vestíbulo, y preguntó con ira cuándo llegaba Jesús. Viéndole aproximarse, se volvió a su sitio.

Jesús delante de Caifás

y de los golpes. Lo condujeron ante los jueces: al pasar cerca de Juan y de Pedro, los miró sin volver la cabeza, para no denunciarlos. Apenas estuvo en presencia del Consejo, cuando Caifás exclamó: "!Ya estás aquí, enemigo de Dios, que llenas de agitación esta santa noche!" La calabaza que contenía las acusaciones de Anás fue desatada del cetro ridículo puesto entre las manos de Jesús. Después que las leyeron, Caifás se desató en invectivas contra el Salvador. Los alguaciles le pegaron, entre empellones, con unos palos agudos, diciéndole: "Responde. Abre la boca. ¿No sabes hablar?" Caifás, con mayor ira que Anás, hizo una porción de preguntas a Jesús, que estaba tranquilo, paciente, con los ojos fijos en el suelo. Los alguaciles querían obligarle a hablar, lo empujaban, maltratábanlo, y un perverso le puso el dedo pulgar con fuerza en la boca, diciéndole que mordiera.
Presto comenzó la audiencia de los testigos. Tan pronto el populacho, excitado, daba gritos tumultuosos, como se oía hablar a los mayores enemigos de Dios entre los fariseos y los saduceos reunidos en Jerusalén de todos los puntos del país. Repetían las acusaciones, a que El había respondido mil veces: "Que curaba a los enfermos y echaba a los demonios por arte de éstos; que violaba el sábado; que sublevaba al pueblo; que llamaba a los fariseos raza de víboras y adúlteros; que había predicho la destrucción de Jerusalén; que frecuentaba su trato con publicanos y pecadores; que se hacia llamar Rey, Profeta, Hijo de Dios; que hablaba siempre de su reino; que desechaba el divorcio; que se llamaba Pan de vida, etc." Así sus palabras, sus instrucciones y sus parábolas se desfiguraban, mezclándolas con calumnias y crímenes. Pero todos se contradecían y se perdían en sus relatos. El uno decía: "Se intitula Rey”. El otro: "No; sólo se dejar dar ese nombre; y cuando han querido proclamarlo Rey, se ha escondido". Un tercero gritaba: "Dice que es Hijo de Dios". Un cuarto: "Se llama Hijo, porque cumple la voluntad del Padre". Algunos referían que los había curado, pero que habían vuelto a caer enfermos; que sus curas eran sortilegios. Había muchas acusaciones y testimonios sobre el sortilegio. Los fariseos de Séforis, con los cuales disputara una vez sobre el divorcio, lo acusaban de falsa doctrina; y un joven de Nazaret, a quien no quiso admitir por discípulo, tuvo la bajeza de atestiguar contra El.
Sin embargo, no podían establecer ninguna acusación sólida y fundada. Los testigos comparecian más bien para decirle injurias en su presencia que para citar hechos. Disputaban entre ellos, y mientras tanto Caifás y algunos miembros del Consejo no cesaban de afrentar a Jesús. "¿Qué Rey eres Tú?
Muéstranos tu poder; llama las legiones de ángeles de que has hablado en el Huerto de los Olivos. ¿Qué has hecho del dinero de las viudas y de los locos que has seducido? Responde; habla ante el juez: ¿eres mudo? ¡Más valía que te hubieras callado delante del pueblo y de la multitud de mujeres que adoctrinabas! Allí hablabas demasiado".
Todos estos discursos iban acampanados de malos tratamientos de los empleados subalternos del tribunal. Sólo por milagro pudo resistir a todo esto.
Algunos miserables decían que era hijo ilegítimo: otros, al contrario, opinaban que su madre había sido una virgen piadosa en el templo, y que la habían visto casar con un hombre temeroso de Dios. Reprocharon a Jesús y a sus discípulos el que no sacrificasen en el templo. En efecto: no he visto jamás que Jesús o los apóstoles llevaran víctimas al templo, excepto los corderos de la Pascua. Sin embargo, José y Ana, mientras vivieron, sacrificaron con frecuencia por Jesús. Esta acusación no tenía ningún valor, pues: los esenios no hacían ningún sacrificio, y no estaban por ello sujetos a ninguna pena.
Dirigíanle sin cesar la acusación de sortilegio, y Caifás aseguró muchas veces que la confusión que reinaba en las deposiciones de los testigos era efecto de sus hechizos.
Algunos dijeron que solemnizara la Pascua comiendo la víspera, en contra de la ley, y que el año anterior había hecho innovaciones en la ceremonia. Pero los testigos se contradijeron tanto, que Caifás y los suyos estaban llenos de vergúenza y de rabia al ver que no podían justificar nada que tuviera algún fundamento. Nicodemo y José de Arimatea fueron citados a explicarse sobre que había celebrado aquella fiesta en una sala perteneciente a uno de ellos, y probaron con escritos antiguos que de tiempo inmemorial los galileos tenían el permiso de comer la Pascua un día antes. Añadieron que la ceremonia había sido conforme a la ley, y que algunos empleados del templo habían concurrido.
Esto descompuso a los jueces; pero sobre todo Nicodemo irrité mucho a los enemigos de Jesús cuando hizo constar por los archivos el derecho de los galileos. Este derecho les fue concedido, entre otros motivos, porque antiguamente había tal afluencia en el templo, que no se hubiera podido acabar para el sábado si se hubiese tenido que hacer todo en el mismo día. Aunque los galileos no usaron siempre de este derecho, sin embargo, constaba perfectamente establecido en los textos que citó Nicodemo; y el furor de los fariseos contra este último se acrecentó cuando dijo que el Consejo debía estar poco satisfecho por las chocantes contradicciones de todos esos testigos en un negocio emprendido con tanta precipitación, la noche víspera de la fiesta mas solemne. Echaron a Nicodemo miradas centelleantes y continuó la prueba de los testigos con mas precipitación e impudencia. En fin, se presentaron dos diciendo: Jesús ha dicho: "Yo derribaré el templo edificado por las manos de los hombres, y en tres días reedificaré uno que no estará hecho por la mano de los hombres". No estaban tampoco éstos acordes. El uno decía que quería construir un nuevo templo, y que había comido la nueva Pascua en otro edificio, porque quería destruir el antiguo templo. Pero el otro decía que ese edificio estaba construido por mano de hombre, y que, por consiguiente, no podía haber hablado de ese.
Caifás estaba lleno de cólera, pues las crueldades ejercidas contra Jesús, las contradicciones de los testigos y la inefable paciencia del Salvador producían viva impresión en muchos de los asistentes. Algunas veces silbaban a los testigos. El silencio de Jesús inquietaba a algunas conciencias, y diez soldados se sintieron tan penetrados de lo que oían, que se retiraron bajo el pretexto de que estaban enfermos. Al pasar cerca de Pedro y de Juan, les dijeron: "Este silencio de Jesús el Galileo, en medio de tan malos tratamientos, parte el corazón Pero, decidnos, ¿adonde debemos ir?" Los dos apóstoles, desconfiando de ellos, o temiendo ser denunciados como discípulos de Jesús, o ser reconocidos por algunos de los presentes, les respondieron con mirada melancólica: "Si la verdad os llama, dejaos conducir por ella: lo demás, ello sólo se hará". Entonces aquellos hombres salieron de la ciudad; encontraron a otros que los condujeron allende el monte Sión, a las grutas del Mediodía de Jerusalén, donde hallaron muchos apóstoles escondidos, quienes tuvieron miedo de ellos, y a los cuales anunciaron lo que sucedía a Jesús.
Caifás, exasperado por los discursos contradictorios de los testigos, se levantó, bajó dos escalones, y dijo a Jesús: “¿No respondes Tú nada a ese testimonio?"
Estaba muy irritado porque Jesús no le miraba. Entonces los alguaciles, asiéndole por los cabellos, le echaron la cabeza atrás y diéremos puñadas bajo la barba; pero ni aun así hubo de levantar los ojos. Caifás elevo las manos con viveza, y dijo en tono airado: "Yo te conjuro por el Dios vivo que nos digas si eres el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios". Había un profundo silencio, y Jesús, con voz llena de majestad indecible, con la voz del Verbo Eterno, dijo: "Yo lo soy, tu lo has dicho. Y Yo os digo que veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha de la Majestad Divina, viniendo sobre las nubes del cielo". Mientras que Jesús profería estas palabras, le vi resplandeciente: el cielo estaba abierto sobre El, y en una intuición que no puedo expresar, vi a Dios Padre Todopoderoso; vi también los ángeles, y la oración de los justos que subía hasta su Trono. Debajo de Caifás vi el infierno como una esfera de fuego entre tinieblas, llena de horribles figuras. El estaba encima, y parecía separado solo por una gasa. Vi toda la rabia de los demonios concentrada en él. Todo aquel espectáculo me pareció un infierno salido de la tierra. Cuando el Señor declaró solemnemente que era el Cristo, Hijo de Dios, el infierno tembló a su voz, y después vomitó todos sus furores en aquella casa. Todo lo que veo se me representa con formas y figuras; este lenguaje es para mi más exacto, más breve y más expresivo que ningún otro, porque los hombres son formas, no puras palabras y abstracciones. Vi la angustia y el furor de los infiernos manifestarse bajo mil imágenes horribles, que parecían salir de diversos sitios.
Me acuerdo, entre otras cosas, de una multitud de pequeñas figuras negras, parecidas a perros, que corrían sobre las patas de atrás, y estaban armados de uñas largas: yo no puedo decir qué especie de mal se me mostrara bajo esta forma. Vi multitud de espectros horrendos entrar en la mayor parte de los asistentes: a veces se sentaban sobre su cabeza o sobre sus hombros. Vi en ese mismo momento fantasmas horribles salir de los sepulcros del otro lado de Sión. Yo creo que eran espíritus malignos. Vi otras muchas apariciones alrededor del templo, y entre ellas muchas figuras que parecían arrastrar cadenas como cautivos. No sé si estas últimas eran también demonios o almas que bajaban al limbo. Estas cosas no quisiera que escandalizaran a los que las ignoran; pero se sienten cuando se ven, y los cabellos se erizan sobre la cabeza. Creo que Juan vio algo de este espectáculo, pues le oí hablar de él mas tarde. Todos los que no eran enteramente réprobos, sintieron con profundo terror cuanto hubo de horrible en este instante, y los malos sintieron redoblar su odio y su furor.
Caifás, inspirado por el infierno, tomó el borde de su capa, sajólo con su cuchilla, y lo rasgó en un ímpetu de cólera diciendo en alta voz; "¡Ha blastemado! ¿Para qué necesitamos testigos? ¿Le oísteis? ¡blastemó! ¿Cuál es vuestra sentencia?" |
Entonces todos los asistentes gritaron con voz de trueno: "¡Es digno de muerte!
¡Digno es de muerte!" )
Durante esta horrenda gritería, el furor del infierno llegó a lo sumo. Los enemigos de Jesús estaban poseídos de Satanás, lo mismo que sus aduladores y sus agentes. Parecía que las tinieblas celebraban su triunfo sobre la luz. Todos los circunstantes que conservaban algo bueno, sintiéndonos penetrados de tal horror, que muchos se cubrieron la cabeza y huyeron. Los testigos mas ilustres, con la conciencia agitada, salían de la sala, donde ya no eran necesarios. Los otros se colocan en el vestíbulo, alrededor del fuego, donde les dan dinero, de comer y de beber. El Sumo Sacerdote dijo a los alguaciles: "Os entrego este Rey; rendid al blastemo los honores que merece".
En seguida se retiró con los miembros del Consejo a la sala redonda, situada detrás del tribunal, donde no podían verles desde el vestíbulo.
Juan, en medio de su profunda aflicción, se acordó de la pobre Madre de Jesús. Temió que la terrible noticia llegara a sus oídos de una manera más dolorosa por boca de algún enemigo; miro al Señor, diciéndose entre si: "Tú sabes por qué me voy"; y se fue a la Virgen, como si hubiese sido enviado por Jesús mismo. Pedro, lleno de inquietud y de dolor, y sintiendo más, vivamente el frió penetrante de la mañana, se acercó tímidamente a la lumbre, donde se calentaba la vil canalla. No sabía qué hacerse, pero no podía alejarse de su Maestro.

Nuevos ultrajes en casa de Caifás

Cuando Caifás salió de la sala del tribunal con los miembros del Consejo, una multitud de miserables se precipitó sobre Nuestro Señor, como enjambre de avispas irritadas. Mientras se hizo el interrogatorio de los testigos, los alguaciles y otros ruines habían arrancado puñados de la barba y del pelo de Jesús: toda aquella chusma le había escupido, abofeteado, dándole con palos, hasta herirle con agujas. Ahora se entregan sin freno a su rabia insana. Le ponen sobre la cabeza coronas de paja y de corteza de árbol, y se las vuelven a quitar injuriándole. Decíanle: "Ved aquí el Hijo de David con la corona de su padre. -Ved aquí al que es más que Salomón. - Es el Rey que da una comida de boda para su Hijo". Así se burlaban de las verdades eternas, que El presentaba en parábolas a los hombres que venía a salvar; y no cesaban de pegarle con los puños o con varas, y de escupirle al rostro. Le ciñen otra vez una corona de paja, y quítanle su vestidura. Le arrancan también el escapulario que le cubre el pecho, y echándole sobre las espaldas una capa vieja, hecha pedazos, que por delante deja la pierna descubierta, pónenle al cuello larga cadena de hierro, acabada en dos pesados anillos llenos de puntas, que le ensangrientan las rodillas cuando anda. Le ataron de nuevo las manos sobre el pecho, le entregan una caña, y escúpenle a la faz. Habían vertido toda especie de inmundicias sobre su cabeza, sobre su pecho y sobre la parte superior del ridículo manto. Le vendaron los ojos con asqueroso trapo, y le pegaban diciendo: "Gran Profeta, adivina quien te ha dado". Jesús no despegaba sus labios; pedía por ellos interiormente, y suspiraba. Habiéndole puesto en este estado, le arrastraron con la cadena a la sala donde se había retirado el Consejo. "Adelante el Rey de paja, gritaban pegándole con palos nudosos; debe presentarse en el Consejo con las insignias de majestad que ha recibido de nosotros”. Al entrar, redoblaron la befa y las alusiones sacrílegas a las cosas mas santas. Cuando le escupían y le echaban lodo en la cara, decíanle: "Esta es tu unción de rey, tu unción de profeta. -¿Cómo te atreves a presentarte en ese estado delante del Gran Consejo? Tú quieres siempre purificar a los otros, y Tú mismo no estás limpio: pero ya te purificaremos".
Entonces toman un vaso lleno de agua sucia e infecta, se lo vierten sobre la cara y los hombros, haciendo alusión al acto pió de Magdalena: "Esta es tu unción preciosa, exclaman, tu agua de nardo que costó treinta dineros; tu bautismo de la piscina de Betesda".
Esta última burla indicaba, sin intención, la semejanza de Jesús con el cordero pascual, pues las víctimas de hoy habían sido lavadas primero en el estanque vecino de la puerta de las Ovejas, y después las llevaron a la piscina de Betesda, donde recibieron una aspersión ceremonial antes de ser sacrificadas en el templo. Ellos hacían sólo alusión al enfermo de treinta y ocho años curado por Jesús cerca de la piscina de Betesda, pues yo vi a este hombre lavado o bautizado en este sitio; digo lavado o bautizado, porque esta circunstancia no esta bien presente en mi memoria.
Después arrastraron a Jesús alrededor de la sala, delante de los miembros del Consejo, que lo llenaban de ultrajes y de improperios. Vi que todo estaba lleno de figuras diabólicas; todo tenebroso, desordenado y horrendo. Veía con frecuencia una luz alrededor de Jesús, desde que había dicho que era Hijo de Dios. Muchos de los circunstantes parecían tener un presentimiento de ello, más o menos confuso; sentían con inquietud que todas las ignominias, todas las afrentas, no podían hacerle perder su indecible majestad. La luz que rodeaba a Jesús parecía redoblar el ciego furor de sus enemigos.

Negación de Pedro

Cuando Jesús respondió: "Yo lo soy"; cuando Caifás rasgó su capa y se oyó el grito: "Es digno de muerte", Pedro y Juan, que habían sufrido cruelmente con el triste espectáculo que habían tenido que presenciar en silencio e inacción, sin proferir una palabra, no tuvieron fuerzas para permanecer allí más tiempo. Juan fue a reunirse a la Madre de Jesús, que estaba con las santas mujeres en casa de Marta. Pedro amaba demasiado a Jesús para dejarlo. Apenas podía contenerse, y lloraba amargamente, esforzándose en ocultar sus lágrimas. No queriendo seguir en el tribunal, donde le hubieran descubierto, vino al vestíbulo, cerca de la lumbre, en torno de la cual los soldados y la gente del pueblo hacían discursos horribles sobre Jesús, contando las escenas por ellos presenciadas. Pedro estaba silencioso; pero su mismo silencio y tristeza infundían sospechas. La portera se acercó a la lumbre: oyendo hablar de Jesús y de sus discípulos, miró a Pedro con descaro, y le dijo: "Tú eres también discípulo del Galileo". Pedro, sorprendido, inquieto, temiendo ser maltratado por aquellos hombres groseros, respondió: “Mujer, no le conozco; no sé 10 que quieres decir". Entonces se levantó, y queriendo deshacerse de semejante compañía, salió del vestíbulo: era el momento en que el gallo cantaba dentro de la ciudad. No me acuerdo de haberlo oído, pero tuve un presentimiento de ello. Al salir, otra criada le miró, y dijo a los que estaban cerca: "Este estaba también con Jesús en Nazaret"; y los más próximos a él le dijeron también: "¿No eres tú uno de sus discípulos?" Pedro, asustado, hizo nuevas protestas, y dijo: "En verdad, yo no era su discípulo; no conozco a ese hombre".
Atravesó el primer patio, y vino al del exterior. Lloraba, y su ansiedad y tristeza eran grandes al acordarse de lo que acababa de decir. Había en este patio mucha gente; algunos subían a las paredes para oír algo: había también amigos y discípulos de Jesús, a quienes la zozobra y angustia hicieron salir de las cavernas de Hinnom. Se acercaron a Pedro, e hiciéronle preguntas; pero estaba tan agitado, que les aconsejo en pocas palabras que se retirasen, porque corrían peligro. En seguida se alejó de ellos, y tornaron de nuevo a su retiro. Eran diez y seis, entre los cuales se hallaban Bartolomé, Natanael, Saturnino, Judas Barsabás, Simeón, que fue obispo de Jerusalén, Zaqueo y Manahem, el ciego de nacimiento curado por Jesús.
Pedro no podía hallar reposo, y su amor a Jesús le llevo de nuevo al patio interior que rodeaba el edificio. Le dejaron entrar, porque José de Arimatea y Nicodemo le habían introducido al principio. No entró en el vestíbulo, pero volvió a la derecha y metióse en la sala redonda, situada detrás del tribunal, en donde la canalla paseaba a Jesús con grandes voces. Pedro se acercó tímidamente; y aunque vio que lo observaban como a un hombre sospechoso, su mismo desasosiego llevóle en medio de la multitud, que se agolpaba a la puerta para mirar. Llevaban a Jesús con una corona de paja sobre la cabeza; echó sobre Pedro una mirada triste y casi severa, y Pedro quedó traspasado de
dolor. Mas sin poder reprimir el miedo, y oyendo decir a algunos: “¿Quiénes hombre?", volvió al patio. Y como seguían acechándole, se acercó a la lumbre y sentóse algún tiempo. Pero algunas personas, notada su agitación, se pusieron a hablarle de Jesús en términos injuriosos. Una de ellas le dijo: "Tú eres uno de sus partidarios; tú eres galileo; tu acento te descubre". Como Pedro procuraba retirarse, un hermano de Malco, acercándose a él, le dijo: "¿No eres tú el que yo he visto con ellos en el Huerto de los Olivos, y que cortó la oreja a mi hermano?"
Pedro, en su ansiedad, perdió casi el uso de la razón; se puso a hacer juramentos execrables, y perjuraba que no conocía a aquel Hombre, y corrió fuera del vestíbulo al patio interior, Entonces el gallo cantó segunda vez, y Jesús, conducido a la prisión por medio del patio, se volvió a mirar a Pedro con dolor y compasión. Las palabras de Jesús: "Antes que el gallo cante dos veces, me has de negar tu tres", vinieron a su memoria con una fuerza terrible. Había olvidado la promesa dada a su Maestro de morir antes que negarlo, y el aviso amenazador que le había merecido; pero cuando Jesús lo miró, sintió cuán enorme era su culpa, y su corazón se partió. Había negado a su Maestro cuando le cubrían de ultrajes, entregado a jueces inicuos, paciente y silencioso en medio de los tormentos. Penetrado de arrepentimiento, volvió al patio exterior con la cabeza cubierta y llorando amargamente. Ya no temía que le preguntaran: ahora hubiera dicho a todo el mundo quién y cuán culpable era.
¿Quién se atreverá a decir que, en medio de tantos peligros, agitación y angustia, entregado a una lucha tan violenta entre el amor y el temor, oprimido de cansancio inaudito y de un dolor capaz de quitar el juicio, con la naturaleza ardiente y sencilla de Pedro, hubiera sido mas fuerte que él? El Señor lo abandonó a sus propias fuerzas y fue débil como todos los que olvidan esta frase: "Ve1ad y orad para no caer en tentación".

María en casa de Caifás

La Virgen Santísima estaba constantemente en comunicación espiritual con Jesús; María sabe todo lo que le sucede, y sufre con El. Estaba como El en oración continua por sus verdugos; pero su corazón materno gritaba también a Dios, para que no dejara consumarse este crimen, porque apartara esos dolores de su Santísimo Hijo, y tenía un deseo irresistible de acercarse a Jesús. Cuando Juan llegó a casa de Lázaro, y 1e contó el horrible espectáculo a que había asistido, le pidió, con Magdalena y algunas de las santas mujeres, que la condujera cerca del sitio adonde Jesús agonizara. Juan, que no había dejado a su divino Maestro sino para consolar a la que estaba más cerca de su corazón después de El, condujo a las santas mujeres por las calles alumbradas por la luna, encontrando gente ya de vuelta a sus hogares. Iban con la cabeza cubierta; pero sus sollozos atrajeron sobre ellas la atención de grupos, y tuvieron que oír palabras injuriosas contra el Salvador. La Madre de Jesús contemplaba interiormente el suplicio de su Hijo, y lo conservaba en su corazón como todo lo demás; sufría en silencio como El, y más de una vez cayó sin conocimiento. Una de las veces que estaba sin sentido en los brazos de las santas mujeres, debajo de un portal, algunas gentes bien intencionadas, que volvían de la casa de Caifás, la reconocieron, y parándose un instante, llenas de compasión sincera, la saludaron con estas palabras; "¡Oh desgraciada Madre, oh infeliz Madre, oh Madre rica de dolores del Santo de Israel!" María volvió en sí, y dándoles las gracias cordialmente, prosiguió después su triste camino.
Conforme se acercaban a la casa de Caifás, pasaron del lado opuesto a la entrada, y encontraron un nuevo dolor, pues tuvieron que atravesar un sitio donde estaban trabajando en la cruz de Jesús, debajo de una tienda. Los enemigos de Jesús habían mandado prepararle una cruz luego que lo prendieron, a fin de ejecutar la sentencia en cuanto fuese pronunciada por Pilatos, porque querían presentarle al Salvador muy temprano. Los romanos tenían aparejadas ya las cruces de los dos ladrones. Los obreros que labraban la de Jesús, maldecían de El, por cuanto veíanse obligados a trabajar de noche: sus palabras atravesaron el corazón de la doliente Madre, la cual pidió por aquellos ciegos, que preparaban con maldiciones el instrumento de su redención y del suplicio de su Hijo.
María, acompañada de las santas mujeres y de Juan, atravesó el patio exterior y se detuvo a la entrada del interior. María deseaba que le abrieran la puerta, porque ésta sola la separaba de su Hijo, que al segundo canto del gallo fuera conducido a un calabozo construído en el bajo de la casa. La puerta se abrió, y Pedro se precipito afuera, extendidos los brazos, la cabeza cubierta y llorando amargamente. Conoció a Juan y a la Virgen a la luz de las hachas y de la luna: fue como si su conciencia, despierta ahora al estimulo de la mirada del Hijo, se presentara a El en la persona de la Madre. María le dijo: "Simón, qué ha sido de Jesús, mi Hijo?" Y estas palabras penetraron hasta lo íntimo de su alma. No pudo resistir, y se volvió, retorciéndose las manos; pero María se fue a él, y díjole con profunda tristeza: “Simón, hijo de Juan, ¿no me respondes?"
Entonces Pedro exclamó llorando: "¡Oh Madre, no me hables! Lo han condenado a muerte, y yo lo he negado tres veces vergonzosamente". Juan se acercó para hablarle; pero Pedro, como fuera de sí, huyo del patio, y se fue a la gruta del monte de los Olivos, donde las manos de Jesús, orando, se estamparan sobre la piedra. Yo creo que en esta misma caverna lloró nuestro padre Adán al verse sobre la tierra abrumado de la maldición divina.
La Virgen Santísima tenia el corazón partido con este nuevo dolor de su Hijo, negado por el discípulo que lo había reconocido el primero como Hijo de Dios vivo; cayó cerca de la puerta sobre la piedra en que se apoyaba, y en ésta quedó impresa la señal de su mano o de su pie. Las puertas del patio se quedaron abiertas a causa de la multitud que se retiraba después de la prisión de Jesús; y cuando la Virgen volvió en sí, deseó acercarse a su Hijo. Juan la condujo delante del sitio donde el Señor yacía encerrado. María estaba en espíritu con Jesús, y Jesús estaba con María; pero esta tierna Madre quería oír los suspiros de su Hijo: María los oyó con las injurias de los que le rodeaban.
Las santas mujeres no podían estar allí mucho tiempo sin ser vistas: Magdalena, en su violenta desesperación, mostrábase sin rebozo; y aunque la Virgen, en lo mas profundo de su dolor, conservaba una dignidad y decoro extraordinarios, tuvo que oír estas crueles palabras: "¿No es la Madre del Galileo? Su Hijo será ciertamente crucificado; pero no antes de la fiesta, a no ser que sea el mayor de los criminales". Entonces se fue hasta .la lumbre que estaba en el vestíbulo, donde había aun algunos del populacho; al sitio en que Jesús había dicho que era el Hijo de Dios, y donde los hijos de Satanás habían gritado: "¡Es digno de muerte!" y allí perdió el conocimiento, y Juan y las santas mujeres se la llevaron mas muerta que viva. La gente no dijo nada, y guardó extraño silencio: parecía que un espíritu celestial había atravesado el infierno.
Volvieron a pasar por el sitio en que se preparaba la cruz. Los obreros no podían acabarla, como tampoco los jueces concordar en la sentencia. Sin cesar tenían que traer otra madera, porque tal o cual pieza era inservible o se rompía, hasta que las distintas maderas fuesen combinadas a voluntad de Dios. Vi que los ángeles los obligaban a empezar de nuevo, hasta que la Cruz fuese hecha por modo providencial; pero no recuerdo bien claro esta visión.

Jesús en la cárcel

Jesús estaba encerrado en un pequeño calabozo de bóveda, del cual se conserva todavía una parte. Dos de los cuatro alguaciles se quedaron con Él, pero pronto los relevaron otros. No le habían devuelto aun sus vestidos; sólo estaba cubierto con la capa irrisoria que le habían puesto. Habíanle atado de nuevo las manos.
Cuando el Salvador entró en la cárcel, pidió a su Padre celestial que aceptara todos los martirios que sufriera y que tenia que sufrir como sacrificio expiatorio por sus verdugos y por todos los hombres que, sufriendo iguales padecimientos, se dejaran llevar de la impaciencia y la cólera Los verdugos no le dieron un solo instante de reposo. Lo ataron en medio del calabozo a un pilar, y no le permitieron que se apoyara; de modo que apenas podía tenerse sobre sus pies cansados, heridos e hinchados. No cesaron de insultarlo y de atormentarlo, y cuando los dos de guardia estaban cansados, los relevaban otros, que inventaban nuevas crueldades.
No puedo contar lo que esos verdugos hicieron sufrir al Santo de los Santos: estoy muy mala, y estaba casi muerta a vista de tanta saña.!Ah! ¡cuán vergonzoso es para nosotros que nuestra flaqueza no pueda decir u oír sin disgusto y sin repugnancia la historia de los innumerables ultrajes que el Redentor ha padecido por nuestra salvación! Nos sentimos penetrados de un horror igual al de un asesino obligado a poner su mano sobre las heridas de su víctima. Jesús lo sufrió todo sin abrir su boca; ¡y eran los hombres, los pecadores, los que ejercían sus iras sobre su Hermano, su Redentor y su Dios!
Yo soy también una pobre pecadora, y también soy la causa de todo esto. El día del juicio, cuando todo se manifieste, veremos la parte que hemos tomado en el suplicio del Hijo de Dios por los pecados que no cesamos de cometer, y que son un consentimiento y una complicidad en los malos tratamientos que esos miserables dieron a Jesús. ¡Ah! si reflexionáramos, repetiríiamos mas seriamente estas palabras que se hallan en algunos libros de oraciones: "Señor, haz que muera antes que te ofenda con un solo pecado".
Jesús en su prisión pedía sin cesar por sus verdugos; y como al fin le dejaron un instante de reposo, lo vi apoyado sobre el pilar, y todo circundado de luz. El día comenzaba a venir, el día de su Pasión, el día de nuestra redención; y un rayo de luz caía trémulo por el respiradero del calabozo sobre nuestro Cordero pascual, cubierto de heridas. Jesús eleva sus manos atadas hacia la luz que brilla, y da gracias a su Padre en alta voz de la manera mas tierna, por el don de ese día que los Patriarcas tanto habían anhelado, por el cual Él mismo había suspirado con tanto ardor desde su llegada a la tierra, en que dijo a sus discípulos: "Debo ser bautizado con otro bautismo, y estoy en impaciencia hasta que se cumpla". He orado con Él, pero no puedo referir su oración; tal era lo abatida y lo mala que estaba. Cuando Él daba gracias por aquel terrible dolor que sufría también por mí, no podía hacer más que decir sin cesar: "¡Ah! dame, dame esos tus dolores; ellos me pertenecen: son el precio de mis pecados".
Jesús saludaba al día con una acción de gracias tan tierna, que yo estaba como abatida de amor y de compasión, y repetía cada una de sus palabras como un niño. Era un espectáculo que rompía el corazón verlo acoger así el primer rayo de luz del gran día de su sacrificio. Parecía que ese rayo llegaba hasta El como un juez que viene a visitar a un condenado en la cárcel, para reconciliarse con él antes de la ejecución. Los alguaciles, que parecían haberse dormido un instante, se despertaron, miráronle con sorpresa, mas no le interrumpieron. Estaban admirados y asustados. Jesús estuvo poco mas de una hora en esta prisión.

Judas na Sala do Julgamento

Mientras Jesús continúa en el calabozo, Judas, que anduviera errante como un desesperado en el valle de Hinnom, se acerca al tribunal de Caifás. Guarda todavía colgadas a su cintura las treinta monedas, precio de su traición. Todo yace en el mayor silencio, y pregunta a los guardias de la casa, sin darse a conocer, qué ha sido del Galileo. Ellos le dijeron: "Fue condenado a muerte, y será crucificado". Oyó a otras personas hablar entre si de las crueldades ejercidas contra Jesús, de su paciencia, del juicio solemne que debía pronunciarse al amanecer delante del gran Consejo. Mientras el recogía estas noticias, amaneció, y comenzaron a hacer diversos preparativos en el tribunal.
Judas se retiró detrás del edificio para no ser visto, pues huía de los hombres como Caín, y la desesperación entraba cada vez más en su alma. Pero el sitio adonde se había refugiado era el mismo donde labraran la cruz; las diversas piezas de que se componía estaban puestas en orden, y los obreros dormían junto a ellas. Judas se sobresaltó, y huyó: había visto el instrumento del suplicio, al cual vendiera al Señor. Fue y escondióse en los alrededores, esperando la conclusión del juicio de la mañana.

Juicio de la mañana

Al amanecer, Caifás, Anás, los ancianos y los escribas se juntaron de nuevo en la vasta sala del tribunal, para pronunciar un juicio en forma, pues no era según ley que juzgaran por la noche: podía haber sólo una instrucción preparatoria a causa de la urgencia. La mayor parte de los miembros habían pasado el resto de la noche en casa de Caifás, adonde les habían preparado camas. Muchos, como Nicodemo y José de Arimatea, vinieron al amanecer. La asamblea era numerosa, y había en todos sus movimientos mucha precipitación. Como querían condenar a Jesús a muerte, Nicodemo, José y algunos otros se opusieron a sus enemigos, pidiendo que se difiriera el juicio hasta después de la fiesta, por miedo de que sobreviniese algún tumulto con esta ocasión; añadieron que no se podía fundar un juicio sobre las acusaciones presentadas ante el tribunal, porque todos los testigos se contradecían. Los príncipes de los sacerdotes y sus adeptos se irritaron y dieron a entender claramente a sus opositores que, siendo ellos mismos sospechosos de ser favorables a las doctrinas del Galileo, les disgustaba este juicio, porque los comprendía también. Hasta quisieron excluir del Consejo a todos los que eran favorables a Jesús: estos últimos, declarando que no tomarían ninguna parte en todo lo que pudieran decidir, salieron de la sala y se retiraron al templo. Desde aquel día no volvieron a entrar en el Consejo. Caifás ordenó que trajeran a Jesús delante de los jueces, y que se preparasen a conducirlo a Pilatos inmediatamente después del juicio. Los alguaciles dirigíanse en tumulto a la cárcel, desatan las manos a Jesús, le arrancan la capa vieja con que le habían cubierto, oblíganle a ponerse su túnica, toda cubierta de las suciedades que le habían echado, cíiñenle los cordeles a la cintura y le arrastran fuera del calabozo. Todo esto se hizo precipitadamente y con feroz brutalidad. Jesús fue conducido entre soldados.
Ya juntos delante de la casa, y cuando apareció a sus ojos, semejante a una víctima que llevan al sacrificio, horriblemente desfigurado por tantos atropellos, vestido sólo con su túnica manchada, el asco les inspiró nuevas crueldades; pues no había rastro de compasión en el pecho de bronce de aquellos judíos.
Caifás, iracundo contra Jesús, que se presentaba delante de él en estado tan deplorable, le dijo: “Si Tú eres el ungido por Dios; si eres el Mesías, dínoslo".
Jesús levanto la cabeza, y dijo con santa paciencia y grave solemnidad: "Si os lo digo, no me creeréis; y si os interrogo, no me responderéis, ni me dejaréis ir libre; pero desde ahora el Hijo del hombre estará sentado a la derecha del poder de Dios". Se miraron entre ellos, y dijeron a Jesús: "¿Tú eres, pues, el Hijo de Dios?" Jesús, con la voz de la verdad eterna respondió: "Vosotros lo decís; Yo lo soy". Al oír esto, gritaron todos: "¿Para qué queremos más pruebas? Hemos oído la blasfemia de su propia boca".
Al mismo tiempo prodigaban a Jesús palabras de desprecio. "!Ese miserable, decían, ese vagabundo, ese mendigo de la ínfima plebe quiere ser su Mesías y sentarse a la derecha de Dios!" Le mandaron atar de nuevo y poner una cadena al cuello, como lo hacían con los condenados a muerte, para conducirlo a Pilatos. Habían enviado ya un mensajero a éste para avisarle que estuviera pronto a juzgar un criminal; porque urgía a causa de la fiesta. Hablaban entre sí indignados de la precisión que tenían de acudir al gobernador romano para que ratificase la condena; porque en las materias que no concernían a sus leyes religiosas y las del templo, no podían ejecutar la sentencia de muerte sin su participación. El designio era hacerlo pasar por un enemigo del Emperador, y en este concepto principalmente el fallo correspondía a la jurisdicción de Pilatos. Los soldados estaban ya formados delante de la casa; había también muchos enemigos de Jesús y mucho populacho. Los príncipes de los sacerdotes y una parte del Consejo iban delante; detrás el Salvador, rodeado de soldados; el pueblo cerraba la marcha. En este orden bajaron de Sión a la parte inferior de la ciudad, y se dirigieron al palacio de Pilatos. Una parte de los sacerdotes que habían asistido al Consejo se fueron al templo a ocuparse en las ceremonias del día.

Desesperación de Judas

Mientras conducían a Jesús a casa de Pilatos, el traidor Judas oyó lo que se decía en el pueblo, y entendió palabras semejantes a estas: "Lo conducen a Pilatos; el gran Consejo ha condenado al Galileo a muerte; debe ser crucificado; no le dejarán vivo; ya le han maltratado de un modo terrible; tiene una paciencia excesiva; no responde nada; ha dicho sólo que era el Mesías, y que estaría sentado a la derecha de Dios; por eso le crucificarán; si no hubiera dicho eso, no habrían podido condenare a muerte; el pícaro que le ha vendido era su discípulo, y poco antes había comido con El el cordero pascual; yo no quisiera haber tomado parte en esa acción; sea el Galileo lo que fuere, al menos no ha llevado a la muerte a un amigo suyo por el dinero: ¡verdaderamente ese miserable merecía ser crucificado!" Entonces la angustia, el arrepentimiento y la desesperación luchaban en el alma de Judas. Echó a huir. El peso de las treinta monedas, colgadas a su cintura, era para él como una espuela del infierno: tomó la bolsa con la mano, a fin de que no le impidiese correr. Corría con toda su fuerza; no detrás de Jesús para echarse a sus pies y pedir perdón al Redentor misericordioso; no para morir con El; no para confesar, lleno de arrepentimiento, su crimen delante de Dios, sino para expiar lejos de El, en presencia de los hombres, su crimen y el precio de su traición. Corrió como un insensato hasta el templo, donde muchos miembros del Consejo se habían reunido después del juicio de Jesús. Se miraron atónitos; y con risa de soberano desprecio lanzaron una mirada altiva sobre Judas, que, fuera de sí, arrancó de su cintura las treinta monedas, y presentándoselas con la mano derecha, dijo con voz desesperada: "Tomad vuestro dinero, por el cual me habéis hecho vender al Justo; tomad vuestro dinero, y dejad a Jesús; rompo nuestro pacto; he pecado entregando la sangre del Inocente". Los sacerdotes le desprecian, apartan sus manos del dinero que les presenta, para no mancharse las tocando la recompensa del traidor, y exclaman: "¡Qué nos importa que hayas pecado! Si crees haber vendido la sangre inocente, es negocio tuyo: nosotros sabemos lo que hemos comprado, y lo hallamos digno de muerte. Ten allá tu dinero: no queremos oír hablar de él”. Dijéronle eso en el tono de una persona que quiere librarse de un importuno, y se alejaron de él. Estas palabras pusieron en Judas el colmo a la rabia y la desesperación, y estaba como fuera de sí; los cabellos se erizaban sobre su frente; rasgo el cinturón que apresaba las monedas, tirolas en el templo y huyo fuera del pueblo.
Lo vi correr de nuevo como un insensato por el valle de Hinnom: Satanás, en forma horrible, estaba a su lado, y le decía al oído, para hundirle en la desesperación, todas las maldiciones de los Profetas sobre este valle, donde los judíos habían sacrificado sus hijos a los ídolos. Parecía que todas sus palabras lo designaban, como por ejemplo: "Saldrán y verán los cadáveres de los que han pecado contra mi, cuyos gusanos no morirán, cuyo fuego no se apagará". Después repetía a sus oídos: "Caín, ¿dónde esta tu hermano Abel?
¿qué has hecho? Su sangre me grita; eres maldito sobre la tierra; estas errante y fugitivo". Cuando llegó al torrente Cedrón, y vio el monte de los Olivos, empezó a temblar; volvió los ojos, y oyó de nuevo estas palabras: "Amigo, ¿qué vienes a hacer? ¡Judas, tu entregas al Hijo del hombre con un beso!"
Penetrado de horror hasta el fondo de su alma, su razón comenzó a perderse, y el enemigo le dijo al oído: "Por aquí paso David huyendo de Absalón: Absalón murió colgado de un árbol; David ha hablado de ti cuando ha dicho: “Me han devuelto el mal por el bien, el odio por el amor. " Que Satanás esté siempre a su derecha; cuando lo juzguen, " que sea condenado; que sus días sean abreviados, y que otro " reciba su episcopado; el Señor se acordará de la iniquidad de " sus padres, y el pecado de su madre no sera borrado; porque "ha perseguido al pobre sin misericordia, y ha entregado a la muerte al afligido.
Ha querido la maldición:ella caerá sobre él: se ha cubierto de la maldición como de un vestido: ha " penetrado como el agua en sus entrañas, como el aceite en sus " huesos: ella le rodea como un vestido o como un cinturón de que está ceñido”. Judas, entregado a esos horribles pensamientos, llegó al pie de la montaña de los Escándalos, a un lugar pantanoso, lleno de escombros y de inmundicias. El rumor de la ciudad llegaba de cuando en cuando a sus oídos con mas fuerza, y Satanás le decía: "Ahora le llevan a la muerte; tú le has vendido. ¿Sabes tú lo que dice la ley? El que vendiere un alma entre sus hermanos los hijos de Israel, y reciba el precio, debe ser castigado de muerte.
¡Acaba contigo, miserable, acaba!" Entonces Judas, desesperado, tomo su cinturón y se colgó de un árbol que crecía en un hondo y que tenía sendos nudos: cuando se hubo ahorcado, su cuerpo reventó, y sus entrañas se esparcieron por el suelo.

Jesús conducido en presencia de Pilatos

Condujeron al Salvador a Pilatos por en medio de la parte más frecuentada de la ciudad. Bajaron la montana de Sión por el lado del Norte, atravesaron una calle estrecha, situada en lo bajo, y se dirigieron por el valle de Ancra, a lo largo de la parte occidental del templo, hacia el palacio y el tribunal de Pilatos, que estaba al Nordeste del templo, enfrente de una gran plaza. Caifás, Anás y muchos miembros del soberano Consejo iban delante con sus vestidos de fiesta: le seguían numerosos escribas y judíos, entre ellos todos los falsos testigos y los perversos fariseos que habían tomado suma parte en la acusación de Jesús. A poca distancia venía el Salvador, rodeado de soldados y de los seis agentes que asistieran a su arresto, y conducido por los alguaciles.
El pueblo afluía de todas partes, y se juntaba a ellos con gritos e imprecaciones; los grupos se atropellaban en el camino.
Jesús estaba sólo cubierto con su vestido interior, todo lleno de manchas y suciedad; su larga cadena, rodeada al cuello, heríanle en las rodillas cuando andaba; atadas sus manos como la víspera, y llevándole los alguaciles con cuerdas que anudaran a la cintura. Iba desfigurado por la fatiga y ultrajes de la noche, pálido, la cara ensangrentada, y ni aún por eso tuvieron punto de tregua las ignominias y bárbaras tropelías. Habían reunido mucha gente, parodiando su entrada del Domingo de Ramos. Lo llamaban Rey, por burla; a su paso echaban piedras, palos y trapos harapientos como escarneciendo de mil maneras su entrada triunfal.
No lejos del palacio de Caifás esperaba la Madre de Jesús, arrimada al ángulo de una casa, con Juan y Magdalena. Su alma estaba siempre con Jesús; sin embargo, cuando podía acercarse a El corporalmente, el amor no la dejaba reposo, y la arrastraba tras los pasos de Jesús. Después de su visita nocturna al tribunal de Caifás, había estado algún tiempo en el Cenáculo, sumergida en silencioso dolor; después que Jesús fue sacado de su prisión para ser presentado de nuevo a los jueces, se levantó, se puso su velo y manto y saliendo la primera, dijo a Magdalena y a Juan: "Sigamos a mi Hijo a casa de Pilatos: lo quiero ver con mis propios ojos". Fuéronse a un sitio por donde debía pasar, y esperaron. La Madre de Jesús harto sabía cuanto sufriera su Hijo; pero su vista interior no alcanzaba a verle tan desfigurado y tan golpeado como lo estaba en efecto por la crueldad de los hombres, porque sus dolores aparecían dulcificados por un rayo de santidad, de paciencia y de amor; mas ¡ay! la tremenda realidad se presento a sus ojos. Primero iban los orgullosos enemigos de Jesús, los sacerdotes del verdadero Dios, revestidos de sus trajes de fiesta, con sus proyectos deicidas y su alma llena de malicia y de mentira.
¡Terrible espectáculo! Los sacerdotes de Dios habiéndose vuelto sacerdotes de Satanás. En seguida venían los testigos falsos, los acusadores sin fe, el pueblo con sus clamores y alaridos; al fin, Jesús, el Hijo del hombre, el Hijo de María, el Hijo de Dios, atado, abofeteado, empujado, herido, arrastrado, cubierto por ola inmensa, interminable, de injurias y de maldiciones. ¡Ah! si no hubiera sido el más lastimoso, el mas abandonado, el que oraba solo y amaba en esta tempestad del infierno desencadenado, su Madre no lo hubiera jamás conocido en tal estado. Cuando se acercó exclamó sollozando: "¡Ah! ¿es este mi Hijo?
¡Ah! es mi Hijo. ¡Oh Jesús, Jesús mio!" Al pasar delante de ellos, Jesús la miró con ternura, y Ella cayó anonadada; Juan y Magdalena se la llevaron. Pero apenas volvió en sí, se hizo conducir por Juan al palacio de Pilatos.
Jesús debía probar en el tránsito como los amigos nos abandonan en la desgracia; pues los habitantes de Ofel estaban juntos a la orilla del camino, y cuando le vieron en aquel estado de abatimiento, su fe decayó, no pudiendo representarse así al Rey, al Profeta, al Mesías, al Hijo de Dios. Los fariseos se burlaban de ellos a causa de su amor a Jesús, y les decían: "Ved a vuestro Rey; saludadle. ¿No le decís nada ahora que va a su coronación, antes de subir al trono? Sus milagros se han acabado; el Sumo Sacerdote ha puesto fin a sus sortilegios”; y otros discursos de este jaez. Aquellas pobres gentes, que habían recibido tantas gracias y tantos beneficios de Jesús, desmayaron ante el terrible espectáculo que les daban las personas más reverenciadas del país, los príncipes, los sacerdotes y el Sanedrín. Los mejores se retiraron dudando; los peores se juntaron al pueblo en cuanto les fue posible, pues los fariseos habían puesto guardias para mantener el orden.

Palacio de Pilatos y sus alrededores

Al pie del ángulo Noroeste de la montaña del templo se halla situado el palacio del gobernador romano Pilatos. Está bastante elevado, pues se sube a él por muchos escalones de mármol, y domina una plaza espaciosa, rodeada de galerías ocupadas por mercaderes; un cuerpo de guardia y cuatro entradas al Poniente, al Levante, al Norte y al Mediodía, interrumpen la plaza, que se llama el Forum. Esta plaza está a más altura que las calles que salen de ella; el palacio de Pilatos se ostenta separado de la misma por un patio espacioso.
Tiene este patio por puerta al Oriente un claustro que da sobre una calle que conduce a la puerta de las Ovejas y al Huerto de los Olivos; al Poniente tiene otro claustro, por donde se va a Sión por el barrio de Ancra. Desde la escalera de Pilatos se ve por encima del patio el Forum, a cuya entrada hay columnas y bancos de piedra vueltos al palacio. Los sacerdotes judíos no pasaron de estos bancos para no contaminarse entrando en el tribunal de Pilatos. Cerca de la puerta occidental del patio está construido un cuerpo de guardia, que se junta al Norte con la plaza, al Mediodía con el pretorio de Pilatos, formando una especie de vestíbulo entre la Plaza y el Pretorio. Se llamaba Pretorio la parte del palacio donde Pilatos celebraba los juicios. El cuerpo de guardia estaba rodeado de columnas; en el centro había un espacio a cielo descubierto, y debajo mazmorras donde yacían los dos célebres ladrones. Había muchos soldados romanos. No lejos de ese cuerpo de guardia, cerca de las galerías que lo rodeaban, erguíase sobre la plaza misma la columna en que Jesús fue atado; hay otras diversas en el recinto de la plaza; las que están más cerca sirven para imponer castigos corporales, y las que están más lejos, para atar a los animales sacados a la venta. Enfrente del cuerpo de guardia, sobre la plaza, vese una elevación con algunos bancos de piedra; es como un tribunal.
Desde ese sitio, llamado Gabbata, Pilatos pronuncia sus fallos solemnes. La escalera de mármol que sube al palacio conduce a una azotea descubierta, desde la cual Pilatos habla a los acusadores sentados en los bancos de piedra a la entrada de la plaza. Pueden conversar hablando alto y distintamente.
Detrás del palacio de Pilatos hay otras azoteas más altas, con jardines, y una casa de recreo. Estos jardines unen el palacio del gobernador con la habitación de su mujer, que se llama Claudia Procla. Detrás de estas habitaciones está un foso que las separa de la montana del templo. Al lado de la parte oriental del palacio de Pilatos figura el tribunal del viejo Herodes, en donde los Santos Inocentes fueron degollados en un patio interior. Ha habido algún cambio en las distribuciones; la entrada esta puesta de otro modo. Por aquél lado de la ciudad hay cuatro calles: tres conducen al palacio de Pilatos y a la plaza, y la cuarta pasa al Norte de la plaza y conduce a la puerta por la cual se va a Bethsur.
Cerca de esta puerta esta la hermosa casa que posee Lázaro en Jerusalén, adonde Marta tiene también una habitación. La calle que está más cerca del templo de esas cuatro, es la que viene de la puerta de las Ovejas, cerca de la cual se halla, entrando a la derecha, la piscina de las Ovejas. Esta piscina está apoyada en la muralla, y rodéanla algunas habitaciones. En ella se lavan primero los corderos antes de conducirlos al templo; se lavan segunda vez solemnemente en la piscina de Betesda, al Mediodía del templo. En la segunda calle está una casa que perteneció a Santa Ana, madre de María, donde habitaban ella y su familia, y preparaban las víctimas cuando venían a Jerusalén para las fiestas. En esta misma casa, si no me equivoco, se celebró el casamiento de José y de María.
La plaza, como he dicho, esta más elevada que las calles, y en éstas hay conductos de agua que van a la piscina de las Ovejas. Otra plaza igual existe sobre el monte de Sión, delante del antiguo castillo de David. El Cenáculo esta cerca al Sudoeste, y al Norte los tribunales de Anás y de Caifás. El castillo de David es una fortaleza abandonada, con patios, salas y cuadras vacías, que se alquilan a las caravanas para poder acogerse. Este edificio está desierto hace mucho tiempo; lo vi en ese estado antes del nacimiento de Jesucristo. Los tres Reyes Magos, con sus numerosas caballerías, se hospedaron en este castillo al entrar en la ciudad.
Cuando veo en tiempos antiguos palacios y templos destinados a usos tan viles, me acuerdo siempre de lo que acontece también en los nuestros, en que tantas obras magnificas de la piedad y de la fe de otra época, tantas iglesias y tantos conventos yacen destruidos y arruinados, utilizándolos para usos mundanos, si no criminales. La iglesia pequeña de mi convento, que era para mí el cielo sobre la tierra, y donde el Salvador en el Santísimo Sacramento se complacía en habitar con nosotros, míseros pecadores, está ahora sin techo y sin ventanas. Han quitado todas las urnas sepulcrales que en ella había.
Nuestro pobre claustro, en que era yo más feliz con mi silla rota en la celda que el Rey sobre su trono, pues veía la parte de la iglesia en que estaba el Santísimo, ¿adónde irá a parar dentro de algún tiempo? Pronto se desconocerá el sitio en que personas consagradas a Dios rezaron durante muchos años por el mundo entero y por las pobres almas abandonadas. Pero Dios lo sabrá, que no cabe en El olvido, por cuanto lo pasado y lo futuro están presentes a su mente; y así como en espíritu veo todo lo que antes fuera, tanto el bien en sitios hoy olvidados, como mal cometido en sitios que hoy se profanan, estarán siempre vivos en el día de la cuenta en que todo se pagará rigurosamente.
Delante de Dios no hay distinción de sitios ni de personas; cuida hasta de la viña de Nabot. He oído decir que nuestro convento se fundó por dos pobres religiosas, con un cántaro de aceite y un saco de habas. Todos los intereses, producto de ese capital, figurarán en el día del juicio. Suele decirse con frecuencia que el alma incurre en pena por dos monedas injustamente adquiridas y no restituidas: Dios conceda el reposo eterno a aquéllos que nunca usurparon los bienes de los pobres y de la Iglesia.

Jesús delante de Pilatos

Eran poco más o menos las seis de la mañana, según nuestro modo de contar, cuando la tropa que conducía a Jesús llegó delante del palacio de Pilatos.
Anás, Caifás y los miembros del Consejo se pararon en los bancos que estaban entre la plaza y la entrada del tribunal. Jesús fue arrastrado hasta la escalera de Pilatos. Hallábase éste sobre la azotea avanzada, recostado sobre una especie de canapé, y delante tenía una mesa de tres pies. Rodeábanle oficiales y soldados y cerca se ostentaban en alto las insignias del poder romano. Cuando vio llegar a Jesús en medio de un tumulto tan grande, se levantó y habló a los judíos en tono de desprecio, como pudiera hacerlo un orgulloso general a diputados de una pobre ciudad. "¿Qué venís a hacer tan temprano? ¿Tan pronto comenzáis a desollar vuestras víctimas?" Los de la turba gritaron a los verdugos: "¡Adelante, conducidlo al tribunal!" y después respondieron a Pilatos: "Escuchad nuestras acusaciones contra ese pícaro: no podemos entrar en el tribunal so pena de caer en impureza". Proferidas estas palabras en alta voz, un hombre de grande estatura y de aspecto venerable gritó en medio del pueblo que se agrupaba detrás en la plaza: "No, no debéis entrar en el tribunal, pues esta santificado con sangre inocente; El solo puede entrar; sólo El entre los judíos está puro, como los inocentes que fueron degollados allí". Y hablado que hubo así con mucha energía, se perdió entre la multitud. Llamábase Sadoc. Era hombre rico, primo de Obed y marido de Serafia, llamada después Verónica; dos hijos suyos fueron del número de los santos inocentes degollados por orden de Herodes en el patio del tribunal.
Desde aquel día había renunciado al mundo, y su mujer y el habían vivido en la continencia, según lo practicaban los esenios. Había visto y oído a Jesús una vez en casa de Lázaro. Cuando le vió arrastrar tan miserablemente al pie de la escalera de Pilatos, el vivo recuerdo de sus hijos sacrificados se despertó en su corazón, y dio ese testimonio manifiesto de la inocencia del Salvador. Pero los acusadores de Jesús tan irritados estaban de ver su entereza, y tanto les humillaba la actitud que tenían que guardar en su presencia, que apenas si se fijaron en las palabras de Sadoc.
Los alguaciles hicieron subir a Jesús los escalones de mármol, y lleváronle así detrás de la azotea desde donde Pilatos hablaba a los sacerdotes judíos, Pilatos había oído hablar mucho de Jesús. Al verle tan horriblemente desfigurado por tales tropelías, y conservando siempre en el aspecto su tan admirable expresión de dignidad, el desprecio de Pilatos hacia los príncipes de los sacerdotes subió de punto; les dio a entender que no estaba dispuesto a condenar a Jesús sin pruebas, y les dijo en tono imperioso: "¿De qué acusáis a este hombre?" Ellos le respondieron: "Si no fuera un malhechor, no te lo hubiéramos presentado". "Lleváoslo, repuso Pilatos, y juzgado según vuestra ley". Los judíos replicaron: "Bien sabes que nuestros derechos son muy limitados en materia de pena capital". Los enemigos de Jesús ardían en odio e impaciencia, y a todo trance ansiaban acabar con Jesús antes del tiempo legal de la fiesta, para poder sacrificar el cordero pascual. No advierten que el verdadero Cordero pascual era el que habían conducido al tribunal del juez idólatra donde temían contaminarse.
Cuando el gobernador romano les mandó que presentasen sus acusaciones, lo hicieron de tres principales, apoyada cada una por diez testigos, y se esforzaron, sobre todo, en hacer ver a Pilatos que Jesús había violado los derechos del Emperador. Le acusaron primero de ser un seductor del pueblo, que perturbaba la paz pública y excitaba a la sedición, y de ella exhibieron testimonios. Luego, que tenia grandes reuniones de hombres; que violaba el sábado, y que curaba en él. Aquí Pilatos los interrumpió en son de burla: "Vosotros no estáis enfermos sin duda, porque si no no estaríais tan encolerizados contra esas curas". Añadieron que seducía al pueblo con horribles doctrinas, diciéndole que debían comer su carne y beber su sangre para alcanzar la vida eterna. Pilatos miró a sus oficiales sonriéndose, y dirigió a los judíos estas palabras: "Parece que vosotros seguís también su doctrina en lo de alanzar la vida eterna, cuando queréis ahora poco menos que comer su carne y beber su sangre". ] o o
La segunda acusación era que Jesús excitaba al pueblo a no pagar tributo al Emperador. Aquí Pilatos, lleno de cólera, los interrumpió con la certeza propia de un hombre encargado especialmente de esto; y les dijo: "Es un grandísimo embuste; yo debo saber eso mejor que vosotros". Entonces los judíos pasaron a la tercera acusación. "Este hombre oscuro, de bajo origen, se ha hecho un gran partido, y ha predicho la ruina de Jerusalén; esparce por el pueblo parábolas ambiguas sobre un Rey que prepara las bodas de su hijo. Un día, la multitud, que convocó sobre una montana, quiso hacerle rey; pero pensando que era demasiado pronto, se escondió. Ahora obra más a las claras: ha hecho su entrada triunfal en Jerusalén, al grito de: "¡Hosanna al Hijo de David!
¡Bendito sea el reino de nuestro padre David que llega!" Con esto, usurpa los honores reales, pues enseña que es el Cristo, el ungido del Señor, el Mesías, el Rey prometido a los judíos, y se hace llamar así". Todo lo cual fue también apoyado por diez testigos.
Cuando dijeron que Jesús se hacia llamar el Cristo, el Rey de los judíos, Pilatos pareció pensativo. Fue desde la azotea a la sala del tribunal que estaba al lado; echó, de paso, una mirada atenta sobre Jesús, y mandó a los guardias que se lo condujeran a la sala. Era Pilatos un pagano supersticioso, de espíritu ligero, y voluble en sus ideas. Había oído hablar de los hijos de sus dioses, que habían vivido sobre la tierra: tampoco ignoraba que los profetas de los judíos les habían anunciado, ya de muy antiguo, un ungido del Señor, un Rey libertador y Redentor, y que muchos judíos lo esperaban. También sabían que del Oriente vinieron unos reyes a ver al viejo Herodes para rendir homenaje a cierto Rey recién nacido que decían serlo de los judíos, y que Herodes en esta ocasión había mandado degollar gran número de niños. Sabedor de estas tradiciones sobre un Mesías, un Rey de los judíos, no les daba, como buen pagano, crédito, sin embargo; y a haber querido formarse idea sobre ellas, se hubiera figurado un Rey victorioso y poderoso, como lo hacían los judíos instruidos de su tiempo y los herodianos. Por eso le pareció tan ridículo que acusaran a aquel hombre que se le presentaba en tal estado de abatimiento, fingiéndose aquel Mesías y soñado Rey. Pero como los enemigos de Jesús presentaran esto como una usurpación de los derechos del Emperador, mandó traer a Jesús a su presencia para interrogarle.
Miróle Pilatos con admiración, y le dijo: "¿Así que eres Tú el Rey de los judíos?"; y Jesús respondió: "¿Lo dices tú por ti mismo, o porque otros lo han dicho de Mí?" Pilatos, sentido de que Jesús pudiera creerle tan extravagante de que por sí le dirigiese pregunta tan rara, le dijo: "¿Soy yo acaso un judío que me ocupe en semejantes necedades? Tu pueblo y sus sacerdotes te traen a mis manos, porque has merecido la muerte. Dime lo que has hecho". Jesús repuso con majestad: "Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuese de este mundo, Yo tendría servidores que combatirían por Mi, para no dejarme caer en manos de los judíos; pero mi reino no es de este mundo". Pilatos se sintió perturbado con estas graves palabras, y le dijo en tono más serio: "¿Tú eres Rey?" Jesús respondió: "Como tú lo dices: Yo soy Rey. He nacido y venido a este mundo para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz”. Pilatos lo miró, y dijo, levantándose: "¡La verdad! ¿Qué es la verdad?"
Hubo otras palabras, de que no me acuerdo bien.
Pilatos volvió a la azotea: no podía comprender a Jesús, pero vio que no era un Rey que pudiera dañar al Emperador, pues no quería ningún reino de este mundo. Y al Emperador le preocupaban poco los reinos del otro mundo. Y así gritó a los príncipes de los sacerdotes desde lo alto de la azotea: "No hallo ningún crimen en este hombre". Los enemigos de Jesús se irritaron, y de todas partes salió un torrente de acusaciones contra El. Pero el Salvador estaba silencioso, y oraba por los míseros hombres: y cuando Pilatos se volvió a El, diciéndole: "¿No respondes nada a esas acusaciones?", Jesús no dijo una palabra. De modo que Pilatos, sorprendido, hubo de decirle: "Veo claro que no dicen más que mentiras contra Ti". Los acusadores continuaron vociferando miles de culpas, y dijeron: "¡Como! ¿No halláis crimen en El? ¿Acaso no lo es sublevar al al pueblo y extender su doctrina en todo el país, desde Galilea hasta aquí?"
Al oír la palabra Galilea, Pilatos reflexionó un instante, y preguntó: "¿Este Hombre es galileo y súbdito de Herodes?" “Sí, responden ellos: sus padres han vivido en Nazaret, y su residencia actual es Cafarnaúm". "Si es súbdito de Herodes, replicó Pilatos, conducirle a su presencia; ha venido aquí para la fiesta, y puede juzgarle". Entonces mandó salir a Jesús fuera del tribunal, y envió un oficial a Herodes avisándole que iban a presentarle a Jesús de Nazaret, súbdito suyo. Pilatos estaba satisfecho con rehuir así la obligación de juzgar a Jesús, pues era un negocio desagradable para él. Deseaba también fineza a Herodes, con quien estaba reñido y el cual quería ver a Jesús.
Los enemigos del Salvador, furiosos de ver que Pilatos los arrojaba de sí en presencia de todo el pueblo, extremaron su rencor contra Jesús. Atáronle de nuevo, y arrastrado y lleno de insultos y de golpes, en medio de la multitud que cubría la plaza, fue conducido hasta el palacio de Herodes, que no estaba muy distante. Algunos soldados romanos se habían agregado a la escolta.
Claudia Procla, mujer de Pilatos, le mandó a decir que deseaba muchísimo hablarle; mientras se llevaban a Jesús a casa de Herodes, subió secretamente a una galería desde donde pudo presenciar aquella tragedia con harta agitación y angustia.

Origen del Vía Crucis

A todo esto, la Madre de Jesús, Magdalena y Juan permanecieron en una esquina de la plaza, mirando y escuchando con profundo dolor. Cuando Jesús fue llevado a Herodes, Juan condujo a la Virgen y a Magdalena por todo el camino recorrido por Jesús. Así volvieron a casa de Caifás, a la de Anás, a Ofel, a Getsemaní, al Huerto de los Olivos; y en todos los sitios donde el Señor se había caído o había sufrido, separaban en silencio, lloraban y sufrían con El.
La Virgen se prosternó más de una vez, y besó la tierra en los parajes en donde Jesús se había caído. Magdalena se retorcía las manos, y Juan lloraba, las consolaba, las levantaba, y seguían andando. Este fue el principio del Vía Crucis y de los honores rendidos a la Pasión de Jesús aun antes de que se cumpliera. La meditación de la Iglesia sobre los dolores de su Redentor comenzó en la flor más santa de la humanidad, en la Madre virginal del Hijo del hombre. ¡Oh, qué compasión! ¡Con qué fuerza el filo de la espada penetró en su corazón! María, que lo había llevado en su seno, que lo había alimentado a sus pechos; esta bienaventurada criatura que había oído real y sustancialmente al Verbo de Dios, Dios mismo desde el principio, que lo había concebido, llevado y sentido vivir en Ella antes que los hombres recibieran su bendición, su doctrina y la salvación, participaba de todos los padecimientos de Jesús y de su deseo ardiente de rescatar a los hombres con sus dolores y su muerte. Así la Virgen, pura y sin mancha, consagró a la Iglesia el Vía Crucis, para recoger en todos los sitios, como piedras preciosas, los inagotables méritos de Jesucristo, para recogerlos como flores sobre el camino, y ofrecerlos a su Padre celestial por todos los que tienen fe. El dolor había puesto a Magdalena como fuera de si. Tenía un inmenso amor a Jesús; y aun cuando hubiera querido poner el alma a sus pies como el bálsamo sobre su cabeza, un abismo horrible se abría entre ella y su Amado. Su arrepentimiento y su gratitud no tenían limites, y cuando quería elevar hacia El su amor, como el humo del incienso, veía a Jesús maltratado, conducido a la muerte a causa de sus culpas, que había tomado sobre sí. Entonces sus pecados la penetraban de horror; su alma se le partía, y vacilaba entre el amor, el arrepentimiento, la gratitud y el aspecto de la ingratitud de su pueblo; y todos esos sentimientos se revelaban en su conducta, en sus palabras y en sus movimientos.
Juan amaba y sufría. Conduce por la primera vez a la Madre de Dios por el camino de la Cruz adonde la Iglesia debía seguirla, y el porvenir se abre ante sus ojos.

Pilatos y su mujer

Mientras conducían a Jesús a casa de Herodes, vi a Pilatos con su mujer Claudia Procla. Fueron juntos a una casita situada sobre un alto del jardín, detrás del palacio. Claudia estaba agitada y muy conmovida. Era una mujer alta y bella, pero pálida. Llevaba un velo echado atrás; sin embargo, se veían sus cabellos colocados en derredor de su cabeza, con algunos adornos; tenía pendientes, un collar, y sobre el pecho una especie de broche que sostenía su largo vestido. Habló mucho tiempo con Pilatos; le rogó, por todo lo que le era más sagrado, que no hiciese mal ninguno a Jesús, el Profeta, el Santo de los Santos, y le contó algo de las visiones maravillosas que había tenido acerca de Jesús la noche precedente.
Mientras hablaba, experimenté la mayor parte de esas visiones; pero no ne acuerdo bien de qué modo se sucedían. Ella vio las principales circunstancias de la vida de Jesús: la Anunciación de María, la Natividad, la Adoración de los pastores y de los Reyes, la profecía de Simeón y de Ana, la huida a Egipto, la tentación en el desierto, etc. Se le apareció siempre rodeado de luz, y vio la malicia y la crueldad de sus enemigos bajo las formas más horribles; vio sus padecimientos infinitos, su paciencia y su amor inagotables, la santidad y los dolores de su Madre. Estas visiones le causaron mucha inquietud y mucha tristeza, pues todos esos objetos eran nuevos para ella; estaba suspensa y pasmada, y veía muchas de esas cosas, como, por ejemplo, la degollación de los inocentes y la profecía de Simeón, cosas que acontecían cerca de su casa.
Yo sé bien hasta qué punto un corazón compasivo puede verse atormentado por esas visiones, pues el que ha sentido una cosa, debe comprender lo que sienten los demás.
Había sufrido toda la noche, y visto más o menos claramente muchas verdades maravillosas, cuando la despertó el ruido de la turba que conducía a Jesús. Al mirar hacia aquel lado, vio al Señor, el objeto de todos esos milagros que le habían sido revelados, desfigurado, herido, maltratado por sus enemigos. Su corazón se trastornó, y mandó en seguida llamar a Pilatos, y le contó, en medio de su agitación, lo que le acababa de suceder. Ella no comprendía lo que todo aquello significase, y no podía expresarlo bien; pero rogaba, suplicaba, instaba a su marido enternecida a lo sumo.
Pilatos estaba atónito y perturbado; unía lo que le decía su mujer con las noticias recogidas de un lado y de otro acerca de Jesús; se acordaba del furor de los judíos, del silencio de Jesús y de sus maravillosas respuestas a sus preguntas. Estaba agitado e inquieto; cedió a los ruegos de su mujer, y le dijo; "He declarado que no hallaba ningún crimen en ese hombre. No le condenaré; he reconocido toda la malicia de los judíos". Le habló también de lo que le había dicho Jesús; prometió a su mujer no condenare y le dio una prenda como garantía de su promesa. No sé si era una joya, un anillo o un sello. Así se separaron.
Pilatos era un hombre corrompido, indeciso, lleno de orgullo y al mismo tiempo de bajeza: no retrocedía ante las acciones más vergonzosas cuando encontraba en ellas su interés, y al mismo tiempo se dejaba llevar por las supersticiones mas ridículas cuando se hallaba en posición difícil. En estas circunstancias de apuro, consultaba sin cesar a sus dioses, a los cuales ofrecía incienso en lugar secreto de su casa, pidiéndoles auspicios. Una de sus practicas supersticiosas era ver comer a los pollos; pero todas estas cosas me parecían tan horribles, tan tenebrosas y tan infernales, que yo volvía la cara con horror. Sus pensamientos eran confusos, y Satanás le inspiraba tan pronto un proyecto como otro. Primero quería libertar a Jesús como inocente; después temía que sus dioses se vengaran de él: libertado por él, Jesús parecíale una especie de semidiós que podía hacerle daño. "Quizás, se decía a si mismo, es una especie de Dios de los judíos; hay muchas profecías de un Rey de los judíos, que debe reinar en todo el mundo: Ese es el Rey que los Magos de Oriente han venido a buscar aquí; podría quizás elevarse sobre mis dioses y mi Emperador, y yo tendría una gran responsabilidad si no muere. Quizás su muerte será el triunfo de mis dioses". En seguida las visiones maravillosas de su mujer le asaltaban el pensamiento, y tenían un gran peso en la balanza en favor de la libertad de Jesús. Acabo decidiéndose por esta ultima opinión.
Quería ser justo, pero no podía serlo, pues había preguntado: "¿Qué es la verdad?" y no había esperado la respuesta: "La verdad es Jesús de Nazaret, Rey de los judíos”. La mayor confusión reinaba en sus ideas, y él mismo no sabia lo que quería, pues de no ser así, no hubiera consultado a los pollos. El pueblo se aglomeraba sobre la plaza y en la calle por donde debían conducir a Jesús a casa de Herodes. Los grupos se formaban en cierto orden, según el sitio de donde cada uno había venido a la fiesta, y los fariseos, los más rencorosos de todos los lugares adonde Jesús había enseñado, estaban con sus compatriotas trabajando y excitando a los indecisos contra Jesús. Los soldados romanos eran numerosos en el cuerpo de guardia del palacio de Pilatos; todos los puestos importantes de la ciudad estaban también ocupados por ellos.

Jesús delante de Herodes

El palacio del tetrarca Herodes estaba situado al Norte de la plaza, en la parte nueva de la ciudad: no estaba lejos del de Pilatos. Una escolta de soldados romanos, la mayor parte originarios de los países situados entre Suiza e Italia, se había juntado a la de los judíos, y los enemigos de Jesús, furiosos por los paseos que les hacían dar, no cesaban de ultrajar al Salvador y de maltratarlo.
Herodes, habiendo recibido el aviso de Pilatos, estaba esperando en una sala grande, sentado sobre cojines que formaban una especie de trono. Muchos cortesanos y militares le acompañaban. Los príncipes de los sacerdotes entraron y se pusieron a los lados; Jesús se quedó en la puerta. Herodes estaba muy engreído al ver que Pilatos le reconocía, en presencia de los sacerdotes judíos, el derecho de juzgar a un galileo. También se alegraba de ver en su presencia, en tal estado de abatimiento, a Jesús, quien nunca se había dignado presentársele. Juan había hablado de él en términos tan magníficos, y tantas cosas decían las relaciones de los herodianos así como de los espías, que su curiosidad estaba muy excitada. Disponíase a hacerle sufrir un interrogatorio delante de los cortesanos y de los príncipes de los sacerdotes, para mostrar su instrucción. Pilatos le mandó decir que no había hallado ningún crimen en aquel hombre, y el hipócrita creyó que era un aviso para que tratase con desprecio a los acusadores, lo que aumentó el furor de éstos. Así que entraron, produjeron tumultuosamente las acusaciones; pero Herodes miraba a Jesús con curiosidad, y cuando le vio tan desfigurado, cubierto de golpes, con el pelo en desorden, la cara ensangrentada, su vestido manchado, aquel príncipe voluptuoso y sin energía sintió una compasión mezclada de disgusto.
Profirió el nombre de Dios, volvió la cara con repugnancia, y dijo a los sacerdotes: "Llevadlo, limpiadlo; ¿cómo traéis a mi presencia un hombre tan asqueroso y tan lleno de heridas?" Los alguaciles llevaron a Jesús al vestíbulo, trajeron agua en un baño, y lo limpiaron, sin cesar de maltratarlo.
Herodes reprendió a los sacerdotes por su crueldad; parecía que quería imitar la conducta de Pilatos, pues también les dijo: “Bien se ve que ha caído entre las manos de los carniceros; comenzáis las inmolaciones antes de tiempo". Los príncipes de los sacerdotes reproducian con empeño sus quejas y sus acusaciones. Cuando volvieron a presentar a Jesús delante de Herodes, fingiendo compadecerse mandó que le trajeran un vaso de vino para reparar sus fuerzas; pero Jesús meneó la cabeza, y no quiso beber. Herodes habló con énfasis y largamente; repitió a Jesús todo lo que sabía de El, le hizo muchas preguntas, y le pidió que hiciera un prodigio. Jesús no respondía una palabra, y estaba delante de él con los ojos bajos, lo que irritó a Herodes. Sin embargo, disimuló el enojo y continuó sus preguntas. Primero quiso halagarle: "Duéleme ver que acusaciones tan graves pesen sobre Ti; he oído hablar mucho de Ti; sabes que me has ofendido en Tirza cuando libertaste, sin mi permiso, los presos que había hecho allí; pero sin duda lo hiciste con buena intención.
Ahora que el gobernador romano te envía a mi para juzgarte, ¿qué tienes que responder a todas esas acusaciones? ¿Te callas? Me han hablado mucho de la sabiduría de tus discursos y de tus doctrinas; quisiera oírte responder a tus acusadores. " ¿Qué dices? ¿Es verdad que eres el Rey de los judíos? Eres Tú el Hijo de Dios? ¿Quién eres? Dicen que has hecho grandes milagros; haz alguno delante de mí. Está en mi mano el darte la libertad. ¿Es verdad que has dado la vista a ciegos de nacimiento, resucitado a Lázaro de entre los muertos, y dado de comer a millares de hombres con unos cuantos panes? ¿Por qué no respondes? Créeme: haz alguno de tus prodigios; eso te será de provecho".
Como Jesús continuaba callado, Herodes prosiguió con mas volubilidad: "¿Quién eres Tú? ¿Quién te ha dado ese poder? ¿Por qué no lo posees ya?
Eres Tú ese hombre cuyo nacimiento se cuenta de una manera maravillosa?
Reyes del Oriente han venido a mi padre en demanda de ver a un Rey de los judíos recién nacido: ¿es verdad, como cuentan, que ese niño eras Tú? ¿Y cómo escapaste de la muerte que fue dada a tantos niños? ¿Cómo ha sucedido eso? ¿Cómo transcurrió tanto tiempo sin hablarse de Ti? ¡Responde!
¿Qué especie de Rey eres Tu? ¡En verdad que no veo nada de regio en Til!
Dicen que hace poco fuiste conducido en triunfo hasta el templo; ¿qué significaba eso? ¡Habla, respóndeme!"
Todo ese flujo de palabras no obtuvo ninguna respuesta de parte de Jesús. Me fue explicado que Jesús no le habló porque estaba excomulgado, a causa de su casamiento adúltero con Herodías y de la muerte de Juan Bautista. Anás y Caifás se aprovecharon del disgusto que le causaba el silencio de Jesús, y comenzaron otra vez sus acusaciones: añadieron que había llamado a Herodes zorra; y también trabajado mucho tiempo en desprestigio de su familia; que había querido establecer una nueva religión, y celebrado la Pascua la víspera.
Herodes, aunque irritado contra Jesús, era siempre fiel a sus proyectos políticos. No quería condenar a Jesús, porque sentía ante El un terror secreto, y tenía con frecuencia remordimiento de la muerte de Juan Bautista; además, detestaba a los príncipes de los sacerdotes, que no habían querido excusar su adulterio, y lo habían excluido de los sacrificios a causa de ese crimen.
Y, sobre todo, no quería condenar al que Pilatos había declarado inocente, y era conveniente mostrarse obsequioso hacia el gobernador en presencia de los príncipes de los sacerdotes. Llenó a Jesús de desprecios, y dijo a sus criados y a sus guardias, cuyo número se elevaba a doscientos en su palacio: “Agarrad a ese Insensato, y rendid a ese Rey burlesco los honores que merece; es más bien un loco que un criminal".
Condujeron al Salvador a un gran patio, donde fue víctima de nuevos atropellos y objeto de escarnio. Este patio lo formaban las paredes del palacio, y Herodes veía aquel escándalo desde lo alto de una azotea. Anás y Caifás lo excitaron otra vez a condenar a Jesús; pero Herodes les dijo, de modo que lo oyesen los romanos: "Sería un crimen para mi el juzgarlo". Quería decir sin duda: "Un crimen contra el juicio de Pilatos, que ha tenido la política de mandármelo".
Los príncipes de los sacerdotes y los enemigos de Jesús, viendo que Herodes no participaba de su sentir y propósitos, enviaron algunos de los suyos al barrio de Ancra, a fin de que muchos fariseos que había en él acudiesen con sus partidarios a los alrededores del palacio de Pilatos: distribuyeron también dinero a la multitud para excitarla a pedir tumultuosamente la muerte de Jesús.
Otros se encargaron de amenazar al pueblo con la ira del cielo, si no obtenían la muerte de aquel blasfemo sacrílego. Decíanseles también que si Jesús no moría se uniría a los romanos para exterminar a los judíos, y que ese era el imperio de que había hablado siempre. Además, esparcían la voz de que Herodes le había condenado, pero que el pueblo debía expresar su voluntad; que se temía a los partidarios de Jesús; que si le ponían en libertad, la fiesta sería turbada por ellos y por los romanos, con cuya ayuda ejercerían una cruel venganza. Esparcieron también los rumores más contradictorios y propios para exacerbar los ánimos y sublevar al pueblo. Algunos de ellos, mientras tanto, daban dinero a los soldados de Herodes para que maltratasen a Jesús hasta hacerle morir, pues deseaban que perdiese la vida antes que Pilatos le diera libertad. Mientras los fariseos maquinaban así, Nuestro Señor sufría las brutalidades de una soldadesca desenfrenada y grosera, en cuyas manos Herodes lo había entregado. Empujábanlo en el patio, y uno de ellos trajo un gran saco blanco que estaba en el cuarto del portero, y que había tenido algodón. Le hicieron un agujero con una espada, y con grandes risotadas se lo echaron sobre la cabeza a Jesús. Otro soldado trajo un pedazo de tela colorada, y se la pusieron al cuello. Entonces se inclinaban delante de El, y a empellones, lo injuriaban, le escupían, dábanle en la cara, porque no había querido responder a su Rey. Le hacían mil saludos irrisorios, le arrojaban lodo, tiraban de El como zarandeándole y, habiéndolo echado al suelo, lo arrastraron hasta un arroyo que rodeaba el patio, de modo que su sagrada cabeza pegaba contra las columnas y los ángulos de las paredes. Después lo levantaron, y comenzaron otra vez los oprobios.
Había cerca de doscientos criados y soldados de Herodes, y cada cual tenia a gala inventar algún nuevo ultraje contra Jesús. En algunos era tal la inquina que iban dispuestos a pegarle palos en la cabeza. Mirábalos Jesús con sentimientos de compasión. El dolor le arrancaba suspiros y gemidos, pero les servían de motivo para burlarse, y nadie tenia piedad de El. Su cabeza estaba ensangrentada, y lo vi caer tres veces bajo los golpes; y vi también a los ángeles que lo ungían: me fue revelado que sin este socorro del cielo los golpes que le daban hubieran sido mortales. Los filisteos que atormentaron a Sansón en la cárcel de Gaza eran menos violentos y crueles que aquellos hombres.
El tiempo urgía, los príncipes de los sacerdotes tenían que ir al templo, y cuando supieron que todo estaba dispuesto según sus ordenes, pidieron otra vez a Herodes que condenara a Jesús; pero él, en sus ideas relativas a Pilatos, le mandó a Jesús cubierto con su vestido de escarnio.

Jesús conducido de Herodes a Pilatos

Los enemigos de Jesús le condujeron de Herodes a Pilatos. Estaban avergonzados de tener que volver al sitio adonde fuera ya declarado inocente.
Pero decídanse en breve, y tomando otro camino mucho mas largo preséntanle en medio de su humillación a otra parte de la ciudad, con lo que además dan tiempo a sus agentes para que agiten los grupo, según sus proyectos. Ese camino era áspero y desigual, y todo el tiempo que duró no cesaron de maltratar a Jesús. La ropa que le habían puesto le impedía andar, se cayó muchas veces en el lodo, y lo levantaron a patadas hiriéndole en la cabeza; con ultrajes infinitos, tanto de parte de los que le conducían, como del pueblo que se juntaba en el camino. Jesús pedía a Dios no morir, para que así se cumpliesen en uno su pasión y nuestra redención.
Eran las ocho y cuarto cuando llegaron al palacio de Pilatos. La multitud era muy numerosa; los fariseos corrían en medio del pueblo y lo excitaban; Pilatos, acordándose de la sedición de los celadores galileos en la última Pascua, disponía de mil hombres que ocupaban el Pretorio, el cuerpo de guardia, las entradas de la plaza y las de su palacio.
La Virgen, su hermana mayor María, hija de Helí; María, hija de Cleofás, Magdalena y otras muchas santas mujeres, hasta veinte, estaban en un sitio donde lo podían oír todo. Juan estaba también al principio. Jesús, cubierto con su hopa de irrisión, iba insultado por el pueblo; pues los fariseos habían juntado la canalla más insolente y más perversa del populacho. Un fámulo de Herodes vino a decirle a Pilatos que su amo estaba lleno de gratitud por su fineza, y que no habiendo visto en el célebre Galileo más que un loco, lo había tratado como a tal, y se lo devolvía. Pilatos quedó satisfecho al ver que Herodes obrara como él, no condenando a Jesús. Diole la enhorabuena, y reanudaron la amistad, de enemigos que eran desde que el acueducto se había hundido.
Vuelto Jesús de nuevo a la casa de Pilatos, los alguaciles le hicieron subir la escalera con la brutalidad ordinaria; pero se enredó en su vestido, y cayó sobre los escalones de mármol blanco, que se tiñeron en sangre de su cabeza sagrada. Los enemigos de Jesús habían tomado sus sitios a la entrada de la plaza; el pueblo reía de su caída, y los soldados le golpeaban para levantarlo.
Pilatos estaba apoyado sobre su silla, especie de canapé, y la mesita colocada delante de él; rodeabanle oficiales y escribientes. Se adelantó sobre la azotea, y dijo a los acusadores de Jesús: "Me habéis traído a este hombre como a un agitador del pueblo; le he interrogado delante de vosotros, y no le hallo culpable del crimen que le imputáis; Herodes tampoco le juzga criminal. Por consiguiente, voy a mandar que le azoten, y a darle suelta". Violentos murmullos se elevaron entre los fariseos, y las distribuciones de dinero en el pueblo se hicieron con mas activad. Pilatos recibió con sumo desprecio aquella demostración de protesta, y aun hubo de proferir alguna frase mordaz.
Por aquel entonces acudía el pueblo a él en solicitud de que, antes de la celebración de la Pascua, y según una antigua costumbre, diese libertad a un preso. Los fariseos, por medio de sus emisarios, imbuyeron a la multitud que en modo alguno pidiesen la libertad de Jesús, sino su suplicio. Pilatos esperaba que pedirían la libertad de Jesús, y tuvo la idea de darles a escoger entre El y un insigne criminal, llamado Barrabás, que horrorizaba a todo el pueblo. Había cometido una muerte en una sedición; yo le he visto cometer otros muchos crímenes: fue autor de sortilegios, y hasta había arrancado a algunas mujeres el fruto que llevaban en sus entrañas. Se me ha olvidado lo demás. Hubo un movimiento entre el pueblo en la plaza: un grupo se adelantó, llevando a su cabeza oradores, que gritaron a Pilatos: “Haz lo que has hecho siempre por la fiesta”. Pilatos les dijo: "Es costumbre que liberte a un criminal en la Pascua.
¿Quién queréis que sea: Barrabás, o el Rey de los judíos, Jesús, que dicen que es el ungido del Señor'?"
Pilatos, siempre indeciso, llamaba a Jesús Rey de los judíos, porque este orgulloso romano quería mostrarles su desprecio atribuyéndoles un rey tan pobre; pero dábale también ese nombre, porque abrigaba cierta persuasión de que Jesús era, en efecto, el Rey milagroso, el Mesías prometido a los judíos; después cedía a ese presentimiento que tenia de la verdad, viendo a las claras, por otra parte, que los príncipes de los sacerdotes estaban llenos de envidia contra Jesús. A la pregunta de Pilatos hubo alguna duda en la multitud, y varias voces gritaron: “¡Barrabás!" Pilatos, llamado en aquel instante por un criado de su mujer, salió de la azotea, y éste, presentándole la prenda que él antes diera, díjole: "Claudia Procla te recuerda la promesa de esta mañana”. Mientras tanto los fariseos y los príncipes de los sacerdotes bullían con grande agitación; las turbas mostrábanse sobreexcitadas, amenazadoras. María, Magdalena, Juan y las santas mujeres estaban en una esquina de la plaza, trémulas y llorando.
Aunque la Madre de Jesús sabía que su muerte era el único medio de salvación para los hombres, sentíase llena de angustia y del deseo de arrancarle al suplicio, y sufría todos los dolores que puede sentir una madre.
María oraba para que un crimen tan enorme no se consumara. Decía como Jesús en el Huerto de los Olivos: "Si es posible, que este cáliz se aleje".
Aliéntala alguna esperanza, porque en el pueblo corría la voz de que Pilatos intentaba libertar a Jesús. No lejos de Ella agitábanse grupos de gente de Cafarnaúm que Jesús había curado y enseñado; hacen como que no lo conocen, y miraban a escondidas a las infelices mujeres cubiertas con los velos. Pero María creía, y todos pensaban como Ella, que éstos a lo menos rechazarían a Barrabás para libertar a su Bienhechor y su Salvador. Mas no fue así.
Pilatos devolvió la prenda a su mujer, ratificándole el cumplimiento de su promesa. Avanzó de nuevo sobre la azotea, y sentóse al lado de la mesita. Los príncipes de los sacerdotes ocupaban sus asientos, y Pilatos volvió a gritar: "¿A cuál de los dos queréis que salve?" Entonces resonó un grito unánime en la plaza: "No queremos a ése, sino a Barrabás". Pilatos dijo: "¿Qué queréis que haga con Jesús, que se llama Cristo?" Todos gritaron tumultuosamente; "¡Crucifícalo! ;Crucifícalo!" Pilatos preguntó por tercera vez: “Pero ¿qué mal ha hecho? Yo no encuentro en Él crimen que merezca la muerte; voy a mandar azotarlo y dejarlo". Pero el grito: "¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!" se alzó por todas partes como una tempestad infernal; los príncipes de los sacerdotes y los fariseos se agitaban vociferando como frenéticos. Entonces el débil Pilatos dio libertad al malhechor Barrabás, y condenó a Jesús a la flagelación.

Flagelación de Jesús

Pilatos, juez cobarde e irresoluto, había pronunciado muchas veces estas palabras llenas de bajeza: "No hallo crimen en El: por eso voy a mandar azotarlo y a darle libertad". Los judíos gritaban cada vez más furiosos: ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!" Sin embargo, Pilatos quiso que su voluntad prevaleciera, y mandó azotar a Jesús, a la manera de los romanos. Entonces los alguaciles, pegando y empujando a Jesús con palos, le condujeron a la plaza, en medio del tumulto y de la saña popular. Al Norte del palacio de Pilatos, a poca distancia del cuerpo de guardia, había una columna destinada a que los reos sufriesen, a ella atados, la pena de azotes. Los verdugos, provistos de látigos, varas y cuerdas, los pusieron al pie de la misma. Eran seis hombres atezados, de menos estatura que Jesús; tenían un cinturón alrededor del cuerpo, y el pecho cubierto de una especie de cuero o tela burda; los brazos iban desnudos. Eran malhechores de la frontera de Egipto, condenados por sus crímenes a trabajar en los canales y en los edificios públicos, y los más perversos de entre ellos hacían el oficio de sayones en el Pretorio. Esos hombres crueles habían ya atado a la propia columna y azotado hasta la muerte a algunos pobres condenados. Parecían salvajes o demonios, y estaban medio borrachos. Dieron de puñadas al Señor, le arrastraron con las cuerdas, a pesar de que se dejaba conducir sin resistencia, y lo ataron brutalmente a la piedra. Esta columna estaba sola, y no servía de apoyo a ningún edificio. No era muy elevada, pues un hombre alto, extendiendo el brazo, hubiera podido alcanzar a la parte superior. A media altura había anillas y ganchos. No se puede expresar con qué barbarie esos tigres furiosos arrastraron a Jesús: le arrancaron el manto de irrisión de Herodes, y derribáronle casi al suelo. Jesús temblaba y se estremecía delante de la columna. Se despojó El mismo de sus vestidos con las manos hinchadas y ensangrentadas. Mientras le pegaban, oró del modo más tierno, y volvió un instante la cabeza hacia su Madre, que estaba partida de dolor en la esquina de una de las alas de la plaza, y que cayó sin conocimiento en brazos de las santas mujeres que la rodeaban. Jesús abrazó la columna; los verdugos le ataron las manos, levantadas en alto, a un anillo de hierro que estaba arriba, y estiraron tanto sus brazos, que sus pies, atados fuertemente a lo bajo de la columna, tocaban apenas al suelo. El Santo de los Santos fue así extendido con violencia sobre la columna de los malhechores; y dos de aquellos furiosos comenzaron a flagelar su cuerpo sagrado, desde la cabeza hasta los pies. Sus látigos o sus varas parecían de madera blanca flexible: puede ser también que fueran nervios de buey o correas de cuero duro y blanco.
El Salvador, el Hijo de Dios, verdadero Dios, y verdadero hombre, temblaba y se retorcía como un gusano bajo los golpes. Sus gemidos dulces y claros se oían como una oración -en medio del ruido de los azotes. De cuando en cuando los gritos del pueblo y de los fariseos zumban como estruendosa tempestad, y cubren sus quejidos lastimeros con que alteman piísimas bendiciones; clamaban; "¡Que muera! ¡Crucifícalo!”, pues Pilatos estaba todavía hablando con el pueblo. Y cuando quería decir algunas palabras en medio del tumulto popular, una trompeta tocaba en demanda de silencio.
Entonces oíase de nuevo el crujir de los azotes, los sollozos de Jesús, las imprecaciones de los verdugos y el balido de los corderos pascuales que se lavaban en la piscina de las Ovejas. Ese balido acentuaba un espectáculo tiernísimo: eran tristes voces que se unían a los gemidos de Jesús.
El pueblo judío estaba a cierta distancia de la columna; los soldados romanos ocupaban diferentes puntos; muchos iban y venían silenciosos o profiriendo insultos; otros se sentían conmovidos, y parecía que un rayo de Jesús les tocaba. Yo vi jóvenes, monstruos de infamia, casi desnudos, que preparaban varas frescas cerca del cuerpo de guardia; otros iban a buscar varas de espino.
Algunos alguaciles de los príncipes de los sacerdotes daban dinero a los verdugos. Les trajeron también un cántaro que contenía una bebida espesa y colorada, y bebieron hasta embriagarse. Pasado un cuarto de hora, los sayones que azotaban a Jesús fueron reemplazados por otros dos. El cuerpo del Salvador estaba cubierto de manchas negras, lívidas y coloradas, y su sangre corría por el suelo. Por todas partes se oían las injurias y las burlas.
Los segundos verdugos lanzáronse con rabia de hambrientos lobos sobre Jesús; tenían otra especie de varas; eran de espino con nudos y puntas. Los golpes rasgaron todo el cuerpo de Jesús; la sangre saltó a distancia, y ellos tenían los brazos manchados. Jesús gemía, oraba y se estremecía. Muchos forasteros pasaron por la plaza, montados sobre camellos, y alejáronse poseídos de horror y de pena cuando el pueblo les explicó lo que ocurría. Eran caminantes que habían recibido el bautismo de Juan, o que habían oído los sermones de Jesús sobre la montaña. El tumulto y los gritos no cesaban alrededor de la casa de Pilatos.
Otros nuevos verdugos pegaron a Jesús con correas, que tenían en las puntas garfios de hierro, con los cuales le arrancaban la carne a tiras. ¡Ah! ¡Cómo describir este tremendo y doloroso espectáculo! Sin embargo, su rabia no estaba todavía satistecha; desataron a Jesús, y atáronle de nuevo de espaldas a la columna. No pudiendo sostenerse, le pasaron cuerdas sobre el pecho, debajo de los brazos y por bajo de las rodillas, anudándole las manos detrás de aquel potro de martirio. Entonces cayeron sobre El. Uno de ellos le pegaba en el rostro con saña indecible, con una vara nueva. El cuerpo del Salvador era todo una llaga. Miraba a sus verdugos con los ojos llenos de sangre, y parecía que les pedía misericordia; pero redoblaban su ira, y los gemidos de Jesús eran cada vez más débiles.
La horrible flagelación había durado tres cuartos de hora, cuando un extranjero de clase inferior, pariente del ciego Ctesifón, curado por Jesús, se precipitó sobre la columna con un hierro que tenía la figura de una cuchilla, gritando, loco de indignación: "¡Basta! No peguéis a ese inocente hasta hacerle morir". Los verdugos, hartos, se pararon sorprendidos; cortó rápidamente las cuerdas atadas detrás de la columna, y fue a perderse entre la multitud. Jesús cayó casi sin sentido al pie de la columna, sobre un charco de sangre. Los verdugos le dejaron, y fuéronse a beber, llamando a los criados que estaban en el cuerpo de guardia tejiendo la corona de espinas.
Mientras Jesús estaba caído al pie de la columna, vi a algunas mujeres públicas, con cínico descaro, acercarse a Jesús agarradas por las manos. Se pararon un instante mirándole con desprecio. En este momento el dolor de sus heridas se redobló, y alzo hacia ellas la faz ensangrentada. Se alejaron entonces, y los soldados les dijeron palabras desvergonzadas.
Durante la flagelante, vi muchas veces ángeles llorando alrededor de Jesús, y oí su oración por nuestros pecados, que subía constantemente hacia su Padre, en medio de los golpes que daban sobre El. Cuando estaba tendido al pie de la columna, vi a un ángel presentarle una cosa luminosa que le dio fuerzas. Los soldados volvieron, y le pegaron patadas y palos, diciéndole que se levantara.
Habiéndole puesto en pie, no le dieron tiempo para cubrir sus carnes; echaron sus ropas sobre los hombros, y con ellas limpióse la sangre que le inundaba el rostro. Le condujeron al sitio adonde estaban sentados los príncipes de los sacerdotes, que gritaron: "¡Que muera! ¡Que muera!" y volvían la cara con repugnancia. Después lo condujeron al patio interior del cuerpo de guardia, donde no había soldados, sino esclavos, alguaciles y chusma; en fin, la hez del pueblo.
Como la ciudad andaba revuelta y en extremo agitada, Pilatos mandó venir un refuerzo de la guarnición romana de la ciudadela Antonia. Esta tropa, puesta en buen orden, rodeaba el cuerpo de guardia. Podían hablar, reír y burlarse de Jesús, pero les estaba prohibido salirse de sus filas. Pilatos quería contener así al pueblo. Había mil hombres.

María durante la flagelación de Jesús

Vi a la Virgen Santísima en éxtasis continuo mientras la flagelación de nuestro divino Redentor. Ella vio y sufrió con amor y dolor indecibles todo lo que sufría su Hijo. Muchas veces salían de su boca leves quejidos, y sus ojos estaban bandos en lágrimas. Cúbrela un velo y vésela tendida en los brazos de María de Helí, su hermana mayor, que era ya vieja, y se parecía mucho a Ana, su madre. María de Cleofás, hija de María(*) de Helí, estaba también con Ella. Las amigas de María y de Jesús, trémulas de dolor y de espanto, rodean a la Virgen y lloran como si esperasen su sentencia de muerte. María lleva un vestido largo, azul, y por encima una capa de lana blanca, con velo blanco también, casi amarillo. Magdalena yace pálida y agobiada de pena: los cabellos asoman en desorden debajo del manto.
Cuando Jesús, después de la flagelación, cayó al pie de la columna, vi a Claudia Procla, mujer de Pilatos, enviar a la Madre de Dios grandes piezas de tela. No sé si creía que Jesús seria libertado, y que su Madre necesitaría esa tela para aplicarla a sus llagas, o si esa pagana compasiva sabia a qué uso la Virgen Santísima destinaría su regalo. Habiendo vuelto en sí, María vio a su Hijo, todo despedazado, conducido por los soldados; Jesús se limpió los ojos, llenos de sangre, para mirar a su Madre. Ella extendió las manos hacia El, y siguió con los suyos las huellas ensangrentadas de sus pies. Habiéndose apartado el pueblo, María y Magdalena se aproximaron al sitio en donde Jesús fuera azotado; escondidas por las otras santas mujeres y otras personas bien intencionadas que las cercan, se bajan al suelo, junto a la columna, y limpian por todas partes la sangre sagrada de Jesús con el lienzo que Claudia Procla había mandado. Juan no estaba entonces con las santas mujeres, que eran veinte.
El hijo de Simeón, el de Verónica, el de Obed, Aram y Temni, sobrinos de José de Arimatea, estaban ocupados en el templo, llenos de tristeza y de angustia. Eran las nueve de la mañana cuando se acabó la flagelación.

Interrupción de las visiones de la Pasión por la aparición de San José en forma de niño

Durante todo el tiempo de las visiones de la Pasión que acabamos de narrar, es decir, desde la noche del 18 de febrero de 1823 (martes después del primer domingo de Cuaresma) hasta el 8 de marzo (sábado anterior al Domingo de Laeta), la Venerable Sor Emmerich Estaba en continuo éxtasis, compartiendo los sufrimientos espirituales y corporales del Señor.
Estaba absorta en estas contemplaciones, inconsciente de las cosas externas, llorando y sollozando como un niño torturado. Tembló, se estremeció y se retorció en su sofá, gimiendo en voz baja y débil, con el rostro como el de un mártir moribundo.
Un sudor sangriento brotó varias veces sobre su pecho y espalda. En general, sus chorros de sudor eran frecuentes y tan profusos que saturaban la ropa de cama e incluso la propia cama.
Al mismo tiempo, soportó tal sed que se la podría comparar con una persona en un desierto árido que muere por falta de agua. A menudo, por la mañana, tenía la boca tan seca y la lengua tan contraída que sólo mediante signos y sonidos inarticulados podía pedir alivio.
Una fiebre diaria acompañaba o seguía a todos estos tormentos, además de que soportaba sin interrupción su habitual ración de dolores simpáticos y expiatorios. Sólo después de agotadores períodos de descanso pudo relatar sus diversas visiones de la Pasión, y aun así sólo pudo contarlas en fragmentos.
De esta manera y en estado de extrema miseria, relató el sábado 8 de marzo la flagelación de Jesús como la contemplación de la noche anterior, aunque parecía estar ante ella incluso durante el día. Sin embargo, hacia la tarde hubo una interrupción en sus contemplaciones de la Pasión. Se lo presentaremos aquí porque ofrece un vistazo a la vida interior de esta extraordinaria persona. Asimismo, dará un respiro a los lectores de estas páginas, pues sabemos por experiencia que la meditación de la Pasión, así como su recitación, puede agotar a los débiles, aunque sean plenamente conscientes de que todo ha sido soportado por ellos.
La vida espiritual y corporal de la hermana Emmerich estaba en estrecha armonía con la vida diaria interior y exterior de la Iglesia según las estaciones. Armonizaban aún más perfectamente que la vida sensible y corpórea de los seres humanos con las horas del día y las estaciones del año, que el sol con la luna, el clima con la temperatura. Proporcionó, quizás con un mayor grado de certeza que estos, una evidencia inmutable pero humilde de la existencia y significado de los misterios y festividades de la vida interior y exterior de la Iglesia en sus diversas estaciones. Siguió tan exactamente el espíritu eclesiástico que, tan pronto como fue la víspera (es decir, la vigilia) de una fiesta iniciada en la Iglesia, todo el estado de alma y cuerpo de Sor Emmerich cambió interior y exteriormente; y en el instante en que se puso el sol espiritual de esa fiesta, ella dirigió sus pensamientos a la siguiente salida, para exponer todas sus oraciones y trabajos de sufrimiento al rocío, a la luz, al calor de la gracia especial adjunta a esta nueva fiesta y para poner en orden su tarea diaria.
No exactamente en el momento en que las campanas de la noche católica tocan el anuncio de la próxima fiesta y llaman a los fieles a unirse en esa conmovedora oración, "Angelus Domini", se produjo este cambio en la hermana Emmerich. Por ignorancia o negligencia, estas campanas quizás a menudo se adelantan o retrasan. Pero cuando un reloj, desconocido para nosotros los mortales, dio la hora para conmemorar en el tiempo algún gran y eterno misterio, todo su ser sufrió un cambio. Si la Iglesia celebró un misterio doloroso, la hermana Emmerich se sintió verdadera y literalmente abrumada por la participación comprensiva en él, languideció en sufrimientos tanto del alma como del cuerpo; pero la esposa de Jesucristo, como repentinamente refrescada por el rocío de una nueva gracia, adquirió nuevo vigor de cuerpo y alma cuando la Iglesia comenzó la celebración de una gozosa fiesta. Continuó en este estado hasta la noche siguiente (con sus sufrimientos ocultos por el momento, por así decirlo) para poder, feliz y serenamente gozosa, dar testimonio de su verdad intrínseca y eterna.
Todo esto, sin embargo, no ocurrió tanto por su propia voluntad como independientemente de ella. Lo hizo con tan poca planificación como lo hace la abeja cuando, a partir de la flor, prepara la cera y la miel para su peine hábilmente construido. La disposición de esta pobre campesina, desde pequeña, a ser obediente a Jesús y a su Iglesia, fue muy agradable a los ojos de Dios, y Él la recompensó proporcionándole extraordinarias facilidades para la práctica de la obediencia. Ella no podía resistir la atracción de volverse hacia la Iglesia, de la misma manera que la planta no podía ayudar a volverse hacia la luz, incluso si estuviera cerrada a la influencia directa de sus rayos vivificantes. Su rostro estaba velado de tristeza o radiante de alegría, según si su Madre, la Iglesia, estaba triste o feliz.
El sábado 8 de Marzo de 1823 había contado, presa de padecimiento infinito, la flagelación de Jesús, que había sido la visión de la noche precedente, y que pareció presentársele casi todo el día.
Pero al fin de éste hubo una interrupción en la serie seguida hasta aquí en las visiones de la Pasión. Lo advertimos para mostrar mejor la vida interior de una persona tan extraordinaria, y para dar al lector de este libro un punto de reposo. Harto hemos experimentado nosotros mismos que causa a los débiles cierta fatiga la representación de la Pasión del Salvador, a pesar de que fue para nuestra salvación.
La vida espiritual y corporal de la monja estaba en unión continua con la vida diaria de la Iglesia en el tiempo. Era unión más íntima que la que pone nuestra vida bajo la dependencia de las estaciones, de las horas del día, del sol y de la luna, del clima y de la temperatura, y por la cual daba un testimonio perpetuo de la existencia y de la significación de todos los misterios y de todas las solemnidades celebradas por la lglesia en el tiempo. Las seguía tan puntualmente, que, en los maitines de cada feria, en todo su estado interior y exterior, espiritual y corporal, se obraba un cambio.
Cuando el sol espiritual de uno de los días de la Iglesia se había puesto, ella se volvía al instante hacia el sol del día siguiente, como penetrándose todas sus oraciones, todos sus trabajos, todos sus padecimientos, de la gracia especial concedida a este nuevo día, al modo que una plante se baña en el rocío y se regocija con la luz y el color de la aurora.
Verificábase una revolución en todo su cuerpo, no precisamente cuando la campana tocaba el Angelus, al anochecer, el cual puede tocarse más tarde o más temprano a causa de la ignorancia de los que están encargados de ello, sino en el momento real y preciso de una nueva. Reproducción del orden eterno, a una hora en que los hombres no les es dado apreciarla por sentidos.
Si la Iglesia celebraba una fiesta dolorosa, se la veía abatida y lánguida; pero al comenzar una fiesta de regocijo, su cuerpo y su alma se levantaban animados por un rocío de nueva gracia, y hasta la noche estaba tranquila, alegre, como si hubiesen desaparecido sus dolores. Todo esto pasaba en Ana sin la participación de su voluntad. Pero como desde su niñez había tenido el deseo sincero de ser obediente a Jesús y a su Iglesia, Dios había modificado su naturaleza de modo que se volvía espontáneamente hacia la Iglesia como una, planta hacia la luz, aunque la rodeen de una noche artificial.
El sábado 8 de Marzo de 1823, después de puesto el sol, habiendo acabado de contar, con mucho trabajo, las escenas de la flagelación, del Señor, se calló de pronto, y el que escribe estas paginas creyó que su alma había pasado a la contemplación de la coronación de espinas. Pero después de algunos minutos de reposo, su cara, alterada y pálida como la de un agonizante, recobró dulce serenidad, y pronunció algunas palabras en el tono afectuoso con que se habla a los niños:
"¡Ah, qué niño tan amable! ¿quién es? Esperad: voy a preguntárselo. Se llama José. Se viene a mí corriendo por medio de la multitud. ¡Pobre niño! Se sonríe, no sabe nada de lo que pasa. Está casi desnudo; temo que tenga frío. ¡El aire es tan fresco esta mañana! ... Espera; te voy a abrigar un poco".
Después de estas palabras, pronunciadas con tanta verdad, que se podía mirar alrededor para ver si el niño estaba, tomó unos paños que había a su lado, e hizo todos los movimientos de una persona compasiva que quiere preservar a un niño del frío. Su amigo no pudo preguntar la explicación de lo que había motivado estas palabras, porque su estado cambió de pronto. Una persona que la cuidaba pronunció la palabra obediencia; esta palabra era el nombre de uno de los votos por los cuales ella se había consagrado a Dios, y al instante recogió sus ideas como un niño dócil a quien ha llamado su madre despertándolo de de un sueño profundo. Tomó su rosario y el crucifijo que tenía siempre sobre sí, compuso su ropa, se restregó los ojos y se sentó; la llevaron desde su cama a una silla, pues estaba incapaz de tenerse y de andar; era la hora de hacerle la cama. Su amigo se fue para escribir lo que había recogido en el día.
El domingo 9 de Marzo preguntó a la persona que la cuidaba: “¿Qué quería decir la enferma ayer tarde cuando hablaba de un niño llamado José?” Y esta persona respondió: “Se ha ocupado mucho tiempo en el pequeñuelo José; es el hijo de una de mis primas, que Ana quiere mucho. Tengo miedo que esto presagie una enfermedad a este niño, pues ella ha dicho muchas veces que estaba casi desnudo y que temía que tuviese frió”. Su amigo se acordó, en efecto, de haber visto a ese niño jugar muchas veces sobre la cama de la enferma, y él creyó sólo que Ana habría soñado la víspera con él. Más tarde, cuando la volvió a ver para que le siguiese contando las escenas de la Pasión, la halló más serena y en mejor estado que los días anteriores. Ana le dijo que no había visto nada más después de la flagelación, cuando le hizo preguntas acerca del pequeño José, de había hablado tanto, no se acordaba de haber mencionado a semejante niño. Le preguntó cómo estaba tan serena y tan buena; ella le respondió que siempre le sucedía lo mismo en medio de la Cuaresma, que la Iglesia cantaba con Isaías en el introito de la Misa: "IRegocíjate, Jerusalén! Juntaos los que la amáis, regocijos vosotros que estabais tristes; entregaos a la alegría, y llenaos de consolación". Que era un día de regocijo, y que además en el Evangelio del día el Señor había dado de comer a cinco mil hombres con cinco panes y dos peces, y que habían sobrado doce canastos; que era menester regocijarse. Añadió que la había también alimentado por la mañana con la Sagrada Comunión, y que en ese día de la Cuaresma se había sentido siempre fortificada espiritual y corporalmente. Su amigo dio una ojeada al Almanaque de Múnster, y vio que, ademas del domingo de Laetare, se celebraba en esa diócesis la fiesta de San José, lo que ignoraba, pues en otras partes esta fiesta cae el 19 de Marzo. Se lo advirtió, y le preguntó si era esa circunstancia la que le había hecho hablar de José, y Ana le respondió que sabía bien que era la fiesta del padre putativo de Jesús; pero que no se había acordado de ese niño que tenia su nombre. En medio de esta conversación se acordó de pronto del objeto de su visión de la víspera.
Era, en efecto, una imagen alegre de San José, que con motivo de su fiesta, y del domingos de Laetare, se había introducido en medio de las visiones de la Pasión.
Hemos advertido que el que le hablaba le enviaba sus mensajeros bajo la forma de un niño, y que esto sucedía en los casos en que el arte humano también hubiera podido usar de la figura de un niño para interpretar su pensamiento. Si, por ejemplo, una de sus visiones de la Historia Sagrada le presentaba una profecía cumplida, ella veía cerca de la pintura que tenía delante de los ojos a un niño, que en su postura, en su vestido, en el modo de tener en la mano o de llevar en la punta de un palo su escrito profético, reproducía el carácter de tal o cual profeta. Si tenía que sufrir grandes dolores, venía hacia ella un niño dulce y silencioso, vestido de verde, se sentaba con aire de resignación sobre el borde de la cama, se dejaba llevar de un brazo al otro, o poner en el suelo sin decir nada. La miraba constantemente con afecto, y la consolaba: era la Paciencia. Si en un momento de cansancio o de padecer extraordinario, Ana se ponía en relación con algún Santo, sea por la celebración de su fiesta, sea por intermedio de una reliquia, veía escenas de: la niñez de ese Santo, y otras veces veía su martirio con las circunstancias más terribles de sus mayores padecimientos: la consolación, y aun la instrucción y los avisos le venían por imágenes de niños. Sucedía también que en ciertas penas, en ciertas angustias a las cuales no sabía resistir, se dormía y se transportaba a algún peligro que había corrido en su infancia. Creía, como lo mostraban sus palabras y sus gestos durante el sueño, que se había vuelto una pobre aldeanita de cinco años, que al atravesar un seto se quedó agarrada a las espinas y lloraba. Entonces se reproducían siempre escenas verdaderas de su infancia, y algunas veces se hacia alusión a ellas por palabras como éstas: “¿Por qué gritas? Yo no tiraré de los espinos hasta que no esperes mi socorro con paciencia, pidiéendomelo con amor”. Había obedecido a esta orden siendo niña, y la seguía en su vejez, en medio de sus más terribles pruebas; y cuando estaba despierta, hablaba riéndose del seto adonde se había quedado presa, de ese medio de paciencia y de oración que se le había dado como una llave para salir. Ana lo había recibido en su infancia, y lo había omitido con frecuencia, mas nunca le había faltado cuando había recurrido a él. Contó los trozos siguientes de las visiones que la víspera habían interrumpido las escenas de la Pasión, al principio de los maitines de la fiesta de San José.

La infancia de San José interrumpe las visiones de la Pasión

Durante todo el tiempo de las visiones de la Pasión que acabamos de narrar, es decir, desde la noche del 18 de febrero de 1823 (martes después del primer domingo de Cuaresma) hasta el 8 de marzo (sábado anterior al Domingo de Laeta), la Venerable Sor Emmerich Estaba en continuo éxtasis, compartiendo los sufrimientos espirituales y corporales del Señor. Estaba absorta en estas contemplaciones, inconsciente de las cosas externas, llorando y sollozando como un niño torturado. Tembló, se estremeció y se retorció en su sofá, gimiendo en voz baja y débil, con el rostro como el de un mártir moribundo. Un sudor sangriento brotó varias veces sobre su pecho y espalda. En general, sus chorros de sudor eran frecuentes y tan profusos que saturaban la ropa de cama e incluso la propia cama.
Al mismo tiempo, soportó tal sed que se la podría comparar con una persona en un desierto árido que muere por falta de agua. A menudo, por la mañana, tenía la boca tan seca y la lengua tan contraída que sólo mediante signos y sonidos inarticulados podía pedir alivio.
Una fiebre diaria acompañaba o seguía a todos estos tormentos, además de que soportaba sin interrupción su habitual ración de dolores simpáticos y expiatorios. Sólo después de agotadores períodos de descanso pudo relatar sus diversas visiones de la Pasión, y aun así sólo pudo contarlas en fragmentos.
De esta manera y en estado de extrema miseria, relató el sábado 8 de marzo la flagelación de Jesús como la contemplación de la noche anterior, aunque parecía estar ante ella incluso durante el día. Sin embargo, hacia la tarde hubo una interrupción en sus contemplaciones de la Pasión. Se lo presentaremos aquí porque ofrece un vistazo a la vida interior de esta extraordinaria persona. Asimismo, dará un respiro a los lectores de estas páginas, pues sabemos por experiencia que la meditación de la Pasión, así como su recitación, puede agotar a los débiles, aunque sean plenamente conscientes de que todo ha sido soportado por ellos.
La vida espiritual y corporal de la hermana Emmerich estaba en estrecha armonía con la vida diaria interior y exterior de la Iglesia según las estaciones. Armonizaban aún más perfectamente que la vida sensible y corpórea de los seres humanos con las horas del día y las estaciones del año, que el sol con la luna, el clima con la temperatura. Proporcionó, quizás con un mayor grado de certeza que estos, una evidencia inmutable pero humilde de la existencia y significado de los misterios y festividades de la vida interior y exterior de la Iglesia en sus diversas estaciones. Siguió tan exactamente el espíritu eclesiástico que, tan pronto como fue la víspera (es decir, la vigilia) de una fiesta iniciada en la Iglesia, todo el estado de alma y cuerpo de Sor Emmerich cambió interior y exteriormente; y en el instante en que se puso el sol espiritual de esa fiesta, ella dirigió sus pensamientos a la siguiente salida, para exponer todas sus oraciones y trabajos de sufrimiento al rocío, a la luz, al calor de la gracia especial adjunta a esta nueva fiesta y para poner en orden su tarea diaria.
No exactamente en el momento en que las campanas de la noche católica tocan el anuncio de la próxima fiesta y llaman a los fieles a unirse en esa conmovedora oración, "Angelus Domini", se produjo este cambio en la hermana Emmerich. Por ignorancia o negligencia, estas campanas quizás a menudo se adelantan o retrasan. Pero cuando un reloj, desconocido para nosotros los mortales, dio la hora para conmemorar en el tiempo algún gran y eterno misterio, todo su ser sufrió un cambio. Si la Iglesia celebró un misterio doloroso, la hermana Emmerich se sintió verdadera y literalmente abrumada por la participación comprensiva en él, languideció en sufrimientos tanto del alma como del cuerpo; pero la esposa de Jesucristo, como repentinamente refrescada por el rocío de una nueva gracia, adquirió nuevo vigor de cuerpo y alma cuando la Iglesia comenzó la celebración de una gozosa fiesta. Continuó en este estado hasta la noche siguiente (con sus sufrimientos ocultos por el momento, por así decirlo) para poder, feliz y serenamente gozosa, dar testimonio de su verdad intrínseca y eterna.
Todo esto, sin embargo, no ocurrió tanto por su propia voluntad como independientemente de ella. Lo hizo con tan poca planificación como lo hace la abeja cuando, a partir de la flor, prepara la cera y la miel para su peine hábilmente construido. La disposición de esta pobre campesina, desde pequeña, a ser obediente a Jesús y a su Iglesia, fue muy agradable a los ojos de Dios, y Él la recompensó proporcionándole extraordinarias facilidades para la práctica de la obediencia. Ella no podía resistir la atracción de volverse hacia la Iglesia, de la misma manera que la planta no podía ayudar a volverse hacia la luz, incluso si estuviera cerrada a la influencia directa de sus rayos vivificantes. Su rostro estaba velado de tristeza o radiante de alegría, según si su Madre, la Iglesia, estaba triste o feliz. El sábado 8 de marzo de 1823, después de la puesta del sol, cuando con gran dificultad había relatado sus visiones de la flagelación de Nuestro Señor, quedó completamente en silencio; y el que escribe estas líneas no tuvo otro pensamiento que el de que su alma ya había entrado en la contemplación de Jesús coronado de espinas.
Pero, después de algunos momentos de silencio, su rostro, en el que descansaba el cansancio, el agotamiento de la muerte, resplandeció de repente con una luz encantadora y alegre; y con el aire confiado de una niña inocente, exclamó: ¡Ah! ¡El querido chico que viene a mí! - ¿Quién es él? Le preguntaré, se llama pequeño José. ¡Ay qué encantador es!
Se abrió paso entre todos para venir a mí. ¡Pobre niño! Es tan amigable que se ríe. Él no sabe nada. ¡Lo siento por él! ¡Si al menos no tuviera tanto frío! Hace bastante fresco esta madrugada. ¡Esperar! ¡Te cubriré un poco más! Después de estas palabras, pronunciadas con un aire tan natural que uno podría sentir la tentación de mirar a su alrededor, cogió un trozo de ropa que tenía a mano y con él hizo los movimientos de una persona compasiva que intenta proteger a un niño amado del frío. El escritor la observó atentamente, suponiendo que sus movimientos eran la manifestación externa de alguna acción interna en oración, ya que a menudo había sido testigo de sus maravillas similares.
Pero en ese momento no se le concedió explicación alguna sobre el significado de sus palabras y acciones, pues se produjo un cambio repentino en el estado de las Hermanas. Proviene de la palabra "obediencia", nombre de uno de los votos que hizo al Señor como monja. Fue pronunciado por una persona a su lado que deseaba brindarle la ayuda necesaria.
Inmediatamente se recordó a sí misma como una niña inocente y obediente, despertada por su madre de un sueño profundo. Rápidamente tomó su rosario y el crucifijo que siempre llevaba consigo, se arregló el camisón, se frotó los ojos, se sentó y, como no podía caminar ni siquiera mantenerse en pie, la llevaron a una silla. Llegó el momento de ventilar y remodelar su cama, y ​​así la escritora la dejó. Cuando a la mañana siguiente, domingo de Laetare, la visitó nuevamente para recibir una continuación de las visiones de la Pasión, la encontró, contrariamente a lo esperado, más brillante y aparentemente mejor que el día anterior. Ella le dijo: "No vi nada más de los azotes". Cuando se le preguntó por qué había hablado tanto la noche anterior del "pequeño José", respondió que no recordaba haber hablado de él. A otra observación de que hoy estaba mucho más tranquila, más alegre y libre de dolor, ella respondió: "Siempre es así en plena Cuaresma.
Hoy, a la entrada de la Santa Misa, la Iglesia canta con Isaías: "¡Alégrate, oh Jerusalén! y reúnanse todos los que la aman. Alegraos de alegría, los que estáis de duelo, para que exultéis y os llenéis del pecho de vuestro consuelo, por tanto, hoy es día de recreo, también hoy en el Evangelio, el Señor alimentó a cinco mil personas con cinco panes y dos peces, de los cuales sobraron tantos pedazos, esta mañana temprano, fui alimentado con el. Santísimo Sacramento En este día de Cuaresma siempre siento nuevas fuerzas en el cuerpo y en el alma. El escritor miró el calendario eclesiástico de la diócesis de Münster y vio que no sólo era el domingo de Laeta, sino también la fiesta de San Pedro. José, padre adoptivo de nuestro Señor, no sabía que en esta diócesis se celebraba ese día, como en otros lugares se celebra el 19 de marzo. Cuando le mencionó el hecho a la hermana Emmerich, añadió que. tal vez había hablado de José el día anterior, porque era la fiesta de San José; y luego recordó que el día anterior, efectivamente, había recibido algunas visiones consoladoras del santo. Sus anteriores comunicaciones tristes fueron reemplazadas por comunicaciones de carácter muy alegre. Su contemplación de la Pasión se vio repentinamente interrumpida en vísperas del domingo de Laetare, que era también la vigilia de la fiesta de San José, por una visión gozosa del santo, que se le apareció con un carácter un tanto dramático en la forma de un niño. .
Hemos visto que el Esposo celestial de la hermana Emmerich a menudo le enviaba sus mensajeros disfrazados de niños, y hemos observado que este era siempre el caso en escenas en las que un intérprete hábil habría empleado la misma forma. Si, por ejemplo, se le mostraba el cumplimiento de alguna profecía, bíblica e histórica, generalmente aparecía cerca de las diferentes escenas y acontecimientos de la visión un niño que, por su conducta, su forma de vestir y la manera de Llevaba su pergamino, los escritos proféticos, ya fueran tranquilamente en su mano o atados al extremo de un palo que agitaba en el aire, representaban las características de tal o cual Profeta. Tenía que soportar más sufrimientos que los ordinarios: un dulce y encantador niño vestido de verde solía acercarse a ella, sentarse con extrema incomodidad, pero con aire resignado y satisfecho, en el duro y estrecho borde de su cama, o sin quejarse, permitirse para pasarlo de un brazo a otro, o incluso dejarlo en el suelo. Él siempre era amable y complacido, la miraba dulcemente y la consolaba. Era la paciencia personificada. Si ella, por una enfermedad o por sufrimientos ajenos, estaba muy agotada, y si por una fiesta o una reliquia entraba en comunicación con un santo, con un miembro glorificado de la Esposa de Jesucristo, inmediatamente tenía visiones de la infancia del santo en lugar de su terrible martirio con todas sus terribles circunstancias. En sus mayores sufrimientos, cuando se vio reducida al agotamiento absoluto, hubo, por la bondad de Dios, consuelo y aliento, sí, incluso corrección, advertencia y reprensión que se le transmitieron, siempre en formas y visiones infantiles. A veces, en sus mayores dificultades y angustias, cuando ya no sabía a quién acudir en busca de alivio, se quedaba dormida y era transportada al pasado, a las penas infantiles de sus primeros días. Sí, mientras dormía, como lo indicaban sus exclamaciones y gestos, volvió a ser una pequeña campesina de cinco años, que cruzaba una valla y derramaba lágrimas mientras picoteaba las espinas. Escenas así eran siempre hechos reales de su infancia, como proclamaba la aplicación de la parábola: "¿Por qué lloras así? No te ayudaré a salir de la valla hasta que tengas paciencia, permanezcas firme en Mí con amor y me pidas". Para hacer esto, cuando era niña y realmente se encontraba atrapada en una cerca, había seguido esta advertencia y ahora, en una edad madura y aparentemente en mayor necesidad, observaba la misma conducta, solía reírse de la cerca y de la clave de la paciencia y. la oración se lo dio cuando era niña, que tan descuidadamente había olvidado, pero al que ahora recurría fielmente y con la inquebrantable certeza del alivio.
Esta coincidencia simbólica de los acontecimientos de su infancia con los de sus últimos años demuestra de manera sorprendente y conmovedora que, tanto en el individuo como en la humanidad en general, se pueden encontrar tipos proféticos. Pero al individuo, así como a la humanidad en general, se le ha dado un Tipo Divino en la persona del Redentor, para que ambos, siguiendo sus huellas y con su ayuda, puedan elevarse por encima de la naturaleza humana, alcanzar la perfecta libertad de espíritu y crecer hasta la edad perfecta de Cristo. ¡De esta manera, la voluntad de Dios se cumplirá en la tierra como en el cielo! ¡Así, Su Reino vendrá a nosotros!
Sor Emmerich luego relató los siguientes fragmentos de las visiones que tuvo la noche anterior y como consecuencia de la vigilia del banquete de San José interrumpieron su contemplación de la Pasión.
En todos estos terribles acontecimientos, a veces estuve aquí, a veces allí, en Jerusalén, lleno de dolor y enfermo de muerte. Cuando azotaban a mi Amado Esposo, yo estaba sentada en un rincón del lugar de los azotes donde ningún judío, por temor a contraer impureza legal, se atrevería a entrar. Pero no tuve miedo. Quería que una gota de tu sangre cayera sobre mí y me purificara. Estaba tan lleno de dolor que pensé que debía morir. Gemí y temblé con cada golpe. "¡Ah! ¡Qué espectáculo de miseria, mi Amado Esposo, yaciendo desgarrado y desgarrado, al pie de la columna, en su propia Sangre sagrada! ¡Cuán bárbaramente lo empujaron los verdugos, con los pies, para que se levantara! ¡Con qué misericordia, ¡Cubierto de sangre y de llagas, se arrastró detrás de Sus ropas! Apenas se cubrió, con los brazos temblorosos de dolor, cuando lo llevaron nuevamente a nuevos sufrimientos y lo arrastraron más allá de su Madre afligida, retorciendo sus pasos manchados de sangre. sus manos mientras! Desde aquel lado de la caseta de vigilancia, que daba a la plaza y que ahora estaba abierta, oí las burlas de los viles sirvientes de los verdugos que, con las manos enguantadas, trituraban la corona de espinas y jugueteaban probándose la suya. Temblé y temblé y quise entrar para poder ver a mi pobre novio en su nuevo sufrimiento. Entonces vino un muchacho maravillosamente hermoso con anillos rubios caminando entre las santas mujeres con sus largas túnicas. la manera más amigable. A veces giraba mi cabeza, ponía su mano sobre mis ojos, a veces sobre mis oídos, y ya no me dejaba mirar esas imágenes tristes. El niño me preguntó: "¿No me conoces?" ¡Mi nombre es José y soy de Belén! Y luego empezó a contarnos todo sobre la Cueva de la Natividad y el Nacimiento de Cristo, los pastores y los Reyes Magos. ¡Qué grandioso y encantador era todo! Estaba muy feliz. Todo el tiempo tenía miedo de que se congelara, porque estaba muy escasamente vestido y caía una granizada. Pero él puso sus manitas en mis mejillas y dijo: "Siente qué calor tengo. Nadie se congela donde estoy. Todavía me lamentaba de la corona de espinas, las vi crujir, pero él me consoló y me contó una hermosa parábola en la que todo el sufrimiento se transformó en alegría, y luego batió palmas. Me explicó muchas cosas de la parábola como simbólicas de la Pasión de Cristo, y me mostró el campo en el que crecían los espinos de donde se estaba tejiendo la corona. lo que significaban las espinas, también que el campo se convertiría en un magnífico campo de trigo alrededor del cual las espinas, que luego se llenarían de hermosas rosas, formarían una valla protectora. Sí, supo explicar todo de manera tan familiar, tan encantadora, que las espinas parecieron convertirse de inmediato en rosas, y jugamos con ellas. Todo lo que dijo fue profundamente significativo. Fue una visión extensa e impresionante, llena de ilustraciones sencillas y hermosas, del surgimiento y desarrollo de la Iglesia. El lindo niño no me dejó echar otro vistazo a la Pasión de Cristo, pero me presentó una serie de puntos de vista muy diferentes. Yo también era un niño, pero no me tomó tiempo sorprenderme por esto. Corrí con el niño a Jerusalén, a todos los parques de atracciones de su infancia. Me mostró todo y jugamos y rezamos en la Cueva de la Natividad, donde, cuando era niño, había huido tantas veces cuando sus hermanos se burlaban de él por su piedad. Parecía que su familia todavía vivía en la antigua granja donde vivía el padre de David, pero que, en el momento del nacimiento de Cristo, había pasado a manos de extraños, es decir, a manos de los funcionarios romanos a quienes José tenía que pagar. el impuesto. Éramos niños juguetones y parecía que Jesús, sí, incluso la Madre de Dios, aún no había nacido.
Así pasó Sor Emmerich, en vísperas de San José, de los sufrimientos de la Pasión a una visión consoladora e infantil del santo.

Aparição pessoal a Maria e a MadalenaAparição pessoal a Maria e a Madalena

La cara de la Virgen esta pálida y desencajada; sus ojos están colorados de las lágrimas. No puedo expresar su simplicidad y su dignidad. Desde ayer no ha cesado de andar errante, en medio de su angustia, por el valle de Josafat y las calles de Jerusalén, y, sin embargo, no hay ni desorden ni descompostura en su vestido, no hay un solo pliegue que no respire santidad; todo en ella es simple. digno, lleno de pureza y de inocencia. María mira majestuosamente a su alrededor, y los pliegues de su velo, cuando vuelve la cabeza, tienen una vista singular. Sus movimientos son sin violencia, y en medio del dolor más amargo, su aspecto es sencillo y sereno. Su vestido esta húmedo del roció de la noche y de las abundantes lagrimas que ha derramado. Es bella, de una belleza indecible y sobrenatural: esta belleza es pureza inefable, simplicidad, majestad y santidad.
Magdalena tiene un aspecto diferente. Es mas alta y mas fuerte; su persona y sus movimientos son mas pronunciados. Pero las pasiones, el arrepentimiento, su dolor enérgico han destruido su belleza. Da miedo el verla tan desfigurada por la violencia de su desesperación; sus largos cabellos cuelgan desatados debajo de su velo despedazado. Está toda trastornada, no piensa mas que en su dolor, y parece casi una loca. Hay mucha gente de Magdalum y de sus alrededores que la han visto llevar una vida, primero tan elegante, y después tan escandalosa. Como ha vivido mucho tiempo escondida, hoy la señalan con el dedo y la llenan de injurias, y aun los hombres del populacho de Magdalum le tiran lodo. Pero ella no advierte nada: ¡tan absorta estaba en su dolor!

Coronación de espinas

Cuando la monja volvió a sus visiones sobre la Pasión, sintió una calentura muy fuerte y una sed ardiente. Estaba tan abatida el lunes, después del domingo de Laetare, que contó lo que sigue con mucho trabajo y sin mayor orden.
Durante la flagelación de Jesús, Pilatos habló muchas veces al pueblo, que una vez gritó: "Es menester que muera, aunque debamos morir también nosotros".
Cuando Jesús fue conducido al cuerpo de guardia, gritaron también; "¡Que muera! que muera!" Después hubo silencio. Pilatos dio ordenes a sus soldados, y los príncipes de los sacerdotes mandaron a sus criados que les trajesen de comer. Pilatos, con el espíritu agitado por sus supersticiones, se retiró algunos instantes para consultar a sus dioses y ofrecerles incienso.
La Virgen y sus amigos se retiraron de la plaza, después de haber recogido la sangre de Jesús. Vi que entraban con sus lienzos ensangrentados en una casita poco distante. No sé de quién era.
La coronación de espinas se hizo en el patio interior del cuerpo de guardia había allí cincuenta miserables, criados, carceleros, alguaciles, esclavos y otras gentes de igual jaez. El pueblo estaba alrededor del edificio; pero pronto se vio rodeado de mil soldados romanos, puestos en buen orden, cuyas risas y burlas excitaban el ardor de los verdugos de Jesús, como los aplausos del público excitan a los cómicos.
En medio del patio había un trozo de una columna; pusieron sobre él un banquillo muy bajo, y lo llenaron de piedras agudas. Le quitaron a Jesús los vestidos del cuerpo, cubierto de llagas, y le pusieron una capa vieja colorada de un soldado, que no le llegaba a las rodillas. Lo arrastraron al asiento que le habían preparado, y lo sentaron brutalmente. Entonces le pusieron la corona de espinas alrededor de la cabeza, y la ataron fuertemente por detrás. Estaba hecha de tres varas de espino bien trenzadas, y la mayor parte de las puntas estaban vueltas a propósito hacia dentro. Habiéndosela atado, le pusieron una caña en la mano; todo esto lo hicieron con una gravedad irrisoria, como si realmente lo coronasen rey. Le quitaron la caña de las manos, y le pegaron con tanta violencia en la corona de espinas, que los ojos del Salvador estaban inundados de sangre. Se arrodillaron delante de El, le hicieron burla, le escupieron a la cara, y le abofetearon, gritándole: "¡Salve Rey de los Judíos!"
Después lo tiraron con su asiento, y lo volvieron a levantar con violencia.
No podría repetir todos los ultrajes que imaginaban estos hombres. Jesús sufría una sed horrible; sus heridas le habían dado calentura, y tenía frío; su carne estaba rasgada hasta los huesos, su lengua estaba contraída, y la sangre sagrada que corría de su cabeza refrescaba su boca ardiente y entreabierta. Jesús fue así maltratado por espacio de media hora en medio de la risa, de los gritos y de los aplausos de los soldados formados alrededor del Pretorio.

Ecce Homo

Y ahora Jesús, con la corona de espinas en la cabeza, el cetro falso en las manos atadas, vestido de púrpura alrededor de él, es llevado otra vez al palacio de Pilato. Era irreconocible por la sangre que llenaba sus ojos y corría hasta su boca y barba. Su cuerpo, cubierto de heridas y heridas hinchadas, parecía una tela empapada en sangre, y su marcha era inclinada y vacilante. El manto era tan corto que tuvo que inclinarse para cubrirse con él, porque en la coronación, habían desgarrado de nuevo todas sus ropas. Cuando llegó al peldaño más bajo de la huida que condujo a Pilato, incluso ese ser de corazón duro fue tomado por un temblor de compasión y repulsión. Se apoyó en uno de sus oficiales, y mientras los sacerdotes y el pueblo seguían gritando y burlándose, exclamó: ¡Si el diablo fuera tan cruel como los judíos, no se podría vivir con él en el infierno! ?? Jesús estaba cansado de ser arrastrado por las escaleras, y mientras permanecía un poco atrás, Pilato subió al frente de la terraza. La trompeta sonó para llamar la atención, porque Pilato iba a hablar.Dirigiéndose a los jefes de los sacerdotes y al pueblo, dijo: "He aquí! ¡Lo traigo afuera para que sepan que no encuentro en él ninguna culpa!
Entonces, los verdugos llevaron a Jesús al frente de la terraza, donde Pilato estaba de pie, para que pudiera ser visto por toda la gente en el foro. ¡Qué espectáculo terrible y desolador! Un silencio terrible y sombrío se apoderó de la multitud, mientras Jesús, tratado de manera inhumana, la figura sagrada y martirizada del Hijo de Dios, cubierto de sangre y heridas, vestido con la terrible corona de espinas, apareció y, de Sus ojos bañados en sangre, lanzó una mirada sobre la multitud que se acercaba. Pilato estaba cerca, le señaló con el dedo y gritó a los judíos: "¡Miren!
Mientras Jesús, con el manto escarlata de escarnio arrojado alrededor de su cuerpo herido, su cabeza perforada hundiéndose bajo el peso de la corona de espinas, sus manos encadenadas sosteniendo el cetro falso, estaba así ante el palacio de Pilato, en infinita tristeza y bondad, dolor y amor, como un fantasma sangriento, expuesto a los gritos furiosos de los sacerdotes y el pueblo, una multitud de extraños, hombres y mujeres, con sus vestiduras rasgadas, cruzaron el foro y descendieron al pozo de las ovejas. Estaban a punto de ayudar en el lavado de los corderos pascuales, cuyo suave beato aún se mezclaba con los sangrientos gritos de la multitud, como si desearan dar testimonio de la Verdad Silenciosa. Ahora era el verdadero Cordero pascual de Dios, el revelado aunque no reconocido Misterio de este día santo, cumplió las profecías y se extendía en silencio en el banco de matanza.
Los sumos sacerdotes y los jueces se enfurecieron perfectamente al ver a Jesús, el temible espejo de su propia conciencia, y gritaron: ¡Fuera con él! ¡Crucifíquelo! Pilato exclamó: "¿Todavía no estáis satisfechos? Ha sido tan maltratado que nunca más querrá ser rey. Pero ellos y todo el pueblo, como si estuvieran fuera de sí con furia, gritaron violentamente: "¡Acabar con él! ¡A la cruz con él! Pilatos ordenó nuevamente que se tocara la trompeta, y de nuevo gritó: "Tomenlo ustedes mismos y crucifíquenlo, porque no encuentro en él ninguna culpa". Para ello, los sumos sacerdotes gritaron: "Nosotros tenemos una ley, y según esta ley debe morir, porque se ha hecho a sí mismo Hijo de Dios". Pilato respondió: Si usted tiene tal ley, de que un hombre como este debe morir, entonces, ¿cómo puedo yo nunca ser judío? Pero las palabras, "Él se hizo Hijo de Dios", renovaron la ansiedad de Pilato, suscitando de nuevo sus temores supersticiosos. Por lo tanto, mandó traer a Jesús al frente de la sala del tribunal, donde habló con él en privado. Empezó preguntando: "¿De dónde eres?" Pero Jesús no le contestó nada. ¿No quieres contestarme? dijo Pilato. ¿No sabes que tengo poder para crucificarte y poder para soltarte? "No tendrías ningún poder", respondió Jesús, "si no te fuera dado de arriba; por eso el que me entregó a ti tiene mayor pecado".
En este mismo instante, Claudia Procla, la esposa de Pilato, ansiosa por ver su irresolución, le envió otra vez, ordenando al mensajero que le mostrara una vez más la fianza que él le había dado de su promesa. Pero él respondió con una respuesta vaga y supersticiosa, apelando a sus dioses.
Indeciso y perplejo como antes, Pilato salió de nuevo a hablar con la gente y les dijo que no encontraba ninguna culpa en Jesús. Sin embargo, habían sido excitados por el relato difundido por los sumos sacerdotes y los fariseos, a saber, que los seguidores de Jesús habían sobornado a la esposa de Pilato; que si Jesús fuera liberado, se uniría a los romanos y entonces todos serían muertos. Esto despertó tanto a la multitud que clamaron más vehementemente que nunca por su muerte. Pilatos, deseoso de obtener de alguna manera una respuesta a sus preguntas, volvió a Jesús en la sala de juicio. Cuando se quedó a solas con él, lo miró casi con miedo y pensó de una manera confusa: "Si este hombre es realmente un dios". Y entonces, con un juramento, él inmediatamente comenzó a exhortar a Jesús a decir si Él era un dios y no un ser humano, si Él era el rey prometido a los judíos. ¿Hasta dónde se ha extendido su Reino? ¿A qué grado pertenecía su divinidad? Y terminó declarando que si Jesús respondía a sus preguntas, lo liberaría. Lo que Jesús dijo a Pilato en respuesta, sólo puedo repetirlo en sustancia, no en palabras. El Señor ha dicho palabras de tremenda importancia. Le dio a Pilato la comprensión de qué tipo de rey era, sobre qué tipo de reino reinó, y cuál era la verdad, porque le dijo la verdad. Puso delante de él el abominable estado de su propia conciencia, predijo el destino reservado para él - el exilio en la miseria y un final horrible. Le dijo además que un día vendría a juzgarlo con un juicio justo.
Asustado y irritado por las palabras de Jesús, Pilato volvió a salir a la terraza y proclamó su intención de liberar a Jesús. Entonces se levantó el grito: "Si sueltas a este hombre no eres amigo de César; porque todo el que hace a sí mismo rey habla en contra de César". Otros gritaron: "Vamos a denunciarlo a César como perturbador de nuestra fiesta. Decide de inmediato, bajo pena de castigo, tenemos que estar en el templo a las diez de la noche. Y el grito: "¡A la cruz con Él!" ¡Fuera con él! resonó con furia de todos lados, incluso de los techos planos de las casas cerca del foro, sobre el que algunos de la multitud había subido.
Pilato vio ahora que no podía hacer nada con la multitud enfurecida. Había algo realmente aterrador en la confusión y el tumulto. Toda la masa de personas reunidas frente al palacio estaba en tal estado de rabia y excitación que se temía una violenta insurrección. Entonces Pilato pidió agua. El sirviente que lo trajo lo derramó de un vaso sobre las manos de Pilato ante la gente, mientras Pilato gritaba desde el porche: "Soy inocente de la sangre de este justo. ¡Cuidado con eso! De la multitud reunida, entre la cual había personas de todas partes de Palestina, se levantó entonces el grito horrendo y unánime: "Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos".
Cada vez que, en mis meditaciones sobre la dolorosa Pasión, escucho este grito de los judíos: "¡Su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos!" El efecto de esta solemne maldición sobre uno mismo se hace sensible en visiones maravillosas y terribles. Veo por encima de esa multitud vociferante un cielo oscuro cubierto de nubes rojo sangre, azotes de fuego y espadas. Me parece que veo la radiación de esa maldición penetrando hasta la médula de vuestros huesos, sí, llegando incluso a vuestros hijos en el vientre de su madre. Veo a toda la nación envuelta en oscuridad. Veo ese horrible grito brotar de sus labios como tantas llamas espeluznantes y furiosas, elevándose y uniéndose sobre la cabeza, y luego retrocediendo sobre ellas, penetrando profundamente en algunas, pero simplemente flotando alrededor de otras. Este último simbolizaba a los que se convirtieron después de la muerte de Jesús. Su número no era insignificante, porque vi a Jesús y a María, durante todos sus terribles sufrimientos, orando continuamente por la salvación de los torturadores. Ni por un momento el Salvador y Su Madre se enojaron por todo el horrible maltrato. Veo toda la Pasión del Señor bajo los símbolos de las torturas más maliciosas, de las más bárbaras, de las burlas más viles e insolentes; bajo símbolos de rabia y furia, y de las disposiciones más horribles y sanguinarias por parte de sus enemigos y sus dependientes; bajo símbolos de ingratitud y negación por parte de muchos de sus propios seguidores; bajo símbolos de los más amargos sufrimientos del alma y del cuerpo. Pero veo a Jesús soportándolo todo, hasta su último aliento, en constante oración, en constante amor por sus enemigos y en constante súplica por su conversión. Pero por esa misma paciencia y amor, veo aún más inflamadas la ira y la locura de Sus enemigos. Se enfurecen, porque todos los malos tratos que reciben no pueden sacar de sus labios sin quejas una palabra que pueda justificar su malicia. Hoy, en Pascua, cuando matan el cordero pascual, no saben que, al mismo tiempo, están matando al verdadero Cordero. Cuando en tales contemplaciones vuelvo mi pensamiento a las disposiciones de las personas y de los jueces, y luego los dirijo a las almas santísimas de Jesús y de María, todo lo que sucede en ellas se me muestra de diversas formas. Es cierto que el pueblo no lo vio, pero sintió todo lo que estas formas tipifican. Entonces veo una multitud de figuras diabólicas, cada una perfectamente conforme al vicio que simboliza, y todas en terrible actividad entre el pueblo. Los veo correr de aquí para allá, incitando y confundiendo a la multitud, susurrándoles al oído, metiéndose en sus bocas. Los veo expulsando a muchos de la masa creciente, uniéndolos en una banda e incitándolos contra Jesús, ante cuyo amor y paciencia se retiran temblando y nuevamente desaparecen entre la multitud. Pero en todas sus acciones veo algo desesperado, desconcertante, incluso autodestructivo, un incentivo confuso e irracional, primero aquí, luego allá. Sin embargo, por encima y alrededor de Jesús, y cerca de María y de cada uno de los pocos santos presentes en esta terrible escena, veo innumerables santos en continuo movimiento. Los veo según sus diversas misiones en múltiples formas y vestimentas. Sus acciones a veces parecen tipificar el consuelo ofrecido, como oración o unción, como alimentar, vestir y beber a los necesitados, o como otras obras de misericordia.
Del mismo modo, veo muchas veces palabras de consuelo o de advertencia emanando en rayos de luz de varios colores de la boca de tales apariciones, o ellas llevan en sus manos mensajes en forma de rollos de escritura. También veo muchas veces (es decir, si es necesario para mí conocerlo) los movimientos de las almas y sus pasiones interiores, su sufrimiento, su amor, todo lo que el alma percibe. Las veo penetrar, brillar a través del pecho y, de hecho, a través de todo el cuerpo de los seres humanos, a veces a la luz de diferentes colores, otras en las sombras. Aparecen en múltiples formas, en colores y figuras que sufren muchos cambios, algunos súbitos, otros más deliberados, y entonces lo entiendo todo. Pero es imposible repetirlo, porque es interminable y, además, estoy tan lleno de dolor, sufrimiento y ansiedad como consecuencia de mis propios pecados y los del mundo entero, tan desgarrado por la amarga Pasión de Jesús, que no sé cómo soy capaz de juntar lo poco que cuento. Muchas cosas, especialmente las apariciones y hechos relacionados con la agencia de ángeles y demonios que fueron contemplados por otras almas al contemplar en visión la Pasión de Cristo, se confunden al ser relatados. Son fragmentos de operaciones internas, invisibles, espirituales y visionarias. Se retienen en la memoria de acuerdo con el propio calibre del alma del vidente, a veces de una manera, a veces de otra, y a menudo se unen erróneamente en el proceso de comunicación. De ahí se siguen declaraciones contradictorias, pues varias cosas son olvidadas por completo, otras descuidadamente pasadas por alto, mientras que sólo algunas son registradas. Ya que toda clase de maldad se gastó en atormentar a Jesús, ya que todo amor sufrió en Él, ya que Él, como el Cordero de Dios, tomó sobre Sí los pecados del mundo - ¿quién podría saber, quién podría relatar esos detalles interminables de crueldad por un lado, de santidad por el otro? Si, por lo tanto, las visiones y meditaciones de muchas almas devotas no se armonizan perfectamente entre sí, es porque esas almas no han sido favorecidas con similares gracias de visión, o facilidad de comprensión y comunicación.

Jesús condenado a muerte de cruz

Pilatos estaba más dudoso que nunca: su conciencia decía: “Jesús es inocente"; su mujer decía: "Jesús es Santo"; su superstición decía: “Es el enemigo de tus dioses"; su cobardía decía: “Es un Dios y se vengara". Irritado y asustado al mismo tiempo de las últimas palabras que le había dicho Jesús, hizo el último esfuerzo para salvarlo; pero los judíos le causaron un nuevo terror amenazándolo con quejarse al Emperador. El miedo al Emperador le determinó a hacer la voluntad de ellos, en contrario con la justicia, con su propia convicción y con la palabra que le había dado a su mujer. Dio la sangre de Jesús a los judíos, y para lavar su conciencia no tuvo mas que el agua que hizo echar sobre sus manos diciendo: "Soy inocente de la sangre de este Justo; vosotros responderéis de ella". No, Pilatos; tú también tendrás que dar cuenta de ella, pues eres un juez inicuo y sin conciencia: esta sangre de que quieres lavar tus manos no servirá para lavar tu alma.
Cuando los judíos, habiendo pronunciado la maldición sobre sí y sobre sus hijos, pidieron que esa sangre redentora que pide misericordia para nosotros pidiera venganza contra ellos, Pilatos mandó hacer los preparativos para pronunciar la sentencia. Mandó traer sus vestidos de ceremonia, se puso un tocado en donde brillaba una piedra preciosa, y otra capa; pusieron también delante de él un palo. Estaba rodeado de soldados, precedido de oficiales del tribunal, y seguido de escribas con rollos de tabletas. Delante tenía un hombre que tocaba la trompeta. Así fue desde su palacio hasta la plaza, donde había enfrente de la columna de la flagelación un sitio elevado para pronunciar los juicios. Este tribunal se llamaba Gabbata: era una elevación redonda, adonde se subía por escalones. Había encima un asiento para Pilatos, y detrás un banco para empleados inferiores. Alrededor había un gran numero de soldados, y algunos estaban subidos sobre los escalones. Muchos de los fariseos se habían ido ya al templo. No hubo más que Anás, Caifás y otros veintiocho que vinieron al tribunal cuando Pilatos se puso sus vestidos de ceremonia. Los dos ladrones habían sido ya conducidos al tribunal cuando Jesús fue presentado al pueblo. El Salvador, con su capa colorada y su corona de espinas, fue conducido delante del tribunal, y puesto entre los dos malhechores. Cuando Pilatos se sentó en su asiento, dijo a los judíos: "¡Ved aquí a vuestro Rey!" y ellos respondieron: "¡Crucifícalo!" "¿Queréis que crucifique a vuestro Rey?", volvió a decir Pilatos. "¡No tenemos más Rey que César!" gritaron los príncipes de los sacerdotes. Pilatos no dijo nada más, y comenzó a pronunciar el juicio. Los dos ladrones habían sido condenados anteriormente al suplicio de la cruz, pero los príncipes de los sacerdotes habían diferido su ejecución, porque querían hacer una afrenta mas a Jesús, asociándolo en su suplicio a dos malhechores de la ultima clase. Las cruces de los dos ladrones estaban al lado de ellos: la del Salvador no estaba todavía porque no se había pronunciado su sentencia de muerte.
La Virgen Santísima, que se había retirado después de la flagelación, se introdujo de nuevo en medio de la multitud para oír la sentencia de muerte de su Hijo y de su Dios. Jesús estaba de pie en medio de los alguaciles, al pie de los escalones del tribunal. La trompeta sonó para imponer silencio, y Pilatos pronunció su sentencia sobre el Salvador con el desenfado de un cobarde. Me irrité de tanta bajeza y de tanta doblez. La vista de ese miserable, hinchado de su importancia; el triunfo y la sed de sangre de los príncipes de los sacerdotes; el abatimiento y el dolor profundo del Salvador; las indecibles angustias de María y de las santas mujeres; el ansia atroz con que los judíos esperaban su víctima; la postura insolente de los soldados; en fin, el aspecto de tan horribles figuras de demonios, que veía en medio de la multitud, todo eso me tenía aterrada. Sentía que debía haber estado donde estaba Jesús, ni querido Esposo, pues entonces la sentencia hubiera sido justa; pero sufría tanto, que no me acuerdo exactamente de todo lo que vi. Diré lo que recuerdo.
Pilatos comenzó por un largo preámbulo, en el cual daba los nombres más sublimes al emperador Tiberio; después expuso la acusación inventada contra Jesús, que los príncipes de los sacerdotes habían condenado a muerte por haber alterado la paz pública y violado su ley, haciéndose llamar Hijo de Dios y Rey de los judíos, habiendo el pueblo pedido su muerte por voz unánime. El miserable añadió que encontraba esa sentencia conforme a la justicia, él, que no había cesado de proclamar la inocencia de Jesús; y al acabar, dijo: "Condeno a Jesús de Nazaret, Rey de los judíos, a ser crucificado"; y mandó traer la cruz. Me parece que rompió un palo largo, y que tiró los pedazos a los pies de Jesús.
A estas palabras, la Madre de Jesús cayó sin conocimiento; ahora no había duda; la muerte de su querido Hijo era cierta, la muerte más cruel e ignominiosa. Juan y las santas mujeres se la llevaron, para que los hombres cegados que la rodeaban no insultaran su dolor; mas apenas volvió en sí, tuvieron que conducirla por todos los sitios adonde su Hijo había sufrido, y adonde quería sufrir el sacrificio de sus lágrimas; así la Madre del Salvador tomó posesión por la Iglesia de esos lugares santificados.
Pilatos escribió el juicio en su tribunal, y los que estaban detrás de él lo copiaron tres veces. Lo que escribió era diferente de lo que había dicho; yo vi que, mientras tanto, su espíritu estaba agitado: parecía que el ángel de la cólera dirigía su pluma, y el sentido era éste: "Forzado por los príncipes de los sacerdotes, el Sanedrín y el pueblo, a punto de sublevarse, que pedían la muerte de Jesús de Nazaret, como culpable de haber agitado la paz pública, blastemado y violado su ley, se lo he entregado para ser crucificado, aunque sus inculpaciones no me parecían claras, por no ser acusado delante del Emperador de haber favorecido la insurrección de los judíos, descontentándolos por un maravedí de justicia". Después escribió la inscripción de la cruz sobre una tablita de color oscuro. La sentencia se transcribió muchas veces, y se envió a diferentes puntos. Los príncipes de los sacerdotes se quejaron de que el juicio estaba en términos poco favorables para ellos; objetaron también contra la inscripción, y pidieron que no se pusiera “Rey de los Judios”, sino “que se ha llamado Rey de los Judíos”. Pilatos, impaciente, les respondió lleno de cólera: “Lo que está escrito, escrito está".
Querían también que la cruz de Jesús no elevara su cabeza por encima de las otras de los dos ladrones: sin embargo, era menester hacerla más alta, porque por culpa de los obreros no había espacio para poner la inscripción de Pilatos.
Se valían de este pretexto para suprimir la inscripción, que les parecía injuriosa para ellos. Mas Pilatos no quiso consentir, y tuvieron que alargar la cruz, añadiéndole un nuevo pedazo. Esas diferentes circunstancias concurrieron a dar a la cruz su forma definitiva: sus dos brazos se elevaban como las ramas de un árbol separándose del tronco, y se parecía a una Y, con la parte inferior prolongada entre las otras dos: los brazos eran mas delgados que el tronco, y cada uno de ellos había sido puesto por separado; también habían elevado un tarugo a los pies para sostenerlos.
Mientras que Pilatos pronunciaba su juicio inicuo, vi que su mujer, Claudia Procla, le devolvía su prenda y la renunciaba. En la tarde de este mismo día se salió secretamente del palacio para refugiarse con los amigos de Jesús, y la tuvieron escondida en un subterráneo debajo de la casa de Lázaro, en Jerusalén. Ese mismo día, o poco tiempo después, vi a un amigo del Salvador grabar sobre una piedra verdezca, detraés de la altura de Gabbata, dos lineas, donde había estas palabras: Judex injustus, y el nombre de Claudia Procla: esta piedra se halla todavía en los cimientos de una casa o de una iglesia en Jerusalén, en el sitio donde estaba Gabbata. Claudia Procla se hizo cristiana, siguió a San Pablo, y fue su fiel discípula.
Habiendo sido pronunciada la sentencia, Jesús fue entregarlo a los alguaciles como una presa; le trajeron sus vestidos: que le habían quitado en casa de Caifás; los habían guardado, y sin duda algunos hombres compasivos los habían lavado, pues estaban limpios. Los hombres perversos que rodeaban a Jesús le desataron las manos para poderlo vestir; arrancaron de su cuerpo, lleno de llagas, la capa de lana colorada que le habían puesto por irrisión, y le echaron su escapulario sobre las espaldas. Como la corona de espinas era muy ancha e impedía que se le pusiese la túnica oscura, incosútil, que le había hecho su Madre, se la arrancaron de la cabeza, y todas sus heridas echaron sangre de nuevo con indecibles dolores. Le pusieron también su vestidura de lana blanca, su cinturón y su manto; después le volvieron a atar en medio del cuerpo la correa de puntas de hierro, de la cual salían los cordeles con los que tiraban de El; todo esto lo hicieron con su brutalidad y su crueldad habituales
Los dos ladrones estaban a derecha e izquierda de Jesús; tenían las manos atadas y una cadena al cuello: estaban cubiertos de cicatrices lívidas que provenían de su flagelación de la víspera: el que se convirtió después, estaba desde entonces tranquilo y pensativo; el otro, grosero e insolente, se unía a los alguaciles para maldecir e insultar a Jesús, que miraba a sus dos campaneros con amor, y ofrecía sus tormentos por su salvación. Los alguaciles juntaban los instrumentos del suplicio, y lo preparaban todo para esta terrible y dolorosa operación. Anás y Caifás habían acabado sus discusiones con Pilatos: tenían dos bandas de pergamino con la copia de la sentencia, y se dirigían con precipitación al templo, temiendo llegar tarde. Los príncipes de los sacerdotes se separaron del Cordero pascual para ir al templo a sacrificar y a comer el símbolo, dejando a infames verdugos conducir al altar de la cruz el Cordero de Dios, de que el otro era sólo la figura: habían puesto cuidado en no cometer ninguna impureza exterior, y su alma estaba machada con la cólera, el odio y la envidia. Habían gritado: "¡Que su Sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!": y estas palabras habían cumplido la ceremonia: habían puesto la mano del sacrificador sobre la víctima. Aquí se separaban los dos caminos que conducían al altar de la Ley y al altar de la Gracia. Pilatos, pagano orgulloso e irresoluto, esclavo del mundo, temblando delante de Dios, y adorando los ídolos, tomó entre los dos caminos, y se volvió a su palacio. La inicua sentencia fue pronunciada a las diez de la mañana.

Jesús lleva su cruz

Cuando Pilatos salió del tribunal, una parte de los soldados le siguió, y se formó delante del palacio; una pequeña escolta se quedó con los condenados.
Veintiocho fariseos armados, entre los cuales estaban los enemigos de Jesús que habían tomado parte en su arresto en el Huerto de los Olivos, vinieron a caballo para acompañarlo al suplicio. Los alguaciles condujeron al Salvador en medio de la plaza, adonde vinieron esclavos a echar la cruz a sus pies. Los dos brazos estaban provisionalmente atados a la pieza principal con cuerdas. Jesús se arrodilló cerca de ella, la abrazó y la besó tres veces, dirigiendo a su Padre acciones de gracias por la redención del género humano. Como los sacerdotes paganos abrazaban un nuevo altar, así el Señor abrazaba su cruz. Los soldados levantaron a Jesús sobre sus rodillas, y tuvo que cargar con mucha pena con este peso sobre su hombro derecho. Vi ángeles invisibles ayudarle, pues si no, no hubiera podido levantarla. Mientras Jesús oraba, pusieron sobre el pescuezo a los dos ladrones las piezas traveseras de sus cruces, atándoles las manos; las grandes piezas las llevaban esclavos. La trompeta de la caballería de Pilatos tocó, y uno de los fariseos a caballo se acercó a Jesús, agobiado bajo su carga, y le dijo: "Basta de buenas palabras; adelante". Lo levantaron con violencia, y sintió caer sobre sus hombros todo el peso que debemos llevar después de El, según sus santas y verídicas palabras.
Entonces comenzó la marcha triunfal del Rey de los reyes, tan ignominiosa sobre la tierra y tan gloriosa en el cielo.
Habían atado dos cuerdas a la punta del árbol de la cruz, y dos soldados la mantenían en el aire; otros cuatro tenían las cuerdas atadas a la cintura de Jesús. El Salvador, bajo su peso, me recordó a Isaac llevando a la montana el haz de leña para su sacrificio. La trompeta de Pilatos dio la señal de la marcha, porque el gobernador en persona quería ponerse a la cabeza de un destacamento para impedir todo movimiento tumultuoso. Estaba a caballo, cubierto con sus armas, rodeado de sus oficiales y de tropa de caballería.
Detrás venía un cuerpo de trescientos hombres de infantería, todos de las fronteras de Italia y de Suiza. Delante iba un trompeta que tocaba en todas las esquinas, y proclamaba la sentencia. A pocos pasos venía una multitud de hombres y de chiquillos, que traían cordeles, clavos, cuñas y cestas que contenían diferentes objetos; otros, más robustos, traían palos, escaleras y las piezas principales de las cruces de los dos ladrones; detrás venían algunos fariseos a caballo, y un joven que llevaba sobre el pecho la inscripción que Pilatos había hecho para la cruz; llevaba también en la punta de un palo la corona de espinas de Jesús, que no habían querido dejarle sobre la cabeza mientras llevaba la cruz. Ese joven no era muy malo. Al fin venía nuestro Señor, desnudos los pies y ensangrentados, abrumado bajo el peso de la cruz, temblando, lleno de llagas y de heridas, sin haber comido, ni bebido, ni dormido desde la cena de la víspera, debilitado por la pérdida de sangre, devorado por la fiebre, la sed y dolores infinitos: con la mano derecha sostenía la cruz sobre su hombro derecho; su mano izquierda, cansada, hacía de cuando en cuando esfuerzos para levantar el largo vestido, con que tropezaban sus pies heridos.
Cuatro soldados tenían a cierta distancia las puntas de los cordeles atadas a la cintura: los de delante le tiraban; los dos que seguían le empujaban, de suerte que no podía afirmar el paso. Sus manos estaban heridas por los cordeles que las habían tenido atadas; su cara estaba ensangrentada e hinchada; la barba y sus cabellos manchados de sangre; el peso de la cruz y las cadenas apretaban contra su cuerpo el vestiglo de lana, que se pegaba a sus llagas y las abría. A su alrededor no había más que irrisión y crueldad; mas su boca rezaba y sus ojos perdonaban. Detrás de Jesús iban los dos ladrones, llevados también por cuerdas. No tenían más vestido que un delantal; la parte superior del cuerpo estaba cubierta de una especie de escapulario sin mangas, abierto por los dos lados; tenían la cabeza cubierta con un gorro de paja. La mitad de los fariseos a caballo cerraban la marcha; algunos de ellos corrían acá y aya para mantener el orden. A una distancia bastante grande venia la escolta de Pilatos: el gobernador romano con su uniforme de guerra, en medio de sus oficiales, precedido de un escuadrón de caballería, y seguido de trescientos infantes, atravesó la plaza, y entró en una calle bastante ancha, corriendo por el pueblo para impedir todo movimiento popular.
Jesús fue conducido por una calle estrecha y que rodeaba, para no estorbar a la gente que iba al templo ni a la tropa de Pilatos. La mayor parte del pueblo se había puesto en movimiento, después de haber condenado a Jesús. Una gran parte de los judíos se fueron a sus casas o al templo, a fin de acabar los preparativos para sacrificar el cordero pascual; sin embargo, la multitud era todavía numerosa, y se precipitaba delante para ver pasar la triste procesión: la escolta de los soldados romanos impedía que se juntasen a ellos, y los curiosos tenían que dar vueltas por calles que atravesaban, y que correr delante: la mayor parte fueron hasta el Calvario. La calle por donde pasaba Jesús era muy estrecha y muy sucia; tuvo mucho que sufrir: los soldados estaban a su lado; el pueblo lo injuriaba desde las ventanas; los esclavos le tiraban lodo e inmundicias, y hasta los niños recogían piedras en sus vestidos y se las tiraban o se las echaban ante su paso.

Primera caída de Jesús debajo de la cruz

La calle, poco antes de su fin, tuerce a la izquierda, se ensancha y sube un poco: por ella pasa un acueducto subterráneo, que viene del monte Sión: antes de la subida hay un hoyo, donde hay con frecuencia agua y lodo cuando llueve, por cuya razón han puesto una piedra grande para facilitar el paso. Cuando llego Jesús a este sitio, ya no podía andar: como los soldados tiraban de El y lo empujaban sin misericordia, se cayó a lo largo contra esa piedra, y la cruz cayó a su lado. Los verdugos se pararon, llenándole de imprecaciones y pegándole; la escolta se paró un momento en desorden. En vano Jesús tendía la mano para que le ayudasen, diciendo: "¡Ah, presto se acabará!”, y rogó por sus verdugos; mas los fariseos gritaron: "¡Levantadlo, si no morirá en nuestras manos!" A los dos lados del camino había mujeres llorando y niños asustados.
Sostenido por un socorro sobrenatural, Jesús levantó la cabeza, y aquellos hombres atroces, en lugar de aliviar sus tormentos, le pusieron la corona de espinas. Habiéndole levantado, le cargaron la cruz sobre los hombros, y tuvo que ladear la cabeza, con dolores infinitos, para poder colocar sobre el hombro el peso con que estaba cargado.

Segunda caída de Jesús debajo de la cruz

La dolorosa Madre de Jesús había salido de la plaza después de pronunciada la sentencia iracunda, acompañada de Juan y de algunas mujeres. Había visitado muchos sitios santificados por los padecimientos de Jesús: pero cuando el sonido de la trompeta, el ruido del pueblo y la escolta de Pilatos anunciaron la ida para el Calvario, no pudo resistir al deseo de ver todavía a su divino Hijo, y pidió a Juan que la condujese a uno de los sitios por donde Jesús había de pasar; se fueron a un palacio cuya puerta daba a la calle adonde entró la escolta después de la primera caída de Jesús; era, si no me equivoco, la habitación del sumo pontífice Caifás, pues su tribunal estaba sólo en Sión.
Juan obtuvo de un criado o portero compasivo el permiso de ponerse a la puerta con María y los que la acompañaban. La Madre de Dios estaba pálida y con los ojos llenos de lagrimas, y cubierta enteramente con un manto pardo azulado. Se oía el ruido que se acercaba, el sonido de la trompeta y la voz del pregonero publicando la sentencia en las esquinas. El criado abrió la puerta; el ruido era cada vez más grande y espantoso. María oro, y dijo a Juan: "¿Debo ver este espectáculo? ¿Debo huir? ¿Cómo podré yo soportarlo?" Al fin salieron a la puerta: María se paró y miró; la escolta estaba a ochenta pasos; no había gente delante, sino por los lados y atrás. Cuando los que llevaban los instrumentos del suplicio se acercaron con aire insolente y triunfante, la Madre de Jesús se puso a temblar y a gemir, juntando las manos, y uno de aquellos hombres preguntó: "¿Quién es esa Mujer que se lamenta?", y otro respondió: "Es la Madre del Galileo". Cuando los miserables oyeron tales palabras, llenaron de injurias a esta dolorosa Madre, la señalaban con el dedo, y uno de ellos tomó en sus manos los clavos con que debían clavar a Jesús en la cruz, y se los presentó a la Virgen burlándose. María miró a Jesús, y se agarró a la puerta para no caerse, pálida como un cadáver, con los labios lívidos. Los fariseos pasaron a caballo; después el niño que llevaba la inscripción; detrás su Santísimo Hijo Jesús, temblando, doblado bajo la pesada carga de la cruz, inclinando sobre el hombro su cabeza coronada de espinas. Echaba sobre su Madre una mirada de compasión, y, habiendo tropezado, cayó por segunda vez sobre sus rodillas y sobre sus manos, María, en medio de la violencia del dolor, no vio ni soldados ni verdugos; no vio más que a su querido Hijo; se precipitó desde la puerta de la casa en medio de los soldados que maltrataban a Jesús, cayó de rodillas a su lado, y se abrazó a El. Yo oí estas palabras: "¡Hijo mío;", “¡Madre mía!"; pero no sé si realmente fueron pronunciadas, o sólo en el pensamiento.
Hubo un momento de desorden: Juan y las santas mujeres querían levantar a María. Los alguaciles la injuriaban; uno de ellos le dijo: "Mujer, ¿qué vienes a hacer aquí? Si lo hubieras educado mejor, no estaría en nuestras manos".
Algunos soldados tuvieron compasión. Sin embargo, echaron a la Virgen hacia atrás, pero ningún alguacil la tocó. Juan y las santas mujeres la rodearon, y cayó como muerta sobre sus rodillas, encima de la piedra angular de la puerta, donde sus manos se imprimieron. Esta piedra, que era muy dura, fue trasportada a la primera iglesia católica, cerca de la piscina de Betesda, en el episcopado de Santiago el Menor. Los dos discípulos que estaban con la Madre de Jesús se la llevaron al interior de la casa, y cerraron la puerta.
Mientras tanto, los alguaciles levantaron a Jesús, le pusieron de otro modo la cruz sobre los hombros. Los brazos de la cruz se habían desatado; uno de ellos había resbalado, y se había enredado en las cuerdas; éste fue el que Jesús abrazó; de suerte que por detrás todo el peso del madero arrastraba más por el suelo. Yo vi acá y allá, en medio de la multitud que seguía la escolta profiriendo maldiciones e injuries, algunas mujeres cubiertas con sus velos y derramando lagrimas.

Tercera caída de Jesús
Simón Cirineo
 
Llegaron a la puerta de una muralla vieja interior de la ciudad. Delante de ella hay una plaza, de donde parten tres calles. En esa plaza, Jesús, al pasar sobre una piedra gruesa, tropezó y cayó; la cruz quedó a su lado, y no se pudo levantar. Algunas personas bien vestidas que pasaban para ir al templo, exclamaron, llenas de compasión: "¡Ah! ¡El pobre Hombre se muere!" Hubo algún tumulto: no podían poner a Jesús en pie, y los fariseos dijeron a los soldados: "No podremos llevarlo vivo, si no buscáis un hombre que le ayude a llevar la cruz". Vieron a poca distancia un pagano, llamado Simón Cirineo, acampanado de sus tres hijos, que llevaba debajo del brazo un haz de ramas menudas, pues era jardinero y venía de trabajar en los jardines situados cerca de la muralla oriental de la ciudad. Estaba en medio de la multitud, de donde no podía salir, y los soldados, habiendo reconocido por su traje que era un pagano y un obrero de clase inferior, le tomaron y le mandaron que ayudara al Galileo a llevar su cruz. Primero rehusó, pero tuvo que ceder a la fuerza. Sus hijos lloraban y gritaban, y algunas mujeres que los conocían los recogieron. Simón sentía mucho disgusto y repugnancia a causa del triste estado en que se hallaba Jesús, y de su ropa toda llena de lodo. Mas Jesús lloraba, y le miraba con ternura. Simón le ayudo a levantarse, y al instante los alguaciles ataron sobre sus hombros uno de los brazos de la cruz. El seguía a Jesús, que se sentía aliviado de su carga. Se pusieron otra vez en marcha. Simón era un hombre robusto, de cuarenta años; sus hijos llevaban vestidos de universos colores. Dos eran ya crecidos, se llamaban Rucio y Alejando; se reunieron después a los discípulos de Jesús. El tercero era más pequeño, y lo he visto con San Esteban, aun niño. Simón no llevó mucho tiempo la cruz sin sentirse penetrado de compasión.

Verónica y el sudario

La escolta entró en una calle larga, que torcía un poco a la izquierda, y que estaba cortada por otras transversales. Muchas personas bien vestidas se dirigían al templo; pero algunas se retiraban a vista de Jesús, por el temor farisaico de contaminarse: otras mostraban alguna compasión. Habían unos doscientos pasos desde que Simón ayudara a Jesús a llevar la cruz, cuando una mujer de elevada estatura y de aspecto imponente, llevando de la mano a una niña, salió de una hermosa casa situada a la izquierda, y se puso delante.
Era Serafia, mujer de Sirac, miembro del Consejo del templo, que llamó Verónica, de Vera Icon (verdadero retrato), a causa de lo que hizo ese día.
Serafia había preparado en su casa un excelente vino aromatizado, con la piadosa intención de dárselo a beber al Señor en su camino de agonía. Salió a la calle, cubierta con su velo; tenia un lienzo sobre sus hombros; una niña de nueve años, que había adoptado, estaba a su lado, y escondió, al acercarse la escolta, el vaso lleno de vino. Los que iban delante quisieron rechazarla; mas ella se abrió paso en medio de la multitud, de los soldados y de los alguaciles: llegó hasta Jesús, se arrodilló, y le presento el lienzo extendido, diciendo: "Permitidme que limpie la cara de mi Señor", El Señor tomó el paño, lo aplicó sobre su cara ensangrentada, y se lo devolvió, dándole las gracias. Serafia, después de haberlo besado, lo metió debajo de su manto, y se levantó. La niña alzó tímidamente el vaso de vino hacia Jesús; pero los soldados no permitieron que bebiera. La osadía y la prontitud de esta acción habían excitado un movimiento en la multitud, por lo que se paró la escolta cerca de dos minutos, y Verónica había podido presentar el sudario. Los fariseos y los alguaciles, irritados de esta parada, y, sobre todo, de este homenaje público rendido al Salvador, pegaron y maltrataron a Jesús, mientras la Verónica entraba en su casa. Apenas había penetrado en su cuarto, extendió el sudario sobre la mesa que tenia delante, y cayó sin conocimiento. La niña se arrodilló a su lado llorando. Un amigo que venia a verla la hallo así al lado de un lienzo extendido, en que la cara ensangrentada de Jesús veíase estampada de un modo maravilloso. Se sorprendió con ese espectáculo; la hizo volver en si, y le mostró el sudario, delante del cual ella se arrodilló, llorando y diciendo: "Ahora lo quiero dejar todo, pues el Señor me ha dado un recuerdo". Este sudario era de lana fina, tres veces mas largo que ancho, y se llevaba habitualmente alrededor del cuello: era costumbre ir con un sudario semejante a socorrer los afligidos o los enfermos, y limpiarles la cara en señal de dolor o de compasión.
Verónica guardó siempre el sudario a la cabecera de su cama. Después de su muerte fue para la Virgen, y después para la Iglesia por intermedio de los apóstoles.
Serafia era prima de Juan Bautista, pues su padre y Zacarías eran hijos de dos hermanos.
Cuando María, a la edad de cuatro años, fue llevada a Jerusalén para formar parte de las vírgenes del templo, Joaquín y Ana se hospedaron en casa de Zacarías. Se hallaba en ella Serafia, que tenía lo menos cinco años más que la Virgen, y asistió a su casamiento con San José. Era también parienta del viejo Simeón, que profetizó entonces la presentación de Jesús en el templo, y estaba unida con sus hijos desde su infancia. Estos tenían, como su padre, un vivo deseo de la venida del Mesías, y también lo tenía Serafia. Cuando Jesús, de edad de doce años, se quedó en Jerusalén para enseñar en el templo, Serafia, que estaba todavía soltera, le enviaba su comida a una pequeña posada a un cuarto de legua de Jerusalén, en que permanecía cuando no estaba en el templo, y adonde María poco después de la Natividad, viniendo de Belén para presentar a Jesús en el templo, se había detenido un día y dos noches en casa de dos ancianos. Eran esenios, que conocían a la Sagrada Familia. Esta posada era una fundación para los pobres: Jesús y los discípulos venían con frecuencia a alojarse en ella.
Serafia se casó tarde; su marido, Sirac, era descendiente de la casta Susana: era miembro del Consejo del templo, Al principio era muy opuesto a Jesús, y su mujer tuvo mucho que sufrir de él a causa de su amor al Salvador. José de Arimatea y Nicodemo lo redujeron a mejores sentimientos, y permitió a Serafia que siguiera a Jesús. En el juicio en casa de Caifás se declaró en favor de Jesús con José y Nicodemo, y, como ellos, se separó del Sanedrín. Serafia era mujer de mas de cincuenta años: en la entrada triunfal del Domingo de Ramos la vi desatar su velo y echarlo en el camino por donde pasaba el Salvador. Este mismo velo fue el que presento a Jesús en esta marcha todavía más triunfante para limpiarle el rostro adorable, y que le hizo dar, a la que lo poseía, el nuevo nombre de Verónica.

Cuarta y quinta caídas de Jesús

del Sudoeste. Se pasa debajo de una bóveda, por encima de un puente y debajo de otra bóveda. A la izquierda de la puerta, la muralla de la ciudad se dirige al Mediodía para rodear el monte de Sión. Al acercarse a la puerta, los alguaciles empujaron a Jesús en medio de un lodazal. Simón Cirineo quiso pasar al lado, y habiendo ladeado la cruz, Jesús cayó por la cuarta vez en el lodo. Entonces, en medio de sus lamentos, dijo con voz inteligible; "¡Ah Jerusalén, cuanto te he amado! ¡He querido juntar a tus hijos como la gallina junta a sus polluelos debajo de sus alas, y tu me echas tan cruelmente fuera de tus puertas!" Al oír estas palabras, los fariseos le insultaron de nuevo, le pegaron y le arrastraron para sacarle del lodo. Simón Cirineo se indignó tanto de ver esa crueldad, que exclamó: "Si no ceséis en vuestras infamias, dejo la cruz, aunque me matéis también".
Al salir de la puerta se ve un camino estrecho y pedregoso, que se dirige al Norte y conduce al Calvario. El camino real, del cual se aparta aquel, se divide en tres a cierta distancia: el uno vuelve a la izquierda y conduce a Belén por el valle de Gihón; el otro se dirige al Occidente y conduce a Emaús y a Joppé; el tercero da la vuelta al Calvario, y concluye en la puerta del ángulo que conduce a Betsur. Desde esta puerta, por donde salió Jesús, se puede ver la de Belén.
Habían puesto en el sitio donde empieza el camino del Calvario, sobre un palo, una tabla anunciando la condenación a muerte de Jesús y de los dos ladrones.
En el ángulo de este camino había una multitud de mujeres que lloraban y gemían. Eran vírgenes y pobres mujeres de Jerusalén, con sus niños, que habían ido delante; otras habían venido, para la Pascua, de Belén, de Hebroso y de los lugares circunvecinos. Jesús se desfalleció, pero no cayó al suelo, porque Simón dejó la cruz en tierra, se acercó a Él y le sostuvo. Esta es la quinta caída de Jesús debajo de la cruz. A vista de su cara tan desfigurada y tan llena de heridas, comenzaron a dar lamentos, y según la costumbre de los judíos, le presentaron lienzos para limpiarse el rostro. El Salvador se volvió hacia ellas, y les dijo: "Hijas de Jerusalén, no lloréis por Mí; llorad sobre vosotras mismas y sobre vuestros hijos, pues vendrá un tiempo en que se dirá: ¡felices las estériles y las entrañas que no han engendrado y los pechos que no han dado de mamar! Entonces empezarán a decir a los montes: "¡Caed sobre nosotros!" y a las alturas: "¡Cubridnos!", Pues si así se trata a la madera verde, ¿qué será con la seca?" se pararon en este sitio: los que llevaban los instrumentos del suplicio fueron al monte Calvario, seguidos de cien soldados romanos de la escolta de Pilatos, que le seguían de lejos. Al llegar a la puerta, se volvió al interior de la ciudad.

Jesús sobre el Gólgota. Sexta y séptima caídas de Jesús

verdugos, subió con mucho trabajo el rudo camino que dirigía al Norte, entre las murallas de la ciudad y el monte Calvario. En el sitio en donde el camino tuerce al Mediodía, se cayó por la sexta vez, y esta caída fue muy dolorosa. Le empujaron y pegaron más brutalmente que nunca, y llegó a la roca del Calvario, adonde cayó por la séptima vez.
Simón Pirineo, maltratado también cansado, estaba lleno de indignación y de piedad: hubiera querido aliviar todavía a Jesús, pero los alguaciles le echaron, llenándole de injurias. Se reunió poco después a los discípulos. Echaron también toda la gente que había venido sin tener nada que hacer. Los fariseos a caballo habían seguido caminos cómodos, situados al lado occidental del Calvario. Desde esta altura se puede ver por encima de los muros de la ciudad.
El llano que hay en la elevación, teatro horrendo del suplicio, es de forma circular; esta rodeado de un terraplén cortado por cinco caminos. Estos cinco caminos se hallan en muchos sitios del país, en los cuales se baña, se bautiza, en la piscina de Betesda: muchos pueblos tienen también cinco puertas. Hay en esto, como en todo lo de la Tierra Santa, una profunda significación profética, a causa de la abertura de los cinco medios de salvación en las cinco llagas de] Salvador. Los fariseos a caballo se pararon delante de la llanura al lado occidental, adonde la cuesta es suave: el lado por donde conducen a los condenados es áspero y rápido. Cien soldados romanos se hallaban dispersos acá y aya, Algunos estaban con los ladrones, que no habían sido conducidos al llano para dejar la plaza libre; pero los habían recostado sobre las espaldas un poco más abajo, dejándoles los brazos atados a los maderos trasversales de sus cruces. Mucha gente, la mayor parte de baja clase, extranjeros, esclavos, paganos, estaban alrededor del llano o sobre las alturas circunvecinas.
Eran las doce menos cuatro cuando el Señor dio la última caída y echaron a Simón. Los alguaciles tiraron de Jesús para levantarlo, desataron los pedazos de la cruz, y los pusieron en el suelo. ¡Qué doloroso espectáculo presentaba el Salvador, de pie, en el sitio de su suplicio, tan triste, tan pálido, tan despedazado, tan ensangrentado! Los alguaciles lo tiraron al suelo, insultándolo: "Rey de los judíos, le decían, vamos a alzar tu trono". Pero El mismo se acostó sobre la cruz, y lo extendieron para tomar medidas de sus miembros; después lo condujeron a sesenta pasos al Norte, a una especie de cavidad abierta en la roca, que parecía una cisterna: lo empapujaron tan brutalmente, que se hubiera roto las rodillas contra la piedra, si los ángeles no lo hubiesen socorrido. Le oí gemir de un modo que partía el corazón. Cerraron la entrada, y dejaron centinelas. Entonces comenzaron sus preparativos. En medio del llano circular estaba el punto más elevado de la roca del Calvario: era una eminencia redonda, de dos pies de altura, a la cual se subía por escalones. Abrieron en ella tres hoyos, adonde debían plantarse las tres cruces, y pusieron a derecha y a izquierda las cruces de los dos ladrones, excepto las piezas trasversales, a las cuales ellos tenían las manos atadas, y que fueron clavadas después sobre la pieza principal. Pusieron la cruz en el sitio adonde debían en clavarlo, de modo que pudieran levantarla sin dificultad y dejarla caer en el hoyo. Clavaron los dos brazos y el pedazo de madera para sostener los pies; abrieron agujeros para los clavos y para la inscripción; hicieron muescas para la corona y para los rincones del Señor, a fin de que todo su cuerpo fuese sostenido y no colgado, y que el peso no pendiera de las manos, que se hubieran podido arrancar de los clavos. Clavaron estacas en la tierra, y fijaron en ellas un madero que debía servir de apoyo a las cuerdas para levantar la cruz; en fin, hicieron otros preparativos de esta especie.

María y sus amigas van al Calvario

Cuando la Virgen, después de su doloroso encuentro con Jesús llevando la cruz, fue trasladada sin conocimiento, el amor y el deseo ardiente de estar con su Hijo, y de no abandonarle, le dieron una fuerza sobrenatural. Se fue a casa de Lázaro, cerca de la puerta del ángulo adonde estaban las otras santas mujeres, y salieron diez y siete para seguir el camino de la Pasión. Las vi, cubiertas con sus velos, ir a la plaza, sin cuidarse de las injurias del pueblo; besar el suelo en donde Jesús se había cargado con la cruz, y seguir el camino que había llevado. María buscaba los vestigios de sus pasos, y mostraba a sus compañeros los sitios consagrados por alguna circunstancia dolorosa. De este modo la devoción más tierna de la Iglesia fue escrita por la primera vez en el corazón maternal de María con la espada que predijo el viejo Simeón: pasó de su boca sagrada a sus compañeros, y de éstas hasta nosotros. Así la tradición de la Iglesia se perpetúa del corazón de la madre al corazón de los hijos. En todo tiempo los judíos han venerado los lugares consagrados por alguna acción santa. Levantan piedras, hacen peregrinaciones, y van a adorar. Así el culto del camino sagrado de la cruz tuvo su origen bajo los pies mismos de Jesús, gracias al amor de la más tierna de las madres, y según las miras de Dios sobre su pueblo.
Estas santas mujeres entraron en casa de Verónica, porque Pilatos volvía por la misma calle con su escolta. Las santas mujeres examinaron llorando la cara de Jesús estampada en el sudario, y admirando la gracia que había hecho a su fiel amiga. Tomaron el vaso de vino aromatizado que no habían dejado beber a Jesús, y se dirigieron todas juntas hacia la puerta del Gólgota. Su número se había aumentado con muchas personas bien intencionadas, entre ellas cierto número de hombres. Subieron al Calvario por el lado occidental, por donde la subida es más cómoda. La Madre de Jesús, su sobrina María, hija de Cleofás, Salomé y Juan, se acercaron hasta el llano circular; Marta, María Helí, Verónica, Juana Chusa, Susana y María, madre de Marcos, se detuvieron a cierta distancia con Magdalena, que estaba como fuera de sí. Más lejos estaban otras siete, y algunas personas compasivas que establecían las comunicaciones de un grupo al otro. Los fariseos a caballo estaban acá y allá alrededor de la llanura, y en las cinco entradas había soldados romanos. ¡Qué espectáculo para María el ver este sitio del suplicio, los clavos, los martillos, las cuerdas, la terrible cruz, los verdugos medio desnudos y casi borrachos, haciendo sus horrendos preparativos con mil imprecaciones! La ausencia de Jesús prolongaba su martirio: sabía que estaba todavía vivo, deseaba verlo, y temblaba al pensar en los tormentos a que lo vería expuesto.
Desde por la mañana hasta las diez hubo granizo por intervalos; mas a las doce, una niebla encamada oscureció el sol.

Jesús desnudo y clavado en la cruz

Cuatro alguaciles fueron a sacar a Jesús del sitio en donde le habían encerrado. Le dieron golpes y lo llenaron de ultrajes en estos últimos pasos que le quedaban por andar, y lo arrastraron sobre la eminencia. Cuando las santas mujeres lo vieron, dieron dinero a un hombre para obtener de los alguaciles el permiso de dar de beber a Jesús el vino aromatizado de Verónica. Mas los miserables no se lo dieron, y se lo bebieron. Tenían ellos dos vasos, uno con vinagre y hiel, el otro con una bebida que parecía vino, mezclado con mirra y con ajenjo; presentaron esta última bebida al Señor: Jesús, habiendo mojado sus labios, no bebió.
Había diez y ocho alguaciles sobre la altura: los seis que habían azotado a Jesús, los cuatro que lo habían conducido, dos que habían tenido las cuerdas atadas a la cruz, y seis que debían crucificarlo. Estaban ocupados con el Salvador o con los dos ladrones; eran hombres pequeños y robustos, tenían cara de extranjeros, y los cabellos erizados; parecían animales feroces; servían a los romanos y a los judíos por el dinero.
El aspecto de todo esto era tanto más espantoso para mí, cuanto que veía figuras horrorosas de demonios que parecían ayudar a estos hombres crueles, y una infinidad de horribles visiones bajo la forma de sapos, de serpientes, de dragones, de insectos venenosos de toda especie que oscurecían el cielo.
Entraban en la boca y en el corazón de los circunstantes, y se ponían sobre sus hombros, y éstos se sentían el alma llena de pensamientos abominables, o proferían horribles imprecaciones. Veía con frecuencia sobre Jesús figuras de ángeles llorando, o rayos donde no distinguía más que cabecitas. También veía ángeles compasivos y consoladores sobre la Virgen y sobre todos los amigos de Jesús.
Los alguaciles quitaron a Nuestro Señor su capa, el cinturón con el cual le habían arrastrado, y su propio cinturón. Le quitaron después su vestido exterior de lana blanca, y como no podían sacarle la túnica inconstruible que su Madre le había hecho, a causa de la corona de espinas, arrancaron con violencia esta corona de la cabeza, abriendo todas sus heridas. No le quedaba más que su escapulario corto de lana, y un lienzo alrededor de los rincones. El escapulario se había pegado a sus llagas, y sufrió dolores indecibles cuando se lo arrancaron del pecho. El Hijo del hombre estaba temblando, cubierto de llagas, echando sangre, o cerradas. Sus hombros y sus espaldas estaban despedazados hasta los huesos. Le hicieron sentar sobre una piedra, le pusieron la corona sobre la cabeza, y le presentaron un vaso con hiel y vinagre; mas Jesús volvió la cabeza sin decir palabra.
En seguida lo extendieron sobre la cruz, y habiendo estirado su brazo derecho sobre el aspa derecha de la cruz, lo ataron fuertemente; uno de ellos puso la rodilla sobre su pecho sagrado, otro le abrió la mano, clavó con un martillo dela carnean clavo grueso y largo, y lo y el tercero apoyó sobre la came un clavo grueso y largo, y lo clavó con un martillo de hierro. Un gemido dulce y claro salió del pecho de Jesús: su sangre saltó sobre los brazos de sus verdugos. He contado los martillazos, pero se me han olvidado. Los clavos eran muy largos, la cabeza chata y del diámetro de un duro: tenían tres esquinas; eran del grueso de un dedo pulgar a la cabeza; la punta salía detrás de la cruz.
Después de haber clavado la mano derecha del Salvador, los verdugos vieron que la mano izquierda no llegaba al agujero que habían abierto: entonces ataron una cuerda a su brazo izquierdo, y tiraron de él con toda su fuerza, hasta que la mano llegó al agujero. Esta dislocación violenta de sus brazos lo atormentó horriblemente: su pecho se levantaba y sus rodillas se separaban: Se arrodillaron de nuevo sobre su cuerpo, le ataron el brazo, y hundieron el segundo clavo en la mano izquierda: se oían los quejidos del Señor en medio de los martillazos. Los brazos de Jesús estaban extendidos horizontalmente, de modo que no cubrían los brazos de la cruz, que se elevaban oblicuamente.
La Virgen Santísima sentía todos los dolores de su Hijo: estaba pálida como un cadáver, y hondos gemidos se exhalaban de su pecho. Los fariseos la llenaban de insultos y de burlas. Magdalena estaba como loca: se despedazaba la cara; sus ojos y sus carrillos vertían sangre.
Habían clavado a la cruz un pedazo de madera para sostener los pies de Jesús, a fin de que todo el peso del cuerpo no pendiera de las manos, y para que los huesos de los pies no se rompieran cuando los clavaran. habían hecho ya un agujero para el clavo que debía de clavar los pies, y una excavación para los talones. Todo el cuerpo de Jesús se había subido a lo alto de la cruz por la violenta tensión de los brazos, y sus rodillas se habían separado. Los verdugos las extendieron y las ataron con cuerdas, pero los pies no llegaban al pedazo de madera puesto para sostenerlos. Entonces, llenos de furia, los unos querían hacer nuevos agujeros para los clavos de las manos, pues era difícil poner el pedazo de madera más arriba; otros vomitaban imprecaciones contra Jesús: "No quiere estirarse, decían; pero vamos a ayudarle". Entonces ataron cuerdas a su pierna derecha, y lo tendieron violentamente, hasta que el pie llego al pedazo de madera. Rué una dislocación tan horrible, que se oyó crujir el pecho de Jesús, que exclamo diciendo: "¡Oh Dios mio! ¡Oh Dios mio!" Habían atado su pecho y sus brazos para no arrancar las manos de los clavos. Fue un horrible padecimiento. Ataron después el pie izquierdo sobre el derecho, y lo horadaron primero con una especie de taladro, porque no estaban bien puestos para poderse clavar juntos. Tomaron un clavo más largo que los de las manos, y lo clavaron, atravesando los pies y el pedazo de madera hasta el árbol de la cruz.
Esta operación fue mas dolorosa que todo lo demás, a causa de la dislocación del cuerpo. Conté hasta treinta martillazos.
Los gemidos que los dolores arrancaban a Jesús se mezclaban a una continua oración, llena de pasajes de los salmos y de los profetas, cuyas predicciones estaba cumpliendo; no había cesado de orar así en el camino de la cruz, y lo hizo hasta su muerte. He oído y repetido con El todos estos pasajes, y los recuerdo algunas veces rezando los salmos; pero estoy tan abatida de dolor, que no puedo coordinarlos.
El jefe de la tropa romana había hecho clavar encima de la cruz la inscripción de Pilatos. Como los romanos se burlaban del titulo de Rey de los judíos, algunos fariseos volvieron a la ciudad para pedir a Pilatos otra inscripción. Eran las doce y cuarto cuando Jesús fue crucificado, y en el mismo momento en que elevaban la cruz, el templo resonaba con el ruido de las trompetas que celebraban la inmolación del cordero pascual.

Jesús es clavado en la cruz

Su cuerpo estaba ahora tendido en la cruz por los verdugos, que se había acostado sobre ella, pero lo empujaron hacia abajo, a los lugares vacíos, arrastró rudamente su mano derecha al agujero para el clavo en el brazo derecho de la cruz, y ató su muñeco. Uno se arrodilló en su pecho sagrado y agarró su mano cerrada; otro colocó el clavo largo y grueso, que había sido afilado hasta un punto afilado, en la palma de su mano sagrada, y dio golpes furiosos con el martillo de hierro. Un grito dulce, claro y espasmódico de angustia salió de los labios del Señor, y su sangre se derramó sobre los brazos de los verdugos. Los músculos y ligamentos de la mano habían sido rasgados y, por el clavo de tres bordes, empujados hacia el agujero estrecho. He contado los golpes del martillo, pero mi angustia me ha hecho olvidar su número. La Santísima Virgen lloró en voz baja, pero Magdalena estaba perfectamente loca.
El agujero era una gran pieza de hierro como una T latina, y no había madera en todo sobre él. El gran martillo también era, cable y todo, de una pieza de hierro, y casi de la misma forma que el martillo de madera que vemos usado por un carpintero para golpear una cincela.
Los clavos, a la vista de los cuales tembló Jesús, eran tan largos que cuando los verdugos los agarraron en los puños, se proyectaron alrededor de una pulgada en cada extremo. La cabeza consistía en una pequeña placa con un botón, y cubría tanto la palma de la mano como una pieza de la corona. Eran de tres bordes, gruesos cerca de la cabeza como un pulgar de tamaño moderado, luego afunilados hasta el grosor de un dedo meñique, y finalmente archivados hasta un punto. Cuando se martillaba, se podía ver la punta proyectándose un poco en el lado opuesto de la cruz.
Después de clavar la mano derecha de Nuestro Señor, los crucificadores descubrieron que su izquierda, que también estaba atada a la cruz, no llegaba al agujero hecho para el clavo, pues habían perforado una buena centímetro de la punta de los dedos. En consecuencia, desataron el brazo de Jesús de la cruz, enrollaron cuerdas alrededor de él y, con los pies firmemente apoyados en la cruz, lo arrastraron hacia delante hasta que la mano llegó al hoyo. Ahora, arrodillarse sobre el brazo y el pecho del Señor, se fijó el brazo de nuevo en la viga, y martillado el segundo clavo en la mano izquierda. La sangre borbullaba y el dulce y claro grito de agonía de Jesús sonaba por encima de los golpes del pesado martillo. Ambos brazos habían sido arrancados de sus bases, los hombros estaban extendidos y huecos, y en los codos se podían ver los huesos desarticulados. El pecho de Jesús se levantó, y sus piernas fueron levantadas, dobladas hacia su cuerpo. Sus brazos se extendían en una línea tan recta que ya no cubren las cruces oblicuamente elevando. Se podía ver a través del espacio así creado entre ellos y sus axilas.
La Santísima Virgen soportó todas estas torturas con Jesús. Estaba pálida como un cadáver, y bajos gemidos de agonía sonaron de sus labios. Los fariseos estaban burlándose y burlándose del lado de la pared baja junto a la cual estaba de pie, de modo que Juan la llevó a las otras mujeres santas a una distancia aún mayor del círculo. La Magdalena estaba loca. Se rasgó la cara con las uñas hasta que los ojos y las mejillas se cubrieron de sangre.
Alrededor de un tercio de su altura desde abajo, se había fijado a la cruz por un enorme palo un bloque saliente en el que los pies de Jesús debían ser clavados, de modo que estuviera más de pie que colgado; de lo contrario, sus manos habrían sido rasgadas, y sus pies no podrían haber sido clavados sin quebrarse los huesos. Un agujero para el clavo se había aburrido en el bloque, y un pequeño hueco se hizo para los talones. Cavidades similares se habían hecho por todo el tronco de la cruz para prolongar sus sufrimientos, pues sin ellas las manos se habrían desgarrado y el cuerpo habría caído violentamente por su propio peso.
El cuerpo entero de nuestro bendito Redentor había sido contraído por el violento estiramiento de los brazos hasta los agujeros para los clavos, y sus rodillas fueron forzadas a subir. Los ejecutores ahora cayeron furiosos sobre ellos y, enrollados en cuerdas alrededor de ellos, los ataron a la cruz; pero, debido al error hecho en los agujeros del travesaño, los pies sagrados de Jesús no llegaron ni siquiera al bloque. Cuando los verdugos vieron esto, dieron rienda suelta a maldiciones e insultos. Algunos pensaron que tendrían que perforar nuevos agujeros en el brazo transversal, ya que eso sería mucho menos difícil que mover el pedestal. Otros, con terrible burla, gritaron: "No se extenderá, pero lo ayudaremos!" Entonces ataron cuerdas alrededor de la pierna derecha y, con terrible violencia y terrible tortura a Jesús, tiraron el pie hacia abajo, al bloque, y ataron firmemente la pierna con cuerdas. El cuerpo de Jesús estaba tan terriblemente hinchado. Su pecho se abrió paso con un sonido de grietas, y él gemía en voz alta: "¡Oh Dios! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué estás haciendo? Le habían atado los brazos y el pecho también, para que sus manos no se desprendan de los clavos. El abdomen estaba totalmente desplazado, y parecía que las costillas se desprendían del hueso pectoral. El sufrimiento era horrible.
Con violencia similar el pie izquierdo fue tirado y sujetado firmemente con cuerdas sobre el derecho, y porque no descansar lo suficientemente fuerte sobre el derecho para clavar, el pecho fue aburrido con un fino, piercer cabeza plana, mucho más fino que el utilizado para las manos. Era como una mecha con un taladro encendido. A continuación, agarrando el clavo más aterrador de todos, que era mucho más largo que los demás, lo condujeron con gran esfuerzo a través de la escalera herida de su pie izquierdo y el pie derecho descansando por debajo. Con un sonido de grietas, pasó por los pies de Jesús al agujero preparado para él en el pedestal, y por él de nuevo al tronco de la cruz. Vi, cuando estaba al lado de la cruz, un clavo atravesando los dos pies.
Los clavos de los pies eran los más horribles de todos, por la distensión de todo el cuerpo. Conté treinta y seis martillazos en medio de los gemidos del pobre Redentor, que sonaban tan dulces, tan puros, tan claros. La Santísima Virgen regresó al lugar de ejecución. Al sonido de los desgarros, crujidos y gemidos que acompañaron al clavado de los pies, en su santísima compasión quedó como una mujer moribunda, y las santas mujeres, sosteniéndola en sus brazos, la sacaron nuevamente del círculo. y se acercaron los fariseos. Durante la predicación y el levantamiento de la cruz que siguió, surgieron aquí y allá gritos de compasión, especialmente entre las mujeres, tales como: ⁇ ¡Oh, si la tierra se tragara a esos desgraciados! ¡Que el fuego del Cielo los consuma! Pero estas expresiones de amor fueron recibidas con desprecio e insulto por parte de los enemigos de Jesús. Los gemidos de Jesús eran puramente gritos de dolor. Mezclados con ellos había oraciones ininterrumpidas, pasajes de los Salmos y Profecías, cuyas predicciones ahora estaba cumpliendo. Durante todo el tiempo de Su amarga Pasión y hasta el momento de la muerte, estuvo involucrado en este tipo de oración y en el cumplimiento ininterrumpido de las Profecías. Escuché todos los pasajes que usó y los repetí con Él, y cuando digo los Salmos, siempre recuerdo los versículos que usó Jesús. Pero ahora estoy tan aplastada por las torturas de mi Esposo Celestial que no puedo recordarlas, vi ángeles llorando sobre Jesús durante esta terrible tortura. Al comienzo de la Crucifixión, el comandante de la guardia romana ordenó que el título escrito por Pilato se pegara a su placa en la cabecera de la cruz. Esto enfureció a los fariseos, ya que los romanos se rieron a carcajadas ante las palabras: ⁇ Rey de los judíos. ⁇ Después de consultar qué medidas debían tomar para obtener un nuevo título, algunos de los fariseos regresaron a la ciudad, una vez más para suplicar a Pilato otra inscripción. Mientras se realizaban los trabajos de la Crucifixión, algunos de los verdugos todavía estaban cincelando en el agujero de la pequeña elevación donde se iba a levantar la cruz, porque era muy pequeña y la roca muy dura. Otros, habiendo bebido el vino sazonado que habían recibido de las santas mujeres, pero que no habían dado a Jesús, se emborracharon mucho y sintieron tal ardor y resentimiento en las entrañas que se volvieron como locos. Llamaron hechicero a Jesús, reprendieron furiosamente su paciencia y más de una vez corrieron montaña abajo para tragar la leche de una burra. Cerca del campamento de los invitados a Pascua había mujeres con burras, cuya leche vendían. La posición del sol en el momento de la crucifixión de Jesús mostró que eran alrededor de las doce y cuarto, y en el momento en que se levantó la cruz, sonó la trompeta del templo. El cordero pascual había sido sacrificado.

La elevación de la cruz

Después de la crucifixión de Nuestro Señor, los verdugos pasaban cuerdas a través de un anillo en la parte posterior de la cruz, y la tiraban por encima hasta la elevación en el centro del círculo. Luego lanzaban las cuerdas sobre la viga transversal, o malla, erigida en el lado opuesto. Varios de los verdugos, por medio de estas cuerdas, elevaban la cruz erguida, mientras que otros la apoyaban con bloques alrededor del tronco y guiaban el pie al agujero preparado para ella. Empujaron la parte superior un poco hacia adelante, hasta que llegó en una línea perpendicular, y todo su peso con un estremecimiento estremecedor disparó hacia abajo en el agujero. La cruz vibró bajo el impacto. Jesús gemía en voz alta. El peso del cuerpo extendido caía más bajo, las heridas se abrían más, la sangre fluía más abundantemente y los huesos desplazados chocaban entre sí. Los verdugos ahora sacudieron la cruz de nuevo en su esfuerzo por estabilizarlo, y martillado cinco cunas en el agujero a su alrededor: uno en la parte delantera, uno a la derecha, otro a la izquierda, y dos en la parte de atrás, que era un poco redondeado. Un sentimiento de terror y, al mismo tiempo, semejante a la profunda emoción, fue sentido por los amigos de Jesús al contemplar la cruz balanceándose en el aire y, finalmente, hundiéndose en el lugar con un fuerte impacto, en medio de los gritos de burla de los ejecutores, los fariseos y la multitud distante, que Jesús ahora podía ver. Pero junto a esos gritos de escarnio, surgieron otros sonidos en ese terrible momento - sonidos de amor y compasión de sus devotos seguidores. En conmovedoras expresiones de compasión, las voces más santas en la tierra, la de su afligida Madre, las santas mujeres, el discípulo amado y todos los puros de corazón, saludaron al "Verbo Eterno hecho carne" elevado a la cruz. Manos amorosas se extendieron ansiosamente como para ayudar al Santo de los Santos, el Novio de las almas, clavado vivo en la cruz, temblando en lo alto en las manos de los pecadores furiosos. Pero cuando la cruz erguida cayó con un fuerte ruido en el agujero preparado para él, un momento de profundo silencio siguió. Parecía como si un sentimiento nuevo, nunca antes experimentado, cayera sobre cada corazón. El infierno mismo sintió con terror el golpe de la caída de la cruz y, con gritos de furia y blasfemia, se levantó de nuevo contra el Señor en sus instrumentos, los crueles verdugos y fariseos. Entre las pobres almas y en el Limbo, surgió la alegría de la ansiosa expectativa que pronto se cumplirá. Escucharon ese accidente con ansiosa esperanza. Sonó para ellos como el golpe de Victor a la puerta de la redención. Por primera vez, la Santa Cruz se alzó sobre la tierra, como otro árbol de la vida en el Paraíso, y de las Llagas de Jesús, aumentadas por el choque, vinieron cuatro ríos sagrados sobre la tierra, para lavar la maldición que descansaba sobre ella y hacerla dar frutos de salvación para sí mismo, el nuevo Adán.
Mientras nuestro Salvador estaba así de pie en la cruz, y los gritos de escarnio por unos minutos se redujeron a un silencio repentino, el refulgimiento de trompetas y trombones sonó desde el Templo. Anunció que la matanza de los tipos, los corderos pascuales, había comenzado; y, al mismo tiempo, con solemne presentimiento, rompió con los gritos de burla y los fuertes clamores de lamentación alrededor del verdadero Cordero de Dios muerto. Muchos corazones duros temblaron y pensaron en las palabras del Bautista: "He aquí el Cordero de Dios que lleva el pecado del mundo".
La pequeña eminencia sobre la que se erigió la cruz tenía unos dos metros de altura. Cuando el pie de la cruz fue colocado cerca del hoyo, los pies de Jesús estaban a la altura de un hombre por encima del suelo; pero cuando fue sumergido en él, sus amigos pudieron abrazar y besar sus pies. Un camino inclinado conducía a él. El rostro de Jesús se volvió hacia el noroeste.

Crucifixión de los ladrones

Mientras crucificaban a Jesús, los ladrones estaban tendidos de espaldas a poca distancia de los guardas que los vigilaban. Los acusaban de haber asesinado a una mujer con sus hijos, que iban desde Jerusalén a Joppé; los habían, prendido en un palacio donde Pilatos habitaba algunas veces cuando hacia maniobrar sus tropas, y pasaban por dos ricos mercaderes. Habían estado mucho tiempo en la cárcel antes de su condenación. El ladrón de la izquierda tenía más edad: era un gran criminal, el maestro y el corruptor del otro. Los llaman ordinariamente Dimas y Gestas; he olvidado sus verdaderos nombres: los llamaré, pues, el buen Dimas, y Gestas, el malo. Los dos hacían parte de la compañía de ladrones establecidos en la frontera de Egipto que habían hospedado una noche a la Sagrada Familia en la huida a Egipto con el Niño Jesús. Dimas era aquel niño leproso que su madre, por el consejo de María, lavo en el agua donde se había baño el Niño Jesús, y que se curó al instante. Los cuidados de su madre para con la Familia fueron recompensados con esa purificación, símbolo de la que la sangre del Salvador iba a cumplir por él en la cruz. Dimas no conocía a Jesús; mas como su corazón no era malo, se conmovió al ver tanta paciencia. Habiendo plantado la cruz de Jesús, los verdugos vinieron a decirles que se preparasen, y los desataron de las piezas transversales, pues el sol se oscurecía ya, y en toda la naturaleza había un movimiento como cuando se acerca una tormenta. Arrimaron escaleras a las dos cruces ya plantadas, y clavaron las piezas transversales. Habiéndoles dado de beber vinagre con mirra, les pasaron cuerdas debajo de los brazos, y los levantaron en el aire, ayudándose de escalones en donde ponían los pies.
Les ataron los brazos a los de la cruz con cuerdas de corteza de arboles; les ataron los puños, los codos, las rodillas y los pies, y apretaron tan fuerte las cuerdas, que se dislocaron las coyunturas, y brotó la sangre. Dieron gritos terribles, y el buen ladrón dijo cuando lo subían: "Si nos hubieseis tratado como al pobre Galileo, no tendríais ahora el trabajo de levantarnos así en el aire”.

Los verdugos tiraron suertes por las vestiduras de Jesús

Mientras tanto los ejecutores habían hecho pedazos los vestidos de Jesús para repartírselos. Partieron en trozos su capa y su vestidura blanca; lo mismo hicieron con el lienzo que llevaba alrededor del cuello, el cinturón y el escapulario. No pudiendo saber a quién le tocaría su túnica inconsútil, como no podía servir en retazos, trajeron una mesa con números, sacaron unos dados que tenían la figura de habas, y la sortearon. Pero un criado de Nicodemo y de José de Arimatea vino a decirles que hallarían compradores de los vestidos de Jesús; entonces los juntaron todos, y los vendieron, y así conservaron entonces los cristianos estos preciosos despojos.

Jesús crucificado y los dos ladrones

El golpe terrible de la cruz que se hundía en la tierra agitó violentamente la cabeza de Jesús, coronada de espinas, e hizo saltar una gran abundancia de sangre, así como de sus pies y manos. Los verdugos aplicaron escaleras a la cruz, y cortaron las cuerdas con que habían atado al Salvador. La sangre, cuya circulación había sido interceptada por la posición horizontal y la compresión de los cordeles, corrió con ímpetu de las heridas, y fue tal el padecimiento, que inclino la cabeza sobre el pecho y se quedo como muerto siete minutos.
Entonces hubo un rato de silencio: los verdugos estaban ocupados en distribuirse los vestidos de Jesús, el sonido de las trompetas del templo se perdía en el aire, y todos los circunstantes estaban desalentados de rabia o de dolor. Yo miraba a Jesús llena de confusión y de espanto; lo veía sin movimiento, casi sin vida, y hasta yo misma pensé morirme. Mi corazón estaba lleno de amargura, de amor y de dolor; mi cabeza estaba como perdida, mis pies y mis manos estaban abrasando; mis venas, mis nervios, todos los miembros estaban penetrados de dolores indecibles; me hallaba en una oscuridad profunda, donde no veía más que a mi Esposo clavado en la cruz.
Su rostro, con la terrible corona y la sangre que llenaba sus ojos; su boca entreabierta, los cabellos y su barba caídos sobre el pecho; su cuerpo estaba todo desgarrado; los hombros, los codos, los puños tendidos hasta ser dislocados; la sangre de sus manos corría por los brazos; su pecho hinchado formaba por debajo una cavidad profunda. Sus piernas estaban dislocadas como los brazos; sus miembros, sus músculos, la piel sufrían tensión tan violenta, que se podían contar los huesos; su cuerpo estaba todo cubierto de heridas y llagas, de manchas negras, lívidas y amarillas; su sangre, de colorada, se volvió pálida y como agua, y su cuerpo sagrado cada vez mas blanco.
Jesús tenía el pecho ancho: no era velludo como el de Juan Bautista, que estaba cubierto de vello colorado. Sus hombros eran anchos; sus brazos robustos; sus muslos nerviosos; sus rodillas fuertes y endurecidas como las de un hombre que ha viajado mucho y que se ha arrodillado mucho para orar; sus piernas eran largas, y las pantorrillas nerviosas; sus pies eran de hermoso aspecto y reciamente formados; sus manos eran bellas y los dedos largos y aguzados, y sin ser delicadas, no se parecían a las de un hombre que las emplea en trabajos penosos. Su cuello no era corto, mas robusto y nervudo; su cabeza de hermosa proporción; la frente alta y ancha; su cara formaba un ovalo muy puro; sus cabellos, de un color de cobre oscuro, no eran muy espesos, estaban separados naturalmente en lo alto de la frente, y caían sobre sus hombros; su barba no era larga y acababa en punta. Ahora sus cabellos estaban arrancados y llenos de sangre; el cuerpo era todo una llaga; todos sus miembros estaban quebrantados.
Entre las cruces de los ladrones y la de Jesús había bastante espacio para que un hombre a caballo pudiese pasar; estaban puestas un poco mas abajo. Los ladrones sobre sus cruces presentaban un horrible espectáculo, sobre todo el de la izquierda, que tenía siempre en la boca las injurias y las imprecaciones.
Las cuerdas con que estaban atados los hacían sufrir mucho: su cara era lívida; sus ojos enrojecidos se les saltaban de la cabeza.

Primera palabra de Jesús en la cruz

Habiendo crucificado a los dos ladrones, y habiéndose repartido los vestidos de Jesús, los verdugos lanzaron nuevas imprecaciones contra El, y se retiraron.
Los fariseos pasaron también a caballo delante de Jesús, llenáronle de ultrajes, y se fueron. Los cien soldados romanos fueron relevados por otros cincuenta.
Estos los mandaba Abenadar, árabe de nacimiento, bautizado después con el nombre de Ctesifón; el segundo jefe se llamaba Casio, y recibió después el nombre de Longinos; llevaba con frecuencia los mensajes de Pilatos. Vinieron también doce fariseos, doce saduceos, doce escribas algunos ancianos, que habían pedido inútilmente a Pilatos que mudase la inscripción de la cruz, y cuya rabia se había aumentado por la negativa del gobernador. Dieron la vuelta al llano a caballo, y echaron a la Virgen, que Juan llevó con las otras mujeres.
Cuando pasaron delante de Jesús, movieron desdeñosamente la cabeza, diciendo: "¡Y bien, embustero: destruye el templo y levántalo en tres días! ¡Ha salvado a otros, y no se puede salvar a Sí mismo! ¡Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz! Si es el Rey de Israel, que baje de la cruz, y creeremos en El". Los soldados hacían befa también.
Cuando Jesús se desmayó, Gestas, el ladrón de la izquierda, dijo: "Su demonio lo ha abandonado". Entonces un soldado puso en la punta de un palo una esponja con vinagre, y la arrimó a los labios de Jesús, que pareció probarlo. El soldado le dijo: "Si eres el Rey de los judíos, salvate Tú mismo". Todo eso pasó mientras que la primera tropa dejaba el puesto a la de Abenadar. Jesús levantó un poco la cabeza, y dijo: "¡Padre mío, perdonadlos, pues no saben lo que hacen!" Gestas le gritó: "Si Tú eres Cristo, sálvate y sálvanos". Dimas, el buen ladrón, estaba conmovido de ver que Jesús pedía por sus enemigos. Cuando María oyó la voz de su Hijo, nada pudo contenerla: se precipitó hacia la cruz con Juan, Salomé y María Cleofás. El centurión no las rechazó. Dimas, el buen ladrón, obtuvo en este momento; por la oración de Jesús, una inspiración interior: reconoció que Jesús y su Madre le habían curado en su niñez, y dijo en voz distinta y fuerte: "¿Cómo podéis injuriarlo cuando pide por vosotros? Se ha callado: ha sufrido pacientemente todas vuestras afrentas; es un Profeta; es nuestro Rey, es el Hijo de Dios". Al oír esta reprensión de la boca de un miserable asesino sobre la cruz, se alzó un gran tumulto en medio de los circunstantes: tomaron piedras para tirárselas, mas el centurión Abenadar no lo permitió. Mientras tanto la Virgen Santísima se sintió fortificada con la oración de Jesús, y Dimas dijo a su compañero, que continuaba injuriando a Jesús: "¿No tienes temor de Dios, tú que estás condenado al mismo suplicio?
Nosotros lo merecemos justamente; recibimos el castigo de nuestros crímenes; pero Este no ha hecho ningún mal. Piensa en tu última hora, y conviértete".
Estaba iluminado y tocado en el alma; confesó sus culpas a Jesús, diciendo: "Señor, si me condenas, será con justicia; pero ten misericordia de mi". Jesús le dijo: "Tu sentirás mi misericordia". Dimas recibió en un cuarto de hora la gracia de un profundo arrepentimiento.
Todo lo que acabo de contar sucedió entre las doce y las doce y media, pocos minutos después de la exaltación de la cruz; pero pronto hubo un gran cambio en el alma de los espectadores a causa de la mudanza producida en la naturaleza mientras hablaba el buen ladrón.

Eclipse del sol. Segunda y tercera palabras de Jesús

A las diez, cuando Pilatos pronunció la sentencia, cayó un poco de granizo; después el cielo se aclaró, hasta las doce, en que vino una niebla colorada que oscureció el sol. A la sexta hora, según el modo de contar de los judíos, que corresponde a las doce y media, hubo un eclipse milagroso del sol. Yo vi como sucedió, mas no lo tengo bien presente, y no encuentro palabras para expresarlo. Primero fui transportada como fuera de la tierra: veía las divisiones del cielo y el camino de los astros, que se cruzaban de un modo maravilloso; vi la luna a un lado de la tierra; huía con rapidez, como un globo de fuego. En seguida me hallé en Jerusalén, y vi otra vez la luna aparecer llena y pálida sobre el Huerto de los Olivos; vino del Oriente con gran rapidez, y se puso delante del sol, oscurecido con la niebla. Al lado occidental del sol vi un cuerpo oscuro que parecía una montaña y que lo cubrió enteramente. El disco de este cuerpo era de un amarillo oscuro, y estaba rodeado de un círculo de fuego, semejante a un anillo de hierro hecho brasa. El cielo se oscureció, y las estrellas aparecieron, despidiendo luz ensangrentada. Un terror general se apodero de los hombres y de los animales: los que injuriaban a Jesús bajaron la voz. Muchas personas se daban golpes de pecho, diciendo: “¡Que su sangre caiga sobre sus verdugos!" Muchos, de cerca y de lejos, se arrodillaron pidiendo perdón, y Jesús, en medio de sus dolores, volvió los ojos hacia ellos.
Como las tinieblas se aumentaban y la cruz estaba abandonada de todos, excepto de María y de los mas caros amigos del Salvador, Dimas levantó la cabeza hacia Jesús, y con humilde esperanza, le dijo: "¡Señor, acuérdate de mi cuando estés en tu reino!" Jesús le respondió: "En verdad te lo digo; hoy estarás conmigo en el Paraíso".
La Madre de Jesús, Magdalena, María de Clerofobias y Juan, estaban cerca de la cruz del Salvador, mirándolo, María pedía interiormente que Jesús la dejara morir con El. El Salvador la miró con ternura inefable, y volviendo los ojos hacia Juan, dijo a María: "Mujer, éste es tu hijo". Después dijo a Juan: "Esta es tu Madre". Juan beso respetuosamente el pie de la Cruz del Redentor moribundo, y a la Madre de Jesús, que era ya la suya.
La Virgen Santísima se sintió tan acabada de dolor al oír estas últimas disposiciones de su Hijo, que cayó sin conocimiento en los brazos de las santas mujeres, que la llevaron a cierta distancia.
No sé si Jesús pronunció expresamente todas estas palabras; pero yo sentí en mi interior que daba a María por madre a Juan, y a Juan por hijo a María. En visiones semejantes se perciben bien las cosas que no estén escritas, y hay muy pocas que se puedan expresar claramente con el lenguaje humano, a pesar de que, viéndolas, parece que se comprenden por sí solas.
Así, no parece extraño que Jesús, dirigiéndose a la Virgen, no la llame Madre mía, sino Mujer, porque aparece como la mujer por excelencia, que debe pisar la cabeza de la serpiente, sobre todo en este momento, en que se cumple esta promesa por la muerte de su Hijo. También se siente que, dándola por Madre a Juan, la da por Madre a todos los que creen en su nombre y se hacen hijos de Dios, que no han nacido de la carne ni de la sangre, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios. Se comprende también que la más pura, la más humilde, la más obediente de las mujeres, que habiendo dicho al ángel: "Ved aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra", se hizo Madre del Verbo hecho hombre; oyendo a su Hijo que debe ser la Madre espiritual de otro hijo, ha repetido estas mismas palabras en su corazón con una humilde obediencia, y ha adoptado por hijos suyos todos los hijos de Dios, todos los hermanos de Jesucristo. Es más fácil de sentir todo esto por la gracia de Dios, me expresarlo con palabras, y entonces me acuerdo de lo que me ha dicho una vez mi Padre celestial: "Todo está en los hijos de la Iglesia que creen, que esperan y que aman”.

Estado de la ciudad y del templo. Cuarta palabra de Jesús

Era poco más o menos la una y media; fui transportada a la ciudad para ver lo que pasaba. La hallé llena de agitación y de inquietud: las calles estaban oscurecidas por una niebla espesa; los hombres andaban a tientas: muchos estaban tendidos por el suelo con la cabeza descubierta, dándose golpes de pecho: otros se subían a los tejados, miraban al cielo y se lamentaban. Los animales aullaban y se escondían; las aves volaban bajo, y se caían. Yo vi que Pilatos fue a visitar a Herodes: estaban ambos muy agitados, y miraban al cielo desde la azotea misma donde por la mañana Herodes había visto a Jesús entregado a los ultrajes del pueblo. "Esto no es natural, se decían entre sí; seguramente se han excedido contra Jesús". Después los vi ir a palacio atravesando la plaza: andaban de prisa, e iban rodeados de soldados. Pilatos no volvió los ojos del lado de Gabbata, donde había condenado a Jesús. La plaza estaba sola: algunas personas entraban corriendo en sus casas, otras lo hacían llorando. Se veía formarse grupos. Pilatos mandó venir a su palacio a los judíos más ancianos, y les preguntó qué significaban aquellas tinieblas: les dijo que él las miraba como un signo espantoso; que su Dios estaba irritado contra ellos, porque habían perseguido de muerte al Galileo, que era ciertamente su Profeta y su Rey; que él se había lavado las manos; que era inocente de esa muerte, etc., etc.; mas ellos persistieron en su endurecimiento, atribuyendo todo lo que pasaba a causas que no tenían nada de sobrenatural, y no se convirtieron. Sin embargo, mucha gente se convirtió, y todos los soldados que en el prendimiento de Jesús en el Huerto de los Olivos habían caído al suelo y se habían levantado.
La multitud se reunía delante de la casa de Pilatos, y en el mismo sitio en que por la mañana habían gritado: "¡Que muera! ¡Que sea crucificado", ahora gritaba: "¡Muera el juez inicuo! ¡Que su sangre caiga sobre sus verdugos!"
Pilatos tuvo que guardarse entre soldados; ese miserable sin alma echaba la culpa a los judíos, diciendo: "Que no tenía ninguna parte en ello; que Jesús era profeta de ellos, y no suyo; que ellos habían querido su muerte”. El terror y la angustia llegaban a su colmo en el templo: se ocupaban en la inmolación del cordero pascual, cuando de pronto anocheció. La agitación y el terror les hacían dar gritos dolorosos. Los príncipes de los sacerdotes se esforzaron en mantener el orden y la tranquilidad: encendieron todas las lamparas; pero el desorden se ausentaba cada vez más. Vi a Anás, aterrorizado, correr de un rincón a otro para esconderse. Cuando me encaminé para salir de la ciudad, las rejas de las ventanas temblaban, y, sin embargo, no había tormenta. La lobreguez aumentaba.
Sobre el Gólgota, las tinieblas produjeron una terrible impresión. Al principio los gritos, las imprecaciones, la actividad de los hombres ocupados en levantar las cruces, los lamentos de los dos ladrones, los insultos de los fariseos a caballo, las idas y venidas de los soldados, la marcha tumultuosa de los verdugos, habían disminuido su efecto: después vinieron los reproches del buen ladrón a los fariseos y su rabia contra él. Pero conforme las tinieblas aumentaban, los circunstantes, estaban más pensativos y se alejaban más de la cruz. Entonces fue cuando Jesús recomendó su Madre a Juan, y María fue llevada desmayada a alguna distancia. Hubo un instante de silencio solemne: el pueblo se asustaba de la oscuridad: la mayor parte de él miraba al cielo. La conciencia se despertaba en algunos, que volvían los ojos hacia la cruz, llenos de arrepentimiento, y se daban golpes de pecho: los que tenían estos sentimientos se juntaban. Los fariseos, llenos de un terror secreto, querían explicárselo todo con razones naturales; pero hablaban cada vez más bajo, y acabaron por callarse. El disco del sol era de un amarillo oscuro, como las montañas miradas a la claridad de la luna: estaba rodeado de un círculo encarnado; las estrellas se veían, y daban una luz ensangrentada; las aves caían sobre el Calvario y en las viñas circunvecinas; los animales aullaban y temblaban; los cabellos y los asnos pertenecientes a los fariseos se apretaban los unos contra los otros, y metían la cabeza entre las piernas. La niebla lo cubría todo.
La tranquilidad reinaba alrededor de la cruz, de donde todo el mundo se había alejado. El Salvador estaba absorto en el sentimiento de su profundo abandono; volviéndose a su Padre celestial, le pedía con amor por sus enemigos. Oraba como en toda su Pasión, repitiendo pasajes de los Salmos que se cumplían en El. Vi ángeles a su alrededor. Cuando la oscuridad se aumentó, y la inquietud, agitando las conciencias, extendió sobre el pueblo un profundo silencio, vi a Jesús solo y sin consuelo. Sufría todo lo que sufre un hombre afligido, lleno de angustias, abandonado de todo amparo divino y humano, cuando la fe, la esperanza y la caridad solas, privadas de toda luz y de toda asistencia sensible en el desierto de la tentación, viven aisladas en medio de un padecimiento infinito. Este dolor, no se puede expresar. Entonces fue cuando Jesús nos alcanzó la fuerza de resistir a los mayores terrores del abandono, cuando todas las afecciones que nos unen a este mundo y a esta vida se rompen, y que al mismo tiempo el sentimiento de la otra vida se oscurece y se apaga: nosotros no podemos salir victoriosos de esta prueba sino uniendo nuestro abandono a los méritos del suyo sobre la cruz. Jesús ofreció por nosotros su miseria, su pobreza, sus padecimientos y soledad; por eso el hombre, unido a Jesús en el seno de la Iglesia, no debe desesperar en la hora suprema, cuando todo se oscurece, cuando toda luz y toda consolación desaparecen. Ya no tenemos que bajar solos y sin protección en ese desierto de la noche interior. Jesús ha echado en ese abismo del desamparo su propio abandono interior y exterior sobre la cruz, y así no ha dejado a los cristianos solos y abandonados a la muerte, en el oscurecimiento de toda consolación. Ya no hay para los cristianos ni soledad, ni abandono, ni desesperación al acercarse la hora de la muerte; pues Jesús, que es la luz, el camino y la verdad, ha bajado por ese tenebroso camino, llenándolo de bendiciones, y ha plantado en el su cruz para desvanecer sus espantos.
Jesús desamparado, pobre y desnudo, se ofreció Él mismo, como hace el amor: convirtió su abandono en un rico tesoro, pues se ofreció El y su vida, sus trabajos, su amor, sus padecimientos y el doloroso sentimiento de nuestra ingratitud. Hizo su testamento delante de Dios, y dio todos sus méritos a la Iglesia y a los pecadores. No olvidó a nadie: habló de todos en su abandono; pidió también por los heréticos que dicen que, como Dios, no ha sentido los dolores de su Pasión, y que no sufrió lo que hubiera padecido un hombre en el mismo caso. En su dolor no mostró su desamparo con un grito, y permitió a todos los afligidos que reconocen a Dios por su Padre, un quejido filial y de confianza. A las tres, Jesús grito en alta voz: “¡Elí, Eli, lamma sabacthani!l" Lo que significa: “¡Dios mio! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado”?"
El grito de Nuestro Señor interrumpió el profundo silencio que reinaba alrededor de la cruz: los fariseos se volvieron hacia El, y uno de ellos dijo: "Llama a Elías". Otro dijo: "Veremos si Elías viene a socorrerlo”". Cuando María oyó la voz de su Hijo, nada pudo detenerla. Vino al pie de la cruz con Juan, María, hija de Cleofás, Magdalena y Salomé. Mientras el pueblo temblaba y gemía, un grupo de treinta hombres importantes de la Judea y de los contornos de Joppé pasaban por allí para ir a la fiesta, y cuando vieron a Jesús en la cruz y los signos amenazadores que presentaba la naturaleza, exclamaron llenos de horror: "¡Maldita ciudad! Si el templo de Dios no estuviera en ella, merecía que la quemasen por haber tomado sobre sí tal iniquidad". Estas palabras fueron como un punto de apoyo para el pueblo: hubo una explosión de murmullos y de gemidos, y todos los que tenían los mismos sentimientos se reunían. Todos los circunstantes se dividieron en dos partidos: los unos lloraban y murmuraban, los otros pronunciaban injurias e imprecaciones; sin embargo, los fariseos estaban menos arrogantes, y temiendo una insurrección popular, se entendieron con el centurión Abenadar. Dieron ordenes para cerrar la puerta más cerca de la ciudad y cortar toda comunicación. Al mismo tiempo enviaron un expreso a Pilatos y a Herodes, para pedir al primero quinientos hombres, y al segundo sus guardias, para evitar una insurrección. Mientras tanto, el centurión Abenadar mantenía el orden e impedía los insultos contra Jesús para no irritar al pueblo.
Poco después de las tres, la luz volvió un poco, la luna comenzó a alejarse del so!. El sol apareció despojado de sus rayos y envuelto en vapores rojizos. Poco a poco comenzó a brillar, y las estrellas desaparecieron: sin embargo, el cielo estaba oscuro todavía. Los enemigos de Jesús recobraron su arrogancia conforme la luz volvía. Entonces fue cuando dijeron "¡Llama a Alias!"

Quinta, sexta y séptima palabras. Muerte de Jesús

Cuando volvió la claridad, el cuerpo de Jesús estaba lívido y más pálido que antes por la pérdida de la sangre. Dijo también, no sé si fue interiormente, o si su boca pronunció estas palabras: "Estoy exprimido como el racimo prensado por primera vez: debo dar toda mi sangre hasta que el agua venga; pero no se hará mas vino de ése en este sitio".
Yo tuve después una visión relativa a estas palabras, en la cual vi como Jafet hizo vino en este sitio. Lo contaré más tarde.
Jesús estaba desfallecido; la lengua seca, y dijo: "Tengo sed". Y como sus amigos lo miraban tristemente, agregó: "¿No podríais darme una gota de agua?", dando a entender que durante las tinieblas no se lo hubieran impedido.
Juan palabras, respondió:"¡Oh, Señor, lo hemos olvidado!" Jesús añadió otras cuyo sentido era éste: "Mis parientes también debían olvidarme, y no darme de beber, a fin de que lo que está escrito se cumpliese". Este olvido le había sido muy doloroso. Sus amigos entonces ofrecieron dinero a los soldados para darle un poco de agua, y no lo hicieron; pero uno de ellos mojo una esponja en vinagre, y la roció de hiel, la puso en la punta de su lanza, y la presentó a la boca del Señor. No me acuerdo cuales fueron las palabras que pronunció el Señor; sólo recuerdo que dijo: "Cuando mi voz no se oiga más, la boca de los muertos hablará". Entonces algunos gritaron: "Blastema todavía". Mas Abenadar les ordenó estarse quietos. La hora del Señor había llegado: luchó contra la muerte, y un sudor frió cubrió sus miembros. Juan estaba al pie de la cruz, y limpiaba los pies de Jesús con su sudario, Magdalena, partida de dolor, se apoyaba detrás de la cruz. La Virgen Santísima estaba de pie entre Jesús y el buen ladrón, sostenida por Salomé y María de Cleofás, y veía morir a su Hijo. Entonces Jesús dijo: "Todo está consumado” Después alzo la cabeza, y gritó en alta voz: "Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Fue un grito dulce y fuerte, que penetró cielo y la tierra: en seguida inclinó la cabeza, y rindió el espíritu. Yo vi su alma en forma luminosa entrar en la tierra al pie de la cruz. Juan y las santas mujeres cayeron de cara sobre la tierra.
E1 centurión Abenadar tenía los ojos fijos sobre la faz ensangrentada de Jesús, y su emoción era profunda. Cuando el Señor murió, la tierra tembló, el peñasco se abrió entre la cruz de Jesús y la del mal ladrón. El último grito de Jesús hizo temblar a todos los que le oyeron, como la tierra que reconoció su Salvador.
Sin embargo, el corazón de los que le amaban fue sólo atravesado por el dolor como con una espada. Entonces fue cuando la gracia iluminó a Abenadar. Su corazón, orgulloso y duro, se partió como el peñasco del Calvario; tiró su lanza, se dio golpes de pecho, y gritó con el acento de un hombre convertido; "¡Bendito sea el Dios Todopoderoso, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob!
¡Este era un justo: es verdaderamente el Hijo de Dios!" Muchos soldados, pasmados al oír las palabras de su jefe, hicieron como él.
Abenadar, hecho un hombre nuevo, habiendo rendido el homenaje al Hijo de Dios, no quería estar más al servicio de sus enemigos. Dio su caballo y su lanza a Casio, el segundo oficial, llamado luego Longinos, que tomó el mando; después dijo algunas palabras a los soldados, y bajo del Calvario. Se fue por el valle de Gitano hacia las grutas del valle de Hinnom, donde estaban escondidos los discípulos. Les anuncio la muerte del Salvador, y se volvió a la ciudad a casa de Pilatos. Cuando Abenadar dio testimonio de la divinidad de Jesús, muchos soldados lo hicieron con él; cierto numero de los que estaban presentes, y aun algunos fariseos de los que habían venido últimamente, se convirtieron. Mucha gente se volvía a su casa dándose golpes de pecho y llorando, Otros rasgaban sus vestidos, y se echaban tierra en la cabeza. Todo estaba lleno de estupefacción y de espanto. Juan se levantó; algunas de las santas mujeres, que habían estado retiradas, llevaron a la Virgen a poca distancia de la cruz.
Cuando el Salvador encomendó su alma humana a Dios, su Padre, y abandonó su cuerpo a la muerte, el cuerpo sagrado se estremeció, y se puso de un blanco lívido, y sus heridas, en que la sangre se había agolpado en abundancia, se mostraban distintamente como manchas oscuras; su cara se estiró; sus carrillos se hundieron, su nariz se alargó, sus ojos, llenos de sangre, se quedaron medio abiertos; levantó un instante la cabeza coronada de espinas, y la dejó caer bajo el peso de sus dolores; los labios, lívidos, se quedaron entreabiertos, y dejaron ver la lengua ensangrentada; sus manos, contraídas primero alrededor de los clavos, se extendieron con los brazos; su espalda se enderezó a lo largo de la cruz, y todo el peso de su cuerpo cayó sobre sus pies; las rodillas se encogieron y se doblaron del mismo lado, y sus pies dieron vuelta alrededor del clavo.
¿Quién podría expresar el dolor de la Madre de Jesús, de la Reina de los mártires? La luz del sol estaba aun alterada y oscurecida; el aire sofocaba durante el temblor de tierra, mas en seguida refrescó sensiblemente.
Era un poco más de las tres cuando Jesús dio el ultimo suspiro. Cuando el terremoto pasó, algunos fariseos recobraron su audacia; se acercaron a la abertura del peñasco del Calvario, tiraron piedras, y quisieron medir su profundidad con cuerdas. No pudiendo hallar el fondo, se volvieron pensativos; advirtieron con inquietud los gemidos del pueblo, y se bajaron del Calvario.
Muchos se sentían interiormente cambiados; la mayor parte de los circunstantes se volvieron a Jerusalén llenos de terror. Los soldados romanos vinieron a guardar la puerta de la ciudad y a ocupar algunas posiciones para evitar todo movimiento tumultuoso. Casio y cincuenta soldados se quedaron en el Calvario. Los amigos de Jesús rodeaban la cruz, se sentaban enfrente de ella, y lloraban. Muchas de las santas mujeres volvieron a la ciudad. Silencio y duelo reinaban alrededor del cuerpo de Jesús. Se veía a lo lejos, en el valle y sobre las alturas opuestas, aparecer acá y allá algunos discípulos que miraban hacia la cruz con una curiosidad inquieta; y desaparecían, si veían venir a alguno.

Temblor de tierra. Aparición de los muertos en Jerusalén

Cuando murió Jesús, yo vi su alma semejante a una forma luminosa entrar en la tierra al pie de la cruz, y con una multitud brillante de ángeles, entre los cuales estaba Gabriel. Esos ángeles echaban de la tierra al abismo una multitud de malos espíritus. Jesús envió muchas almas del limbo a sus cuerpos para que atemorizaran a los impenitentes y dieran testimonio de El.
El temblor de tierra que abrió la roca del Calvario causó muchos estragos, sobre todo en Jerusalén y la Palestina. Apenas habían recobrado el ánimo en la ciudad y en el templo al volver la luz, cuando el temblor que agitaba la tierra y el ruido de los edificios que se hundían causaron otro más grande. Este terror fue todavía mayor cuando las gentes que huían llorando encontraban en el camino a los muertos resucitados que los avisaban y los amenazaban.
En el templo, los príncipes de los sacerdotes habían continuado el sacrificio, interrumpido por el espanto que les causaron las tinieblas, y creían triunfar con la vuelta de la luz; mas de pronto la tierra tembló, el ruido de las paredes que se caían y del velo del templo que se rasgaba les infundió un terror espantoso, interrumpido por gritos lamentables. Pero había tanto orden por todas partes, el templo estaba tan lleno, las idas y venidas tan bien ordenadas, las filas de los sacerdotes que sacrificaban, el ruido de los cánticos y de las trompetas preocupaban tanto los ojos y los oídos, que el miedo no produjo desorden ni turbación general. Los sacrificios se continuaron tranquilamente en algunas partes; en otras los esfuerzos de los sacerdotes calmaban el terror. Pero a la aparición de los muertos que se presentaron en el templo, todo se dispersó, y el altar del sacrificio se quedo sólo, como si el templo hubiese sido manchado.
Sin embargo, esto aconteció sucesivamente; y mientras que una parte de los que estaban presentes bajaban los escalones del templo, otros estaban contenidos por los sacerdotes, o no estaban todavía penetrados del pánico universal. Se puede formar una idea de lo que ocurría, representándose un hormiguero en el cual han echado una piedra, o que han meneado con un palo.
Mientras la confusión reina en un punto, el trabajo continua en otro, y aun el sitio agitado vuelve a recobrar el orden.
El sumo sacerdote Caifás y los suyos conservaron su presencia de animo; gracias a su endurecimiento diabólico y a la tranquilidad aparente que tenían, impidieron que hubiese una confusión general, haciendo de modo que el pueblo no tomara esos terribles avisos como fiel testimonio de la inocencia de Jesús. La guarnición romana de la fortaleza Antonia hizo también grandes esfuerzos para mantener el orden, de suerte que la fiesta se interrumpió sin que hubiese tumulto popular. Todo se convirtió en la agitación y la inquietud que cada uno llevo a su casa, y que la habilidad de los fariseos reprimir en la mayor parte.
He aquí los hechos particulares de que me acuerdo. Las dos grandes columnas situadas a la entrada del santuario en el templo, y entre las cuales estaba colgada una magnífica cortina, se separaron la una de la otra; el techo que sostenían se hundió, la cortina se rasgó con ruido en toda su extensión, y el santuario se quedó abierto a todos los ojos. Cerca de la celda adonde oraba habitualmente el viejo Simeón cayó una gruesa piedra, y la bóveda se hundió.
Se vio aparecer en el santuario al sumo sacerdote Zacarías, muerto entre el templo y el altar; pronunció palabras amenazadoras, y habló de la muerte del otro Zacarías, padre de Juan Bautista, de la de Juan Bautista, y en general de la muerte de los profetas. Dos hijos del piadoso sumo sacerdote y Simón el Justo, se presentaron cerca del gran púlpito, y hablaron también de la muerte de los profetas y del sacrificio que iba a cesar. Jeremías se apareció cerca del altar, y proclamó con voz amenazadora el fin del antiguo sacrificio y el principio del nuevo. Estas apariciones, habiendo tenido lugar en los sitios en donde sólo los sacerdotes podían tener conocimiento de ellas, fueron negadas o calladas, y prohibieron hablar de ellas bajo pena severa. Pero se oyó un gran ruido: las puertas del santuario se abrieron, y una voz gritó: “Salgamos de aquí".
Entonces vi alejarse los ángeles. Nicodemo, José de Arimatea y otros muchos abandonaron el templo. Muertos resucitados se veían todavía que andaban por el pueblo. A la voz de los ángeles entraron en sus sepulcros.
Anás, uno de los enemigos más acérrimos de Jesús, estaba casi loco de terror; huía de un rincón al otro en los cuartos más retirados del templo. Caifás quiso animarlo, pero fue en vano; la aparición de los muertos lo había consternado.
Caifás, aunque lleno de terror, estaba tan poseído del demonio del orgullo y de la obstinación, que no dejaba ver nada de lo que sentía, y oponía una frente de hierro a los signos amenazadores de la ira divina. No pudiendo, a pesar de sus esfuerzos, hacer continuar las ceremonias, dio orden de no revelar todos los prodigios y todas las apariciones que el pueblo no había visto. Dijo y mandó decir a los otros sacerdotes que estos signos de la ira del cielo habían sido ocasionados por los partidarios del Galileo, que se habían presentado en el templo manchados; que muchas cosas provenían de los sortilegios de ese Hombre, que en su muerte, como en su vida, había agitado el reposo del templo.
Mientras todo esto pasaba en el templo, el mismo espanto lastres reinaba en muchos sitios de Jerusalén. Un poco después de las tres muchos sepulcros se hundieron, sobre todo en los jardines situados al Noroeste; en ellos vi muertos amortajados; en algunos no había más que restos de vestidos y de huesos. Los escalones del tribunal de Caifás, donde Jesús había sido ultrajado, y una parte del hogar donde Pedro había negado tres veces a su Maestro, se hundieron.
Se vio aparecer al sumo sacerdote Simón el Justo, abuelo de Simeón, que había profetizado en la presentación de Jesús al templo. Pronunció palabras terribles contra la sentencia inicua dada en aquel sitio. Muchos miembros del Sanedrín se habían juntado. Los criados que la víspera habían hecho entrar a Pedro y a Juan, se convirtieron y se fueron con los discípulos. Cerca del palacio de Pilatos, la piedra se partió en el sitio donde Jesús fue presentado al pueblo; todo el edificio se resintió, y el patio del tribunal vecino se hundió en el paraje donde los inocentes degollados por Herodes fueron enterrados. En muchas partes las murallas de la ciudad se derribaron; sin embargo, ningún edificio se destruyó enteramente. El supersticioso Pilatos estaba lleno de terror e incapaz de dar ninguna orden. Su palacio se movía, el suelo temblaba debajo de sus pies, y él huía de una habitación a la otra. Los muertos se aparecían en el patio interior y le reprochaban su juicio inicuo. Creyó que eran los dioses del Galileo, y se refugió en el rincón más retirado de su casa, donde hizo votos a sus ídolos para que viniesen a su socorro. Herodes estaba en su palacio temblando, y lo había cerrado todo.
Hubo un centenar de muertos de todas las épocas, que se aparecieron en Jerusalén y en los alrededores. Todos los cadáveres que se aparecieron cuando se abrieron los sepulcros, no resucitaron. Los muertos cuyas almas fueron enviadas por Jesús desde el limbo, se levantaron, descubrieron su cara y anduvieron errantes por las calles como si no tocasen a la tierra. Entraron en las casas de sus descendientes, y dieron testimonio de Jesús con palabras severas contra los que habían tomado parte en su muerte. Yo los veía ir por las calles, la mayor parte de dos en dos: no veía el movimiento de sus pies, que volaban a flor de tierra. Estaban pálidos o amarillos; tenían barba larga; su voz tenía un sonido extraño e inaudito. Estaban amortajados según el uso del tiempo en que vivían. En los sitios en donde la sentencia de muerte de Jesús fue proclamada antes de ponerse en marcha para el Calvario, se pararon un momento y gritaron: “¡Gloria a Jesús, y maldición a sus verdugos!" Todo el mundo temblaba y huía: el terror era grande en toda la ciudad, y cada uno se escondía en lo último de su casa. Los muertos entraron en sus sepulcros a las cuatro. El sacrificio fue interrumpido, la confusión reinaba por todas partes, y pocas personas comieron por la noche el cordero pascual.

José de Arimatea pide a Pilatos el cuerpo de Jesús

Apenas se restableció un poco la tranquilidad en la ciudad, cuando el gran Consejo de los judíos envió a pedir a Pilatos que mandara romper las piernas a los crucificados para que no estuvieran en cruz el sábado Pilatos dio las ordenes necesarias. En seguida José de Arimatea vino a verlo. Había sabido la muerte de Jesús, y formó con Nicodemo el proyecto de enterrarlo en una sepultura nueva, que había mandado construir a poca distancia del Calvario.
Halló a Pilatos inquieto y agitado; le pidió que le diese el cuerpo de Jesús, el Rey de los judíos, para enterrarlo, Pilatos se extrañó que un hombre tan notable pidiese con tanta insistencia el permiso de rendir los últimos honores al que había hecho morir tan ignominiosamente. Mandó llamar al centurión Abenadar, que había vuelto después de haber conversado con los discípulos escondidos en las cavernas, y le preguntó si el Rey de los judíos había muerto ya. Abenadar le contó la muerte del Salvador, sus últimas palabras y su último grito, el temblor de tierra y la roca abierta por el terremoto. Pilatos pareció extrañar sólo que Jesús hubiera muerto tan pronto, porque ordinariamente los crucificados vivían más tiempo; pero interiormente estaba lleno de angustia y de terror, por la coincidencia de esas señales con la muerte de Jesús. Tal vez quiso hacerse perdonar su crueldad dando a José de Arimatea la orden de librar el cuerpo de Jesús También tuvo satisfacción en dar esa bofetada a los príncipes de los sacerdotes, que hubiesen visto con gusto a Jesús enterrado sin honor entre dos ladrones. Envió un agente al Calvario para ejecutar sus ordenes. Creo que fue Abenadar, pues lo vi asistir al descendimiento de la cruz.
José de Arimatea, al salir de casa de Pilatos, fue en busca de Nicodemo, que lo esperaba en casa de una mujer de sanos instintos. Esta casa estaba situada en una calle ancha, cerca de la callejuela donde nuestro Señor fue tan cruelmente ultrajado al principio del camino de la cruz. Esta mujer vendía hierbas aromáticas, y Nicodemo le había comprado lo que era necesario para embalsamar el cuerpo de Jesús. José fue a comprar una rica sábana; sus criados tomaron en un portal, cerca de la casa de Nicodemo, escaleras, martillos, clavos, jarros llenos de agua, esponjas, y pusieron los más pequeños de estos objetos sobre unas angarillas, semejantes a aquéllas en que los discípulos de Juan Bautista pusieron su cuerpo cuando lo sacaron de la fortaleza de Maqueronte.

Abertura del costado de Jesús. Muerte de los ladrones

Mientras tanto, el silencio y el duelo reinaban sobre el Gólgota. El pueblo, atemorizado, se había dispersado; María, Juan, Magdalena, María, hija de Cleofás, y Salomé, estaban de pie o sentados enfrente de la cruz, la cabeza cubierta, y llorando. Algunos soldados estaban recostados sobre el terraplén que rodeaba la llanura; Casio, a caballo, iba de un lado a otro. El cielo estaba oscuro, y la naturaleza parecía enlutada. Pronto llegaron seis alguaciles con escalas, azadas, cuerdas y barras de hierro para romper las piernas a los crucificados. Cuando se acercaron a la cruz, los amigos de Jesús se apartaron un poco, y la Virgen Santísima temía que ultrajasen aun el cuerpo de su Hijo.
Aplicaron sus escalas a la cruz para asegurarse de que Jesús estaba muerto.
Habiendo visto que el cuerpo estaba frió y rígido, lo dejaron, y subieron a las cruces de los ladrones. Dos alguaciles les rompieron los brazos por encima y por debajo de los codos con sus martillos, y otro les rompió las piernas y los muslos. Gestas daba gritos horribles, y le pegaron tres golpes sobre el pecho para acabarlo de matar. Dimas dio un gemido, y murió. Fue el primero de los mortales que volvió a ver a su Redentor. Desataron las cuerdas dejaron caer los cuerpos al suelo, los arrastraron hacia el bajo que había entre el Calvario y las murallas de la ciudad, y allí los enterraron.
Los verdugos dudaban todavía de la muerte de Jesús, y el modo horrible con que habían quebrado los miembros de los ladrones hacia temblar a las santas mujeres por el cuerpo del Salvador. Mas el oficial inferior Casio, hombre de veinticinco años, muy activo y atropellado, cuya vista endeble y cuyos ojos bizcos excitaban la mofa de sus compañeros, recibió una inspiración súbita. La ferocidad bárbara de los verdugos, las angustias de las santas mujeres, y el ardor grande que excitó en él la divina gracia, le hicieron cumplir una profecía.
Empuño su lanza, y dirigió su caballo hacia la elevación donde estaba la cruz.
Se paró entre la cruz del buen ladrón y la de Jesús, y tomando su lanza con ambas manos, la clavó con tanta fuerza en el costado derecho del Señor, que la punta atravesó el corazón, un poco más abajo del pulmón izquierdo. Cuando la retiró, salió de la herida una cantidad de sangre y agua que llenó su cara como un baño de salvación y de gracia. Se apeó, se arrodilló, se dio golpes de pecho, y confesó a Jesús en alta voz.
La Virgen Santísima y sus amigas, cuyos ojos estaban siempre fijos sobre Jesús, vieron con inquietud la acción de este hombre, y se precipitaron hacia la cruz dando gritos. María cayó en los brazos de las santas mujeres, como si la lanza hubiese atravesado su propio corazón, mientras que Casio, de rodillas, alababa a Dios; pues los ojos de su cuerpo y de su alma se habían curado y abierto a la luz. Todos estaban conmovidos profundamente a la vista de la sangre del Salvador, que había corrido en un hoyo de la peña, al pie de la cruz.
Casio, María, las santas mujeres y Juan recogieron la sangre y el agua en frascos, y limpiaron el suelo con paños.
Casio, que había recobrado toda la plenitud de su vista, estaba en humilde contemplación. Los soldados, sorprendidos del milagro que se había operado en el, se hincaron de rodillas, dándose golpes de pecho, y confesaron a Jesús.
Casio, bautizado con el nombre de Longinos, predicó la fe como diácono, y llevó siempre sangre de Jesús sobre sí. Se había secado, y se halló en su sepulcro, en Italia, en una ciudad a poca distancia del sitio donde vivió Santa Clara. Hay un lago con una isla cerca de esta ciudad. El cuerpo de Longinos debe haber sido trasportado a ella. Los alguaciles, que mientras tanto habían recibido orden de Pilatos de no tocar al cuerpo de Jesús, no volvieron.
Todo esto pasó cerca de la cruz, un poco después de las cuatro, mientras José de Arimatea y Nicodemo buscaban lo que era necesario para la sepultura de Jesús. Pero los criados de José, habiendo venido a limpiar el sepulcro, anunciaron a los amigos de Jesús que su amo iba a quitar el cuerpo para ponerlo en un sepulcro nuevo. Entonces Juan volvió a la ciudad con las santas mujeres para que María pudiera reparar un poco sus fuerzas, y también para llevar algunas cosas necesarias para el entierro. La Virgen Santísima tenía una pequeña habitación en los edificios contiguos al Cenáculo. No entraron por la puerta más inmediata al Calvario, porque estaba cerrada y guardada al interior por los soldados que los fariseos habían puesto, sino por la meridional que conduce a Belén.

Algunas localidades de la antigua Jerusalén

En el lado oriental de Jerusalén estaba la primera puerta al sur de la esquina sureste del Templo, que conducía a ese barrio de la ciudad llamado Ófel. Lo que estaba al norte de la esquina noreste era la puerta de las ovejas. Entre estas dos puertas había una tercera (aunque todavía no tan antigua) que conducía a algunas calles que corrían una encima de la otra en el lado este del monte del Templo, y en las cuales residían principalmente albañiles y otros trabajadores. Sus moradas adyacentes a los muros de fundación del Templo. Casi todas las casas de estas dos calles pertenecían a Nicodemo, quien las construyó. Los albañiles que los ocupaban le pagaban alquiler o trabajaban para él, pues tenían relaciones comerciales con él y su amigo José de Arimatea. El último nombrado poseía grandes canteras en su ciudad natal, y mantuvo un activo comercio de mármol. Nicodemo había construido hace poco una hermosa nueva puerta para esas calles; ahora se llama la puerta de Moria. Como estaba terminado, Jesús fue el primero en cruzarlo el domingo de Ramos. Entró por la puerta nueva de Nicodemo, por la cual nadie antes había pasado, y fue enterrado en la tumba nueva de José de Arimatea, en la cual nadie antes de él había descansado. Más tarde, esta puerta fue amurallada, y hay un dicho de que los cristianos volverán a entrar en la ciudad por ella. Incluso en la actualidad, hay una puerta amurallada en esta región, llamada por los turcos "La Puerta Dorada".
Si no hubiera muros que obstruyeran el camino, un camino recto, desde la puerta de las ovejas, hacia el oeste, estaría casi entre el extremo noroeste del monte Sión y el centro de Gólgota. Desde esa puerta hasta el Gólgota en línea recta, la distancia era tal vez de tres cuartos de hora, pero desde la casa de Pilato hasta el Gólgota, era en línea recta unos cinco octavos de hora. La fortaleza Antonia se erigió sobre una roca proyectada al noroeste del monte del templo. Cuando uno giraba a la izquierda del palacio de Pilato y pasaba hacia el oeste a través del arco, la fortaleza estaba a su izquierda. En una de sus paredes había una plataforma elevada que daba al foro, y desde allí Pilato solía dirigirse a la población para publicar nuevas leyes, por ejemplo. Cuando Jesús llevaba la cruz dentro de la ciudad, a menudo tenía el Monte Calvario a la derecha. (El viaje de Jesús debe haber sido hecho en parte en dirección suroeste). Conducía por la puerta de una muralla interior que corría hacia Sión, cuyo barrio de la ciudad estaba muy alto. Más allá de esta muralla y hacia el oeste, había otro barrio que contenía más jardines que casas. Hacia la muralla exterior de la ciudad había sepulcros magníficos con entradas bellamente esculpidas, y por encima de muchos de ellos pequeños y bellos jardines. En este barrio se encontraba la casa propiedad de Lázaro. Tiene hermosos jardines que se extienden hasta donde la muralla occidental externa se desvía hacia el sur. Había, creo, cerca de la gran puerta de las ovejas una pequeña entrada privada a través de la muralla de la ciudad a esos jardines. Jesús y Sus discípulos, con permiso de Lázaro, la usaban a menudo para ir y venir. La puerta en la esquina noroeste se abría hacia Betsur, que estaba más al norte que Emaús y Jope. Varias tumbas reales estaban al norte de la pared exterior. Esta parte occidental y poco edificada de la ciudad era la más baja de todas. Se inclinó suavemente hacia la muralla de la ciudad y luego, de manera igualmente suave, subió de nuevo antes de llegar a ella. Esta segunda colina estaba cubierta de hermosos jardines y viñas. Detrás de ella corría un amplio camino pavimentado dentro de las murallas con caminos que conducían a ellas y a las torres. Estos últimos no eran como los nuestros, que tienen escaleras en el interior. Al otro lado de la muralla, fuera de la ciudad, había una inclinación hacia el valle, de modo que las murallas alrededor de este barrio inferior parecían construidas en un terraza elevada. Aquí también se encontraban jardines y viñas. El camino de Jesús al Calvario no pasó por estos jardines, ya que el barrio en el que estaban al final de su viaje hacia el norte a la derecha. Simón de Cirene venía de allí cuando encontró a Jesús. La puerta por la cual Jesús fue conducido fuera de la ciudad no estaba directamente hacia el oeste, sino que miraba hacia el suroeste. Al pasar por esa puerta y girar a la izquierda, se encontraba la muralla de la ciudad que corría hacia el sur por una corta distancia, cuando daba una curva brusca hacia el oeste, y luego corría de nuevo hacia el sur alrededor del monte Sión. En este lado izquierdo de la muralla y en el camino de Sión se erigió una torre muy fuerte como una fortaleza. En este mismo lado y muy cerca de la puerta que conducía al lugar de la ejecución, se abrió otra. De todas las puertas de la ciudad, estas dos estaban más cerca una de la otra. La distancia entre ellos no era mayor que entre la puerta del castillo y la puerta de Luding aquí en Dülmen. Esta última puerta de Jerusalén mencionada se abría hacia el oeste, en el valle, y desde ella la carretera corría a la izquierda y un poco hacia el sur, hacia Belén. Algún tiempo después de la puerta de la ejecución, la carretera giraba hacia el norte y corría hacia el Calvario, que estaba frente a la ciudad al este y era muy escarpado, pero que, al oeste, se inclinaba gradualmente. Mirando desde este lado hacia el oeste, se podía ver a cierta distancia a lo largo de la carretera que conducía a Emaús. Había un campo al lado del camino, y allí vi a Lucas recogiendo hierbas cuando, después de la resurrección, él y Cleofás en el camino a Emaús fueron encontrados por Jesús. Alrededor de las diez de la mañana de la Crucifixión, el rostro de Jesús estaba orientado hacia el noroeste, es decir, hacia la cruz erigida para Él en el Calvario. Cuando colgaba de la cruz, si giraba la cabeza hacia la derecha, podía vislumbrar la fortaleza de Antonia. A lo largo de toda la muralla de la ciudad, tanto al norte como al este del Calvario, había jardines, viñas y tumbas. La cruz de Jesús fue enterrada en el lado noreste y al pie del Monte Calvario. Frente al lugar donde las cruces fueron descubiertas más tarde, y al noreste, había hermosas terrazas cubiertas de vides. Mirando hacia el sur, desde el punto donde la cruz estaba en el Calvario, se podía ver la casa de Caifás justo debajo de la fortaleza de David.

Jardín y tumba de José de Arimatea

Este jardín estaba a por lo menos siete minutos del Monte Calvario, cerca de la puerta de Belén, y a la altura que bajaba hasta la muralla de la ciudad. Era muy bonito, con sus árboles altos, sus asientos y sus rincones sombreados. De un lado se extendía hasta la altura sobre la cual se alzaba la muralla de la ciudad. Una persona que descendiera al valle del lado norte se daría cuenta al entrar en el jardín que el suelo se elevaba a su izquierda hasta la muralla de la ciudad. A la derecha y al final del jardín había una roca separada, en la que estaba el sepulcro. Girando hacia la derecha, llegó a la entrada de la cueva, que miraba hacia el este, en terreno elevado y contra la muralla de la ciudad. En ambos extremos de la misma roca, norte y sur, había dos cuevas menores con entradas bajas. Un camino estrecho rodeaba su lado occidental. El suelo frente a la cueva era más alto que el de la entrada misma, de modo que para llegar a la puerta había que bajar unos escalones, como en otra tumba pequeña en el lado oriental de la roca. La entrada exterior está cerrada con rejas. El espacio dentro de la cueva era lo suficientemente grande como para que cuatro hombres estuvieran contra la pared a la derecha y tantos a la izquierda, y aún así permitir que el cuerpo fuera llevado entre ellos por los portadores. Las paredes de la cueva se redondearon en el lado oeste hasta que formaron, justo frente a la puerta, un nicho amplio, pero no muy alto. La pared rocosa aquí formaba un techo arqueado sobre la tumba, que estaba a unos dos metros sobre el nivel del suelo, con espacio vacío en la parte superior para recibir un cadáver en su hoja sinuosa. La tumba se proyectaba como un altar, estando conectada a la roca sólo por un lado. Había espacio para una persona para estar en la cabeza, otro en el pie, y un tercero antes de la tumba, incluso cuando las puertas del nicho estaban cerradas. Las puertas eran de cobre o de algún otro metal, y se abrían de ambos lados, donde había espacio para ellas contra las paredes. No se quedaron perpendicularmente, sino que se acostaron un poco oblicuamente antes del nicho, y llegaron lo suficientemente bajo como para el suelo para una piedra colocada contra ellos para evitar su apertura. La piedra destinada a tal fin estaba ahora fuera de la entrada de la cueva. Después de enterrar al Señor, fue traído por primera vez y colocado ante las puertas cerradas de la tumba. Era grande y un poco redondeado en el lado que era de acostarse junto a las puertas, porque la pared cerca de ellos no estaba en ángulo recto. Para abrir las puertas, la piedra inmensa no fue primero rodó fuera de la caja fuerte, de modo que, debido al espacio confinado, se habría atendido con la mayor dificultad. Pero una cadena descendida del techo estaba atada a anillos fijados en la piedra. Entonces, la cadena siendo arrastrada con la ayuda de varios hombres que ejercen toda su fuerza, la piedra fue sacudida hacia un lado de la gruta, dejando la puerta de la tumba libre.
En el jardín frente a la entrada de la cueva había un banco de piedra. Si uno subiera al techo de la cueva, que estaba cubierto de hierba, podía ver las alturas de Sión y algunas de las torres sobre las murallas de la ciudad. La puerta de Belén, un acueducto y el Pozo de Giom también podían verse desde aquí. La roca dentro era blanca con venas rojas y marrones. La cueva está muy bien terminada.

El descenso de la cruz

Mientras la cruz estaba abandonada y rodeada sólo de algunos guardias, vi cinco personas, que habían venido de Betania por el valle, acercarse al Calvario, elevar los ojos hacia la cruz y alejarse furtivamente: pienso que serían discípulos. Encontré tres veces en las inmediaciones a dos hombres examinando y deliberando: eran José de Arimatea y Nicodemo. Una vez era en las inmediaciones y durante la crucifixión (quizás cuando hicieron comprar los vestidos de Jesús). Otra vez estaban mirando si el pueblo se iba, y fueron al sepulcro para preparar alguna cosa: volvieron a la cruz, mirando a todas partes como si esperasen una ocasión favorable. Después trazaron su plan para bajar de la cruz el cuerpo del Salvador, y se volvieron a la ciudad.
Se ocuparon en transportar los objetos necesarios para embalsamar el cuerpo; sus criados tomaron algunos instrumentos para desclavarlo de la cruz, y dos escaleras, que consistían en un madero atravesado de distancia a distancia por palos que formaban los escalones. había ganchos que se podían colgar más arriba o más abajo, y que serían para fijar las escaleras o para colgar lo que necesitaran en su trabajo.
Nicodemo había comprado cien libras de raíces, que equivalían a treinta y siete libras de nuestro peso, como me fue explicado. Llevaba esos aromas en pequeños corchos colgados del cuello sobre el pecho. En uno de esos corchos había unos polvos. Tenían algunos paquetes de hierbas en sacos de pergamino o de cuero. José llevaba también una caja de un ungúento, no sé de que sustancia: en fin, los criados debían llevar sobre unas angarillas ¡jarros, botas, esponjas y herramientas. Llevaron fuego en un farol cerrado. Los criados salieron de la ciudad antes que sus amos, y por otra puerta, quizás la de Betania, y después se dirigieron hacia el Calvario. Pasaron por delante de la casa donde la Virgen, Juan y las santas mujeres habían venido a llevar diversas cosas para embalsamar el cuerpo de Jesús; Juan y las santas mujeres siguieron a los servidores a poca distancia. había cinco mujeres; algunas llevaban debajo de los mantos un grueso paquete de tela. Las mujeres tenían la costumbre, cuando salían por la noche o para hacer secretamente alguna acción piadosa, de cubrirse con una sabana larga y de más de una vara de ancho. Comenzaban por envolverse un brazo, y se envolvían el resto del cuerpo tan estrechamente, que apenas podían andar. Yo las he visto así envueltas; esa sábana les llegaba de un brazo al otro, y les cubría la cabeza.
Hoy presentaba un aspecto extraño: era un vestido de luto. José y Nicodemo tenían también vestidos de luto, con mangas negras y cintura ancha. Sus capas. que se las habían puesto sobre la cabeza, eran anchas, largas y de color pardo. Les servían para tapar lo que llevaban. Se dirigían hacia la puerta que conduce al Calvario.
Las calles estaban desiertas; el terror general hacia que cada uno estuviese encerrado en su casa; la mayor parte comenzaban a arrepentirse. Muy pocos atendían a la fiesta. Cuando José y Nicodemo llegaron a la puerta, la hallaron cerrada, y todo alrededor, el camino y las calles, lleno de soldados. Eran los mismos que los fariseos habían pedido a las dos, y como temían una insurrección popular, los conservaban sobre las armas.
José presentó una orden firmada por Pilatos para que le dejasen pasar libremente. Los soldados se alegraron; mas le dijeron que habían querido abrir muchas veces la puerta sin poderlo conseguir; que sin duda en el terremoto se había desnivelado por alguna parte; que por esa razón los alguaciles encargados de romper las piernas a los crucificados habían tenido que pasar por otra puerta. Pero cuando José y Nicodemo tomaron el cerrojo, la puerta se abrió sola, dejando a todos atónitos.
El cielo estaba todavía oscuro y nebuloso cuando llegaron al Calvario: se encontraron con sus criados y las santas mujeres que lloraban enfrente de la cruz. Casio y muchos soldados, que se habían convertido, estaban a cierta distancia tímidos y respetuosos. José y Nicodemo contaron a la Virgen y a Juan todo lo que habían hecho para librar a Jesús de una muerte ignominiosa; como habían obtenido que no rompiesen los huesos al Señor, y como la profecía se había cumplido. Hablaron también de la lanzada de Casio. Así que llego el centurión Abenadar, comenzaron, en medio de la tristeza y del recogimiento, la obra piadosa del descendimiento de la cruz y de embalsamar el sacratísimo cuerpo del Señor.
derecha, entre la cruz de Dimas y la de Jesús: las otras mujeres estaban ocupadas en preparar los paños, los aromas, el agua, las esponjas y los vasos.
Casio se acercó también, y contó a Abenadar el milagro de la cura de sus ojos.
Todos estaban conmovidos, llenos de dolor y de amor, y al mismo tiempo silenciosos y con una gravedad solemne. Solo cuando la prontitud y la atención que exigían esos cuidados piadosos lo permitían, oíanse lamentos y gemidos comprimidos. Sobre todo, Magdalena se abandonaba enteramente a su dolor, y nada podía distraerla, ni la presencia de los circunstantes, ni ninguna otra consideración.
Nicodemo y José pusieron las escaleras detrás de la cruz, y subieron con una sabana, a la cual estaban atadas tres correas; ataron el cuerpo de Jesús por debajo de los brazos y de las rodillas al árbol de la cruz, y fijaron los brazos atados por la muñeca. Entonces sacaron los clavos empujándolos por detrás, apoyando un hierro en la punta. Las manos de Jesús no se movieron mucho a pesar de los golpes, y los clavos salieron fácilmente de las llagas, porque éstas se habían abierto mucho con el peso del cuerpo, y éste ahora, suspendido con las sábanas, no cargaba sobre los clavos. La parte inferior del cuerpo, que a la muerte del Salvador había cargado sobre las rodillas, reposaba en su posición natural, sostenida por una sabana que estaba atada a los brazos de la cruz.
Mientras José sacaba el clavo izquierdo y dejaba el brazo envuelto caer despacio sobre el cuerpo. Nicodemo ataba el brazo derecho a la cruz, y también la cabeza coronada de espinas, que se había torcido sobre el hombre derecho: entonces arranco el clavo derecho, y dejo caer despacio el brazo sobre el cuerpo. Al mismo tiempo el centurión Abenadar arrancaba con esfuerzo el clavo grande de los pies. Casio recogió religiosamente los clavos, y los puso a los pies de la Virgen. En seguida José y Nicodemo pusieron las escaleras delante de la cruz, casi derechas y muy cerca del cuerpo; desataron la correa de arriba, y la colgaron a uno de los ganchos que estaban en las escaleras; hicieron lo mismo con las otras dos correas, y bajándolas de gancho en gancho descendieron despacio el Santo Cuerpo hasta enfrente del centurión, que, montado sobre un banco, lo recibió en sus brazos por debajo de las rodillas, y lo bajó, mientras que José y Nicodemo, sosteniendo lo alto del cuerpo, bajaban escalón por escalón con las mayores precauciones, como cuando se lleva el cuerpo de un amigo gravemente herido. Así el cuerpo del Salvador llegó hasta abajo.
Era un espectáculo muy tierno; tenían el mismo cuidado, las mismas precauciones que si hubiesen temido causar algún daño a Jesús: guardaron con el santo Cuerpo todo el amor y toda la veneración que habían tenido con el Salvador durante su vida. Todos los circunstantes tenían los ojos fijos en el cuerpo del Señor, y seguían todos sus movimientos; a cada instante levantaban las manos al cielo, derramaban lágrimas y daban señales del más intenso duelo. Sin embargo, todos estaban penetrados de un respeto profundo, hablando sólo en voz baja para ayudarse o avisarse. Mientras los martillazos se oían, María, Magdalena y todos los que estaban presentes a la crucifixión, tenían el corazón partido. El ruido de los golpes les recordaba los padecimientos de Jesús: temblaban al oír otra vez el grito penetrante de dolor, y al mismo tiempo se afligían del silencio de su boca divina, prueba demasiado cierta de su muerte. Cuando descendieron el santo Cuerpo, lo envolvieron desde las rodillas hasta la cintura, y lo pusieron en los brazos de su Madre, que se los tendía poseída de dolor y de amor.

El cuerpo de Jesús embalsamado

La Virgen Santísima se sentó sobre un cobertor tendido en el suelo: su rodilla derecha, un poco levantada, y su espalda, estaban apoyadas sobre unas capas juntas. Lo habían dispuesto todo para facilitar a esta Madre llena de dolor los tristes honores que iba a dar al cuerpo de su Hijo. La sagrada cabeza de Jesús estaba apoyada sobre la rodilla de María; su cuerpo estaba tendido en un sábana. La Virgen Santísima tenía por la última vez en sus brazos el cuerpo de su querido Hijo, a quien no había podido dar ninguna prueba de amor en todo su martirio; contemplaba sus heridas; cubría de besos su rostro ensangrentado, mientras Magdalena reposaba el suyo sobre sus pies.
Los hombres se retiraron a una pequeña hondonada, situada al Sudoeste del Calvario, a preparar los objetos necesarios para embalsamar el cadáver. Casio, con algunos soldados que se habían convertido al Señor, estaba a una distancia respetuosa. Toda la gente mal intencionada había vuelto a la ciudad, y los soldados formaban sólo una guardia de seguridad para impedir que alguien interrumpiese los últimos honores rendidos a Jesús. Algunos prestaban su ayuda cuando se la pedían. Las santas mujeres daban vasos, esponjas, paños, ungúentos y aromas cuando se necesitaban, y el resto del tiempo estaban atentas a corta distancia; Magdalena se hallaba siempre a los pies de Jesús. Juan ayudaba continuamente a la Virgen, servía de mensajero entre los hombres y las mujeres, y ayudaba a unos y a otros. Las mujeres tenían a su lado botas de cuero y un jarro de agua, puesto sobre lumbre de carbón. Ellas presentaban a María y a Magdalena, conforme los necesitaban, vasos llenos de agua pura, y esponjas que exprimían después en las botas de cuero.
La Virgen Santísima conservaba un valor admirable en su indecible dolor. No podía dejar el cuerpo de su Hijo en el horrible estado en que lo había puesto el suplicio, y por eso comenzó, con una actividad infatigable, a lavarlo y a limpiarle las señales de los ultrajes que había recibido. Sacó con la mayor precaución la corona de espinas, abriéndola por detrás y cortando una por una las puntas clavadas en la cabeza de Jesús, para no abrir las heridas con el movimiento. Pusieron la corona junto a los clavos; entonces María saco las espinas que se habían quedado en las heridas con una especie de tenazas redondas, y las enseñó a sus amigos con tristeza. Pusieron estas espinas con la corona: sin embargo, algunas deben de haber sido conservadas aparte.
Apenas se podía conocer la faz del Señor: tan desfigurada estaba con las llagas que la cubrían. La barba y el cabello estaban pegados con la sangre.
María alzo la cabeza, y paso esponjas mojadas por el pelo para humedecer la sangre seca. Conforme la lavaba, las horribles crueldades ejercidas contra Jesús se presentaban más distintamente, y su compasión y su ternura se acrecentaban de una herida a otra. Lavó las llagas de la cabeza, la sangre que cubría los ojos, la nariz y las orejas; con una esponja y un pañito extendido sobre los dedos de su mano derecha, limpió, del mismo modo, su boca entreabierta, su lengua, los dientes y los labios. Partió lo que le restaba del pelo del Salvador en tres partes: sobre cada sien, y la tercera sobre la nuca; y cuando hubo limpiado y desenredado los cabellos de delante, se los puso detrás de ambas orejas. Habiendo limpiado la cara, la Virgen la cubrió después de haberla besado. Luego hízolo con el cuello, las espaldas y el pecho, los brazos y las manos. Todos los huesos del pecho, todas las coyunturas de los miembros estaban dislocados, y no podían doblarse. El hombro que había llevado la cruz tenía una herida enorme; toda la parte superior del cuerpo estaba cubierta de heridas y rasgada con los azotes. Cerca del pecho izquierdo había una pequeña abertura por donde había salido la punta de la lanza de Casio, y en el lado derecho estaba la abertura ancha por donde entrara la lanza que había atravesado el corazón. María lavo todas las llagas, y Magdalena, de rodillas, la ayudaba de cuando en cuando, sin dejar los pies de Jesús, que regaba con lágrimas abundantes y que limpiaba con sus cabellos.
La cabeza, el pecho y los pies del Salvador estaban lavados: el sagrado cuerpo, blanco, azulado, como carne sin sangre, lleno de cardenales y manchas en los sitios donde se le había arrancado el pellejo, reposaba sobre las rodillas de María, que cubrió con un velo las partes lavadas, y se ocupó en embalsamar todas las heridas. Las santas mujeres, arrodillándose enfrente de María, le presentaban a su vez una caja, de donde tomaba un ungúento precioso con que untaba las heridas. Ungió también el pelo. Tomo en su mano izquierda las manos de Jesús, las beso con respeto, y lleno de ungúento o de aromas los agujeros profundos de los clavos, Llenó también las orejas, la nariz y la llaga del costado. Magdalena embalsamaba los pies del Señor: regábalos muchas veces con sus lágrimas, y los limpiaba con sus cabellos.
No tiraban el agua que habían usado, sino que la echaban en botas de cuero, donde exprimían las esponjas. Vi muchas veces a Casio y a otros soldados ir por agua a la fuente de Gihon, que estaba bastante cerca. Cuando la Virgen untó todas las heridas, envolvió la cabeza en paños, mas no cubrió todavía la cara. Cerró los ojos entreabiertos de Jesús, y poso la mano sobre ellos algún tiempo. Cerro también su boca, abrazo el sagrado cuerpo de su Hijo, y dejo caer su rostro sobre el de Jesús. José y Nicodemo hacia rato que esperaban, cuando Juan, acercándose a la Virgen, le pidió que se separase de su Hijo para que pudieran acabar de embalsamarlo, porque se acercaba el Sábado.
María abrazó otra vez el cuerpo de su Hijo, y se despidió de El en los términos más tiernos. Entonces los hombres lo tomaron de los brazos de su Madre en la sábana donde estaba puesto, y lo llevaron a cierta distancia. María, sumergida en su dolor, que sus tiernos cuidados habían distraído un instante, cayó, la cabeza cubierta, en brazos de las piadosas mujeres. Magdalena, como si hubieran querido arrancarle a su Amado, precipitóse algunos pasos hacia adelante con los brazos abiertos, y se volvió con la Virgen Santísima.
Llevaron el cuerpo a un sitio más bajo que la cumbre del Gólgota, sobre una roca, que presentaba un sitio cómodo para embalsamar el cuerpo. Vi primero un paño de mallas de un trabajo parecido al encaje, que me recordó la cortina que se pone delante del altar en la Cuaresma(*). Sin duda estaba trabajado con calados para dejar pasar el agua. Vi también otra gran sábana extendida.
Pusieron el cuerpo del Salvador sobre el paño calado, y algunos hombres tuvieron el otro extendido sobre él. Nicodemo y José se arrodillaron, y debajo de este lienzo quitaron el paño que habían atado a la cintura al bajarlo de la cruz. Después pasaron esponjas debajo de ese paño, y lavaron la parte inferior del cuerpo. En seguida lo alzaron con los panos atravesados debajo de las rodillas, y lo lavaron por detrás, sin volverlo, hasta que el agua que soltaban las esponjas salia clara. Entonces echaron agua de mirra sobre todo el cuerpo, y, manejándolo con respeto, lo extendieron todo a lo largo, pues se había quedado en la posición en que había muerto, con las rodillas y los riñones encogidos. Después colocaron debajo de sus hombros un paño de una vara de ancho y tres de largo; pusieron manojos de hierbas como las que veo en las mesas celestiales, y echaron por encima unos polvos que Nicodemo había traído. Entonces envolvieron la parte inferior del cuerpo, y la ataron fuertemente alrededor de la sabana que habían puesto por debajo. Untaron las heridas de los muslos, pusieron manojos de hierba entre las piernas en todo su largo, y las envolvieron en los aromas de abajo a arriba.
Entonces Juan llevó cerca del cuerpo a la Virgen y a las santas mujeres. María se arrodilló junto a la cabeza de Jesús, puso por debajo un lienzo muy fino que le había dado la mujer de Pilatos, y que llevaba ella alrededor de su cuello debajo de su manto; después, con ayuda de las santas mujeres, puso desde los hombros hasta la cara manojos de hierbas, aromas y polvos odoríferos; luego ató fuertemente este lienzo alrededor de la cabeza y de los hombros.
Magdalena echó un frasco de bálsamo en la llaga del costado, y las piadosas mujeres pusieron también hierbas en las llagas de las manos y de los pies. En seguida los hombres envolvieron el resto del cuerpo en aromas, cruzaron los brazos sobre su pecho, y apretaron la gran sabana blanca alrededor de su cuerpo hasta el pecho, como se envuelve a un niño, y ataron una venda alrededor de la cabeza y de todo el cuerpo. En fin, pusieron al Salvador en la gran sabana de seis varas que había comprado José de Arimatea, y lo envolvieron, colocado diagonalmente; una punta de la sabana estaba doblada desde los pies hasta el pecho, y la otra sobre la cabeza y los hombros; las otras dos envueltas alrededor del cuerpo.
Como todos rodeaban el cuerpo del Señor y se arrodillaban para despedirse de El, un milagro se operó a sus ojos; el sagrado cuerpo de Jesús, con sus heridas, apareció representado sobre la sabana que lo cubría, como si hubiese querido recompensar su celo y su amor, y dejarles su retrato a través de los velos que lo cubrían. Abrazaron el cuerpo llorando, y besaron con respeto su milagrosa efigie. Su asombro se aumento cuando, alzando la sabana, vieron que todas las vendas que ataban el cuerpo estaban blancas como antes, y que la sabana superior había recibido sola la milagrosa efigie. No era la marca de heridas echando sangre, pues todo el cuerpo estaba envuelto y cubierto de aromas; era un retrato sobrenatural, un testimonio de la divinidad creadora que residía siempre en el cuerpo de Jesús. He visto muchas cosas relativas a la historia posterior de esa sábana, más me sería imposible coordinarlas.
Después de la Resurrección estuvo en poder de los amigos de Jesús. Cayó también dos veces en las manos de los judíos, y fue venerada más tarde en diferentes lugares. La he visto en Asia, en casa de cristianos no católicos. Se me ha olvidado el nombre de la ciudad, que esta situada en un país cercano a la patria de los tres Reyes Magos.
(*) En la diócesis de Múnster cuelgan en las iglesias una cortina con bordados calados, que representan las cinco llagas y los instrumentos de la Pasión.

Jesús metido en el sepulcro

Los hombres pusieron el sagrado cuerpo sobre unas angarillas de cuero, cubiertas con un cobertor oscuro. Esto me recuerda el Arca de la Alianza.
Nicodemo y José llevaban sobre sus hombros los palos de delante, y Abenadar y Juan los de atrás. En seguida venían la Virgen, María de Helí, su hermana mayor, Magdalena y María Cleofás; después las mujeres que habían estado sentadas a cierta distancia, Verónica, Juana Chusa; María, madre de Marcos; Salome, mujer del Zebedeo; María Salome, Salome de Jerusalén, Susana y Ana, sobrina de San José; Casio y los soldados cerraban la marcha. Las otras mujeres, Maroni de Naím, Dina la Samaritana, y María la Sufanita, estaban en Betania con Marta y Lázaro. Dos soldados con luces iban delante para alumbrar en la gruta del sepulcro; anduvieron así cerca de siete minutos, cantando salmos en tono dulce y melancólico. Vi sobre una altura del otro lado del valle a Santiago el Mayor, hermano de Juan, que los veía pasar, y que volvió a anunciar a los otros discípulos lo que había visto.
Se pararon a la entrada del jardín de José; lo abrieron arrancando algunos palos, que sirvieron después de palancas para llevar a la gruta la piedra que debía tapar el sepulcro. Cuando llegaron a la peña, levantaron el santo cuerpo sobre una tabla larga, cubierta con una sábana. La gruta, que estaba recientemente abierta, había sido barrida por los criados de Nicodemo; el interior estaba limpio y decoroso. Las santas mujeres se sentaron enfrente de la entrada. Los cuatro hombres entraron el cuerpo del Señor, llenaron de aromas una parte del sepulcro, y extendieron una sábana, sobre la cual pusieron el cuerpo; le mostraron otra vez su amor con sus lágrimas y sus abrazos, y salieron de la gruta. Entonces entró la Virgen; se sentó junto a la cabeza, y se bajó llorando sobre el cuerpo de su Hijo. Cuando salió de la gruta, Magdalena se precipitó en ella; había juntado en el jardín flores y ramos que echo sobre Jesús; cruzo las manos, y besó llorando los pies de Jesús; pero habiéndole dicho los hombres que querían cerrar el sepulcro, se volvió con las otras mujeres. Doblaron las puntas de las sábanas sobre el cuerpo, y pusieron la tapa de un color oscuro, y cerraron la puerta; delante había dos palos, uno horizontal y otro vertical, que formaban la cruz.
La gruesa piedra destinada a cerrar el sepulcro, que estaba aun a la puerta de la gruta, tenía la forma de un cofre o de una piedra tumular; era bastante grande para que un hombre pudiera extenderse a lo largo, muy pesada, y solo con palancas pudieron los hombres empujarla delante de la Puerta del sepulcro. La primera puerta de la gruta era de ramas entretejidas. Todo lo que se hizo en la gruta fue con faroles, porque la luz del día apenas penetraba.

Vuelta del sepulcro. José de Arimatea preso

El Sábado iba a comenzar. Nicodemo y José entraron en Jerusalén por una pequeña puerta próxima al jardín, abierta en la muralla por una gracia especial concedida a José. Dijeron a la Virgen, a Magdalena, a Juan y algunas mujeres que volvían al Calvario a orar, que hallarían esa puerta abierta siempre que llamaran, así como la del Cenáculo. La hermana mayor de la Virgen, María de Helí, volvió a la ciudad con María, madre de Marcos, y algunas otras mujeres.
Los criados de José y de Nicodemo volvieron al Calvario para recoger los objetos que habían dejado.
Los soldados se juntaron con los que guardaban la puerta de la ciudad, vecina al Calvario, y Casio se fue a casa de Pilatos con la lanza. Le contó lo que había visto, y le prometió una relación exacta, si le confiaba el mando de la guardia que los judíos pedirían para el sepulcro. Pilatos escuchó sus palabras con terror secreto, mas lo trató como a un supersticioso.
José y Nicodemo encontraron en la ciudad a Pedro, a Santiago el Mayor y a Santiago el Menor; todos lloraban. Pedro, sobre todo, sentía un dolor violento; los abrazó, se acusó de no haber estado presente a la muerte del Salvador, y les dio las gracias por haberle dado sepultura. Se convinieron en que les abrirían las puertas del Cenáculo cuando llamaran, y se fueron a buscar a otros discípulos dispersados en diversos sitios. Vi después a la Virgen Santísima y a sus compañeras entrar en el Cenáculo; Abenadar fue también introducido, y poco a poco la mayor parte de los apóstoles y de los discípulos se juntaron en él. Las santas mujeres se reunieron en la parte donde habitaba la Virgen.
Tomaron algún alimento, y pasaron todavía algún rato reunidos llorando y contando lo que habían visto. Los hombres se mudaron de vestido, y los vi debajo de una lampara para celebrar el sábado. Comieron corderos en el Cenáculo, pero sin hacer ninguna ceremonia, pues habían comido la víspera el cordero pascual; todos estaban llenos de angustia y de tristeza. Las santas mujeres rezaron también con María debajo de una lámpara. Cerrado que hubo la noche, Lázaro, la viuda de Naím, Dina la Samaritana y María la Sufanita, vinieron de Betania: contaron de nuevo lo sucedido, y derramaron lagrimas.

La prisión de José de Arimatea. El Santo Sepulcro vigilado

José de Arimatea salió tarde del Cenáculo y, con algunos de los discípulos y las santas mujeres, partió hacia su casa. Caminaban tristes y tímidos por las calles de Sión, cuando de repente apareció un grupo armado desde su escondite en las cercanías del salón del juicio de Caifás y echó mano a José de Arimatea. Sus compañeros huyeron entre gritos de terror. Vi que arrestaron al buen José en una torre de la muralla de la ciudad, no lejos del tribunal. Caifás había confiado el cuidado de esta captura a soldados paganos, que no celebraban el sábado. La intención era dejar que José muriera de hambre y mantener en secreto su desaparición.
En la noche entre el viernes y el sábado, Caifás y algunos de los principales judíos celebraron una consulta sobre lo que se debía hacer con respecto a los maravillosos acontecimientos que acababan de ocurrir y su efecto sobre el pueblo. Ya era tarde cuando vinieron a Pilato para decirle que, como había dicho aquel seductor, mientras aún estaba vivo: "A los tres días resucitaría", lo correcto sería "mandar que se guardara el sepulcro hasta el día de la muerte". tercer día; de lo contrario, sus discípulos podrían venir y robarle, y decirle al pueblo: "Ha resucitado de entre los muertos", y el último error sería peor que el primero.
Pilato, que no quería tener nada más que ver con el asunto, les dijo: "Tenéis guardia. Id y guardadlo como sabéis. Pero encargó a Casio que vigilara y le informara de todo lo que observara. Luego vi a doce hombres que salían de la ciudad antes del amanecer. Iban acompañados de soldados que no vestían el uniforme romano. Eran soldados del templo y me parecieron alabarderos o guardaespaldas. Llevaban linternas en largos palos. . para distinguir las cosas claramente en la oscuridad, y también para tener luz en el sepulcro oscuro.
Cuando, a su llegada, estuvieron seguros de que el Sagrado Cuerpo estaba a salvo, ataron una cuerda sobre las puertas del sepulcro y otra desde allí a la piedra que estaba delante de ellos. Luego los sellaron a los dos con un sello en forma de media luna. Luego los doce hombres regresaron a la ciudad y la guardia se colocó frente a la puerta exterior del sepulcro. Cinco o seis se turnaron para vigilar, mientras que algunos otros llegaban ocasionalmente con provisiones de la ciudad. Cássio nunca abandonó su puesto. Permaneció la mayor parte del tiempo en el sepulcro mismo, sentado o de pie ante la entrada del sepulcro, y en una posición tal que podía ver el lado donde reposaban los pies del Señor. Había recibido grandes gracias interiores y había sido admitido a la clara comprensión de muchos misterios. Como tal condición, estar casi todo el tiempo en un estado de maravillosa iluminación interior, era algo tan nuevo para él, que parecía transportado fuera de sí mismo, con total independencia de las cosas externas. Allí cambió por completo, se convirtió en un hombre nuevo. Pasó el día en penitencia, acción de gracias y adoración.

Los amigos de Jesús en el Sábado Santo

Como ya he dicho, anoche vi a los hombres del Coenaculum celebrando el sábado y luego tomando una comida. Eran unos veinte en número. Estaban vestidos con largas ropas blancas, con cinturones a la cintura, y reunidos bajo una lámpara colgante. Cuando se separaban después de la comida, algunos iban a descansar en apartamentos adyacentes, otros a sus propias casas. Hoy 2 vi la mayoría de ellos permaneciendo en silencio en la casa, reuniéndose en intervalos para la oración y la lectura, y de vez en cuando admitiendo algunos recién llegados.
En la casa ocupada por la Santísima Virgen había un gran salón con varios pequeños recovecos cortados por cortinas y divisorios móviles. Eran lugares privados para dormir. Cuando las santas mujeres regresaron del sepulcro, pusieron todo lo que habían traído de vuelta en su lugar, y encendieron la lámpara que estaba colgada en el medio del techo. Entonces se reunieron debajo de él en torno a la Santísima Virgen, y se dio la vuelta en la oración más devotamente. Todos estaban muy tristes. Después de esto, participaron de un refrigerio, y pronto se unieron a Marta, Maroni, Dina y María, que después de celebrar el sábado en Betania, habían venido aquí con Lázaro. El último nombramiento fue para los hombres de Coenaculum. Cuando, con lágrimas de ambos lados, la muerte y el sepulcro del Señor habían sido relatados a los recién llegados, y la hora estaba muy avanzada, algunos de los hombres, entre ellos José de Arimatea, salieron del comedor, llamaron a las mujeres que querían volver a sus casas en la ciudad, y se despidieron. Fue en el camino que esa banda armada tomó a José cerca de la sala de juicio de Caifás, y lo arrojó a la torre.
Las mujeres que habían permanecido con la Santísima Virgen ahora se retiraron, cada una a su propio lugar de dormir protegido. Cubrían sus cabezas con largos pañuelos de lino, y se sentaron por un tiempo en la tristeza silenciosa en el suelo, apoyándose en las mantas de dormir que se enrollaron contra la pared. Después de unos momentos, se levantaron, extendieron las sábanas, dejaron a un lado sus sandalias, cinturones, y algunos artículos de vestir, se envolvieron de la cabeza a los pies, como estaban acostumbrados a hacer cuando se retiraron para descansar, y se recostaron en sus sofás para un pequeño sueño. A medianoche, se levantaron de nuevo, se vistieron, doblaron el sofá, se reunieron una vez más bajo la lámpara alrededor de la Santísima Virgen y oraron por turnos.
Cuando la Santísima Virgen y las santas mujeres, a pesar de su gran sufrimiento, habían cumplido con este deber de oración nocturna (que he visto practicada frecuentemente desde entonces por los fieles hijos de Dios y personas santas, o alentados a ello por gracia especial, o en obediencia a una regla establecida por Dios y Su Iglesia), Juan y algunos de los discípulos llamaron a la puerta del salón de las mujeres. Él y los otros hombres habían orado antes, como las mujeres, bajo la lámpara en el Coenaculum. Las santas mujeres inmediatamente se envolvieron en sus mantos y, junto con la Santísima Virgen, las siguieron hasta el Templo.
Fue alrededor de la misma hora en que la tumba fue sellada, es decir, alrededor de las tres de la mañana, que vi a la Santísima Virgen con las otras santas mujeres, Juan, y varios de los discípulos, entrando en el templo. Muchos judíos tenían la costumbre de ir al templo por la mañana, después de comer el cordero de la Pascua. En consecuencia, fue abierto alrededor de la medianoche, porque los sacrificios de esa mañana comenzaron muy temprano. Pero hoy, debido a la perturbación de la fiesta y la contaminación del templo, todo había sido descuidado, y me pareció como si la Virgen, con sus amigos, quisiera despedirse de él. Allí fue criada, allí adoró el Santo Misterio, hasta que ella misma cargó en su vientre ese mismo Santo Misterio, ese Santo que, como el verdadero Cordero Pascual, había sido tan bárbaramente sacrificado el día anterior. El templo estaba, de acuerdo con la costumbre de este día, abierto, las lámparas encendidas, e incluso el vestíbulo de los sacerdotes (un privilegio concedido a este día) se abrió al pueblo. Pero el edificio sagrado, a excepción de algunos guardias y sirvientes, estaba completamente vacío; las marcas del desorden y la confusión de ayer estaban por todas partes. Había sido contaminada por la presencia de los muertos, y al verla surgió en mi mente el pensamiento: "¿Cómo será restaurada?"
Los hijos de Simeón y los sobrinos de José de Arimatea, estos últimos muy entristecidos por la noticia de la detención de su tío, recibieron a la Santísima Virgen y a sus compañeros y los condujeron por todas partes, ya que tenían el cuidado del templo. En silencio contemplaron con sentimientos mezclados de temor y adoración la obra de destrucción, las marcas visibles de la ira de Dios. Sólo aquí y allá se dijeron algunas palabras para relatar los acontecimientos del día anterior.
La destrucción de ayer fue evidenciada de muchas maneras diferentes, ya que aún no se había hecho ningún intento de reparación. Donde el vestíbulo se unía al santuario, la pared había cedido tanto que una persona podía fácilmente arrastrarse a través de la grieta, y el todo amenazaba con caer. La viga de la cortina se rasgó antes de que el santuario se sumergiera; las columnas que la sostenían habían disminuido una de la otra en la parte superior, y la cortina, rasgada en dos, colgaba de los lados. Una abertura tan grande fue hecha en la pared del vestíbulo por la enorme piedra que se había precipitado desde el lado norte del Templo cerca del oratorio de Simeón en el lugar donde Zacarías se apareció, que la Santísima Virgen podía pasar sin dificultad. Esto la llevó a la silla del gran maestro, desde donde el niño Jesús había enseñado, y desde este punto podía ver a través de la cortina rasgada al Lugar Santísimo, algo que no hubiera sido posible antes. Aquí y allá, igualmente, las paredes estaban agrietadas, partes del suelo hundidas, vigas desplazadas y pilares inclinados fuera de su dirección correcta.
La Santísima Virgen visitó con sus acompañantes todos los lugares hechos sagrados para ella por la presencia de Jesús. Arrodillada, los besó, recordando con lágrimas y en unas palabras conmovedoras los recuerdos particulares ligados a cada uno. Sus compañeros imitaron su ejemplo, arrodillándose y besando los puntos sagrados.
Los judíos consideraban con extraordinaria reverencia todos los lugares en los que algo que consideraban sagrado había ocurrido. Las tocaron y las besaron, postrándose sobre ellas con la cara, y nunca podría sorprenderme de tales manifestaciones. Cuando se sabe y se cree y se siente que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es un Dios vivo, que ha habitado entre su pueblo en su templo, en su casa, en Jerusalén, sería maravilloso si no veneran esos lugares. Quien cree en un Dios vivo, en un Padre y Redentor y Santificador de la humanidad, Sus hijos, no se sorprende de que, impulsado por el amor, Él todavía esté vivo entre los vivos. Siente que le debe a Él y a todo lo que está relacionado con Él más amor, honor y reverencia que a sus padres, amigos, maestros, superiores y príncipes terrenales. El Templo y los lugares santos eran para los judíos lo que el Santísimo Sacramento es para los cristianos. Pero entre ellos había algunos ciegos y algunos iluminados, así como entre nosotros hay algunos que, no adorando al Dios vivo en medio de nosotros, han caído en el servicio supersticioso de los dioses del mundo. No reflexionan sobre estas palabras de Jesús: "Todo aquel que me niega delante de los hombres, yo también lo negaré delante de mi Padre que está en los cielos". Las personas que incesantemente sirven al espíritu y a la falsedad del mundo en pensamiento, palabra y obra, que dejan de lado toda adoración exterior a Dios, dicen, de hecho, si quizás no han rechazado a Dios mismo como demasiado exterior para ellos: "Adoramos a Dios en espíritu y en verdad". Pero no saben lo que significan estas palabras en el Espíritu Santo y en el Hijo, que tomó la carne de la Virgen María, y que dio testimonio de la verdad; que vivió entre nosotros, que murió por nosotros en la tierra, y que estará con su Iglesia en el Santísimo Sacramento hasta el fin de los tiempos.
La Santísima Virgen y sus compañeros, por lo tanto, reverentemente visitaron muchas partes del Templo. Ella les mostró donde, como una niña, había entrado por primera vez el edificio sagrado, y donde en el lado sur había sido educada hasta sus maridos con St. José. Ella les señaló la escena de su boda, la de la Presentación de Jesús, y la de las profecías de Simeón y Ana. En este punto, ella lloró amargamente, porque la profecía se había cumplido, la espada había perforado su alma. Ella mostró dónde había encontrado a Jesús cuando era un niño que enseñaba en el Templo, y ella reverentemente besó la silla del maestro. También fueron a la caja de ofrendas en la que la viuda había puesto su dinero y donde el Señor perdonó a la mujer descubierta en adulterio. Después de haber honrado así con reverencia, lágrimas, oraciones y recuerdos todos los lugares venerados por la presencia de Jesús, regresaron a Sión.
La Santísima Virgen no dejó el Templo sin muchas lágrimas y profunda tristeza, pues sus ruinas y su aspecto desolado en aquel día, tan sagrado, testificaron de los pecados de su pueblo. Pensó en Jesús llorando por ello, y en Su profecía: "Destruid este templo, y en tres días lo levantaré". Pensó en cómo los enemigos de Jesús habían destruido el templo de Su cuerpo, y ella ansiaba el tercer día en que esa palabra de la Verdad Eterna se cumpliría.
Volviendo al Coenaculum en Sión al amanecer, la Santísima Virgen se retiró con sus compañeros a su propia morada a la derecha del patio. En la entrada, Juan los dejó y se unió a los hombres en el Coenaculum, más de veinte en número, que pasaron todo el sábado en la sala de la Cena, lamentando la muerte de su Maestro y orando por turnos bajo la lámpara. Los vi ocasionalmente y muy cautelosamente admitiendo a los recién llegados, y conferenciar con ellos en lágrimas. Todos sentían una reverencia interior por Juan y un sentimiento de confusión en su presencia, puesto que él había estado en la muerte del Señor. Pero Juan estaba lleno de amor y simpatía hacia ellos, y, simple e ingenuo como un niño, que dio lugar a todos. Una vez los vi comiendo. Se mantuvieron muy en silencio juntos, y la casa se cerró. Estaban a salvo de ataque, pues la casa pertenecía a Nicodemo, y la habían alquilado para la Cena pascual.
De nuevo vi a las santas mujeres reunidas hasta la noche en el salón iluminado por una lámpara, las puertas cerradas y las ventanas cubiertas. A veces hacían la vuelta de la Santísima Virgen bajo la lámpara para orar; o a veces se retiraban solos a sus diversos recovecos, envolvían sus cabezas en velos de luto y se sentaban en cajas planas esparcidas con cenizas (la señal de tristeza) o oraban con la cara hacia la pared. Antes de reunirse bajo la lámpara para orar, siempre ponían a un lado sus velos de duelo y los dejaban en los pequeños recovecos. También vi que los débiles entre ellos tomaban un poco de comida, pero los demás ayunaban.
Más de una vez mi mirada se dirigió a las santas mujeres, y siempre las vi como acabo de describir, orando o lamentándose en un salón oscuro. Cuando mi meditación se volvía a la Santísima Virgen que moraba en pensamiento en nuestro Salvador, a veces veía la sagrada tumba y unos siete guardias sentados o de pie frente a la entrada. Cerca de las puertas de la cueva rocosa, en la que estaba la verdadera tumba, la tumba propiamente dicha, estaba Casio. Él no se movió del lugar, se quedó en silencio y recogido. Vi las puertas del sepulcro cerradas y la piedra colocada delante de ellas. Pero a través de las puertas, pude ver el cuerpo del Señor tendido tal como había sido dejado. Estaba rodeado
de luz y esplendor, y descansaba entre dos ángeles adoradores, uno a la cabeza, el otro a los pies. Cuando mis pensamientos se volvieron hacia el santo alma de nuestro Redentor, me fue concedida una visión de su descenso al Infierno tan grande, tan extensa, que sólo pude retener una pequeña parte. Sin embargo, informaré de lo que pueda.

Unas palabras sobre el descenso de Cristo al infierno.

Cuando Jesús, con un grito fuerte, entregó su alma más santa, la vi como una figura luminosa rodeada de ángeles, entre ellos Gabriel, penetrar en la tierra a los pies de la santa cruz. Vi su divinidad unida a su alma, mientras que al mismo tiempo permanecía unida a su cuerpo colgado de la cruz. No puedo describir cómo fue. Vi el lugar donde el alma de Jesús fue. Parecía estar dividido en tres partes. Era como tres mundos, y tenía la sensación de que era redonda, y que cada uno de estos lugares era una especie de localidad, una esfera separada de los demás.
Justo enfrente del Limbo, había un tramo brillante y alegre de campo cubierto de vegetación. Aquí es donde siempre veo entrar a las almas liberadas del Purgatorio antes de ser llevadas al Cielo. El Limbo, en el que estaban las almas que esperaban la redención, estaba rodeado por una atmósfera gris y nebulosa, y dividido en diferentes círculos. El Salvador, resplandeciente y conducido en triunfo por ángeles, avanzó entre dos de esos círculos. La izquierda contenía las almas de los líderes del pueblo hasta Abraham, la derecha, las almas de Abraham hasta Juan el Bautista. Jesús pasó entre estos dos círculos. No lo reconocieron, pero todos estaban llenos de alegría y ardiente deseo. Era como si ese lugar de ansiedad y angustia se ampliara de repente. El Redentor pasó por ellos como una brisa refrescante, como la luz, como la lluvia, rápido como el suspiro del viento. El Señor pasó rápidamente entre estos dos círculos a un lugar poco iluminado en el que estaban nuestros primeros padres, Adán y Eva. Él les habló, y ellos lo adoraron con un éxtasis indescriptible. La procesión del Señor, acompañada por los primeros seres humanos, ahora giró a la izquierda, hacia el Limbo de los líderes del pueblo de Dios antes de la época de Abraham. Esta era una especie de purgatorio, pues aquí y allá había espíritus malignos, que de diversas maneras preocupaban y angustiaban a algunas de esas almas. Los ángeles llamaron a la puerta y exigieron entrar. Había una entrada, porque había una entrada; una puerta, porque había una apertura; y un golpe, porque tenía que anunciar a Aquel que venía. Me pareció oír al ángel gritar: ¡Abran las puertas! ¡Abre las puertas! Jesús entró triunfante, mientras los espíritus malignos se retiraban, clamando: "¿Qué tienes que ver con nosotros? ¿Qué haces aquí? ¿Nos vas a crucificar ahora? Y así sucesivamente. Los ángeles los ataron y los pusieron delante de ellos. Las almas en ese lugar sólo tenían una vaga idea de Jesús, sólo lo conocían un poco; pero cuando Él les mostró claramente quién era, estallaron en cantos de alabanza y agradecimiento. Y ahora el alma del Señor se ha vuelto hacia el círculo de la derecha, hacia el Limbo propiamente dicho. Allí encontró al alma del buen ladrón entrando bajo la escolta de los ángeles al seno de Abraham, mientras el ladrón malo, rodeado de demonios, era arrastrado al infierno. El alma de Jesús dirigió algunas palabras a ambos y luego, acompañada por una multitud de ángeles, de los redimidos, y por aquellos demonios que fueron expulsados del primer círculo, también entró en el seno de Abraham.
Este espacio, o círculo, me parecía estar más alto que el otro. Era como si una persona hubiera subido de la tierra bajo el cementerio hasta la iglesia misma. Los espíritus malignos lucharon en sus cadenas, y no quisieron entrar, pero los ángeles los obligaron. En este segundo círculo estaban todos los santos de Israel a la izquierda, los Patriarcas, Moisés, los Jueces, los Reyes; a la derecha, los Profetas y todos los antepasados de Jesús, así como Sus parientes hasta Joaquín, Ana, José, Zacarías, Isabel y Juan. No había demonios en este círculo, ni dolor ni tormento, solo el ardiente anhelo por el cumplimiento de la promesa ahora cumplida. Una felicidad y un éxtasis inolvidables inundaron estas almas mientras saludaban y adoraban al Redentor, y los demonios en sus cadenas se vieron obligados a confesar ante ellos su ignominiosa derrota. Muchas de las almas fueron enviadas para resucitar sus cuerpos de la tumba y en ellos dar testimonio presencial al Señor. Este fue el momento en que tantos muertos salieron de sus tumbas en Jerusalén. Parecían cadáveres que caminaban. Depositaron sus cuerpos de nuevo en la tierra, así como un mensajero de la justicia deja de lado el manto de su oficio después de haber cumplido las órdenes de su superior.
Vi ahora la procesión triunfal del Salvador entrar en otra esfera más baja que la anterior. Era la morada de paganos piadosos que, habiendo tenido algún presentimiento de la verdad, suspiraban ardientemente por ella. Era una especie de purgatorio, un lugar de purificación. Había espíritus malos aquí, porque vi algunos ídolos. Vi a los espíritus malignos obligados a confesar el engaño que habían practicado. Vi a los espíritus bendecidos rendir homenaje al Salvador con conmovedoras expresiones de gozo. Aquí, también, los demonios fueron encadenados por los ángeles y conducidos delante de ellos.
Y así vi al Redentor pasar rápidamente por estas numerosas moradas y liberar a las almas allí confinadas. Ha hecho muchas otras cosas, pero en mi miserable estado actual no soy capaz de relatarlas.
Finalmente lo vi, con el semblante grave y severo, acercándose al centro del abismo, es decir, al infierno mismo. En forma, me parecía un inmenso y aterrador edificio de piedra negra que brillaba con un brillo metálico. Su entrada estaba guardada por enormes puertas de aspecto horrible, negras como el resto del edificio, y equipadas con tornillos y cerraduras que inspiraban sentimientos de terror. Los rugidos y gritos más horribles se oían con claridad, y cuando las puertas se abrieron, un mundo oscuro y aterrador se reveló a la vista.
Como estoy acostumbrado a ver la Jerusalén celestial en la forma de una ciudad, y las moradas de los benditos en ella bajo varios tipos de palacios y jardines llenos de frutas y flores maravillosas, todo de acuerdo con los diferentes grados de gloria, así aquí lo vi todo bajo la apariencia de un mundo cuyos edificios, espacios abiertos, y varias regiones estaban todos estrechamente vinculados. Pero todo procedía de lo opuesto a la felicidad, todo era dolor y tormento. Como en las estancias de los bienaventurados todo parece conformado sobre motivos y condiciones de paz infinita, armonía eterna y satisfacción, así aquí están el desorden, la malformación de la ira eterna, la desunión y la desesperación.
Así como en el Cielo hay innumerables moradas de alegría y adoración, indescriptiblemente hermosas en su brillante transparencia, así aquí en el Infierno hay innumerables prisiones oscuras, cuevas de tormento, maldición y desesperación. Así como en el Cielo hay jardines maravillosos para contemplar, llenos de frutos que proporcionan alimento divino, así aquí en el Infierno hay desiertos y pantanos horribles llenos de tortura y dolor y de todo lo que puede originar sentimientos de detestabilidad, repugnancia y horror. He visto aquí templos, altares, palacios, tronos, jardines, lagos, ríos, todos formados de blasfemia, odio, crueldad, desesperación, confusión, dolor y tortura, mientras que en el cielo todo está construido de bendiciones, de amor, armonía, alegría y deleite. Aquí está la desunión eterna de los condenados; allí está la feliz comunión de los santos. Todas las raíces de la perversidad y la mentira se cultivan aquí en innumerables formas y actos de castigo y aflicción. Nada aquí está bien, ningún pensamiento trae paz, porque el terrible recuerdo de la justicia divina lanza a cada alma condenada al dolor y al tormento que su propia culpa le ha planteado. Todo lo que es terrible aquí, tanto en apariencia como en realidad, es la naturaleza, la forma, la furia del pecado desenmascarado, la serpiente que ahora se vuelve contra aquellos en cuyo seno se ha nutrido. También vi allí columnas terribles erigidas con el único propósito de crear sentimientos de horror y terror, así como en el Reino de Dios están destinadas a inspirar paz y el sentimiento de bendito reposo, etc. Todo esto es fácilmente comprensible, pero no se puede expresar en detalle.
Cuando las puertas fueron abiertas por los ángeles, se vio ante él una multitud peleando, blasfemando, burlándose, gritando y lamentándose. Vi que Jesús le dijo algunas palabras al alma de Judas. Algunos de los ángeles obligaron a esa multitud de espíritus inmundos a postrarse ante Jesús, porque todos debían reconocerlo y adorarlo. Ese fue para ellos el castigo más terrible. Un gran número de ellos fueron encadenados en círculo alrededor de otros que, a su vez, fueron detenidos por ellos. En el centro había un abismo de oscuridad. Lucifer fue lanzado en él, encadenado, y espeso vapor negro montado a su alrededor. Esto ocurrió por decreto divino. He oído que Lucifer (si no me equivoco) será liberado otra vez por unos cincuenta o sesenta años antes del año 2000 d.C. Olvidé muchas otras fechas que me dijeron. Algunos otros demonios serán liberados antes que Lucifer, para castigar y tentar a la humanidad. Creo que algunos son liberados ahora, en nuestros días, y otros serán liberados poco después de nuestro tiempo.
Es imposible para mí relatar todo lo que se me ha mostrado. Es demasiado. No puedo ordenarlo, no puedo arreglarlo. Yo también estoy terriblemente enfermo. Cuando trato de hablar de estas cosas, se levantan ante mis ojos, y la visión es suficiente para hacer morir a la persona.
Vi también a las almas redimidas en innumerables números dejando los lugares de su purificación, dejando el Limbo, y acompañando al alma del Señor a un lugar de felicidad por debajo de la Jerusalén celestial. Ahí es donde hace un tiempo vi a un amigo mío fallecido. El alma del buen ladrón entró con el resto y volvió a ver al Señor, según su promesa, en el Paraíso. He visto aquí preparadas para el deleite y refrigerio de las almas mesas celestiales, tales como muchas veces me fueron mostradas en visiones aseguradas para mi consuelo. 1
No puedo decir exactamente cuándo ocurrieron esos eventos, ni su duración, ni puedo repetir todo lo que vi y oí, porque algunas cosas eran incomprensibles incluso para mí, y otras serían mal entendidas. Vi al Señor en muchos lugares diferentes, hasta en los mares. Parecía que Él santificaba y liberaba a toda criatura; en todas partes los espíritus malignos huían de Su presencia al abismo. Entonces vi el espíritu del Señor visitando muchos lugares en la tierra. Lo vi en la tumba de Adán, bajo el Gólgota. Las almas de Adán y Eva regresaron a Él allí. Habló con ellos, y lo vi como si estuviera bajo la tierra, yendo con ellos en muchas direcciones, visitando tumba tras tumba de los profetas. Sus almas entraron en sus cuerpos, y Jesús les explicó muchos misterios. Entonces lo vi con este grupo escogido, entre los cuales estaba David, visitando muchas escenas de su propia vida y pasión, explicándoles los eventos típicos que allí ocurrieron, y con amor inefable señalándoles su cumplimiento.
Entre otros lugares, lo vi con estas almas en su bautismo, donde numerosos eventos figurativos sucedieron. Les explicó todo y, profundamente conmovida, vi la eterna misericordia de Jesús en permitir que la gracia de su propio santo bautismo fluyera sobre ellos para mayor provecho de ellos.
Fue indescriptiblemente conmovedor ver el alma del Señor rodeada por esos espíritus felices y bendecidos brillando a través de la tierra oscura, a través de las rocas, a través del agua y el aire, y ligeramente flotando sobre la superficie del suelo.
Estos son los pocos puntos que recuerdo de mis meditaciones, tan plenas, tan extensas, sobre el descenso del Señor al Infierno después de Su muerte, y de Su liberación de las almas de los justos Patriarcas de los primeros tiempos. Pero además de esta visión relacionada con el tiempo, vi una relacionada con la eternidad, en la que se me mostró Su misericordia hacia las pobres almas de este día. Vi que cada año, en la solemne celebración de este día (Jueves Santo) por la Iglesia, Él lanza sobre el Purgatorio una mirada por la cual muchas almas son liberadas. Vi que hoy mismo, Sábado Santo, el día en que tuve esta contemplación, liberó de su lugar de purificación a algunas almas que habían pecado en el momento de su crucifixión. Hoy vi la liberación de muchas almas, algunas desconocidas y otras conocidas por mí, aunque no puedo nombrar a ninguna.
(Estando en un estado de éxtasis hoy, la hermana Emmerich relató lo siguiente:)
El primer descenso de Jesús al Limbo fue el cumplimiento de antiguos tipos, y en sí mismo un tipo cuyo cumplimiento se efectúa por la liberación actual de las pobres almas. El descenso al infierno que vi fue una visión del pasado, pero la liberación de las almas hoy es una verdad duradera. El descenso de Jesús al infierno fue la plantación del árbol de la gracia, el árbol de sus propios méritos sagrados, para las almas pobres; y la constante recurrencia de la liberación de estas almas hoy es el fruto producido por ese árbol de la gracia en el jardín espiritual del año eclesiástico. La Iglesia Militante debe cultivar el árbol y cosechar los frutos, de los cuales la Iglesia Sufridora debe ser permitida participar, ya que no puede hacer nada por sí misma. Así es con todos los méritos del Señor. Tenemos que trabajar con Él para participar en ellas. Tenemos que comer nuestro pan con el sudor de nuestra frente. Todo lo que Jesús hizo por nosotros, en el tiempo, produce fruto para la eternidad, pero debemos, en el tiempo, cultivar y cosechar ese fruto, o no lo disfrutaremos en la eternidad. La Iglesia es la madre más providente. Su año es, en el tiempo, el más completo huerto de frutas para la eternidad. Su año contiene un suministro suficiente para las necesidades de todos. ¡Ay de los trabajadores perezosos e infieles en ese jardín que de alguna manera permiten que se desperdicie una gracia que podría haber restaurado la salud de los enfermos, la fuerza de los débiles, o suministrado alimento a los hambrientos! En el día de la resurrección, el dueño del jardín pedirá cuentas incluso de la más pequeña hoja de hierba.

La noche antes de la Resurrección

Cuando se acabó el sábado, Juan vino con las santas mujeres, lloró con ellas, y las consoló. Se fue poco después; entonces Pedro y Santiago el Menor vinieron a verlas con la misma intención, pero estuvieron poco con ellas. Las santas mujeres en sus mantos y otra vez su dolor sentándose en la ceniza.
Mientras la Virgen Santísima oraba interiormente, llena de un ardiente deseo de ver a Jesús, un ángel vino a decirla que fuera a la pequeña puerta de Nicodemo, porque el Señor estaba cerca. El corazón de María se inundó de gozo: se envolvió en su manto, y dejó a las santas mujeres sin decir a nadie nada. La vi ir de prisa a la puerta pequeña de la ciudad por donde había entrado con sus compañeras al volver del sepulcro.
Podían ser las nueve de la noche: la Virgen se acercaba a pasos precipitados hacia la puerta, cuando la vi pararse en un sitio solitario. Miró a lo alto de la muralla de la ciudad, y el alma del Salvador resplandeciente bajó hasta María, acompañada de una multitud de almas de Patriarcas. Jesús, volviéndose hacia ellos, y mostrando a la Virgen, dijo: "María, mi Madre". Pareció que la abrazaba, y desapareció. La Virgen se arrodilló y beso la tierra en el sitio donde había aparecido. Sus rodillas y sus pies quedaron impresos sobre la piedra, y se volvió llena de un consuelo inefable a las santas mujeres, que encontró ocupadas en preparar ungúentos y aromas. No les dijo lo que había visto, pero sus fuerzas se habían renovado; consoló a las otras, y las fortaleció en la fe.
Cuando María volvió, vi a las santas mujeres cerca de una mesa larga, cubierta con un paño que llegaba al suelo. Encima había muchos manojos de hierbas que ellas arreglaban, mezclándolas; tenían botes de bálsamo y agua de nardo, y además flores frescas, entre las cuales había, me parece, una iris rayada y una azucena. Mientras la ausencia de la Virgen, Magdalena, María de Cleofás, Salomé, Juana y María Salomé, habían ido a comprar todo esto a la ciudad. Al día siguiente querían cubrir con ello el cuerpo del Salvador.

José de Arimatea puesto en libertad

Poco después de la vuelta de la Virgen Santísima, vi a José de Arimatea rezando en la cárcel. De pronto la prisión se a llenó de luz, y oí una voz que le llamaba por su nombre. El tejado se levantó, dejando una abertura, y vi una forma luminosa echarle una sábana, que me recordó la que sirvió para amortajar a Jesús. José la tomó con ambas manos, y se dejó levantar hasta la abertura, que cerró detrás de él. Cuando llegó a lo alto de la torre, la aparición desapareció. No sé si fue el Salvador o un ángel quien lo libertó.
Siguió la muralla hasta cerca del Cenáculo, que estaba en la inmediación de la meridional de Sión. Entonces bajó, y llamó en el Cenáculo, Los discípulos juntos habían cerrado la puerta: estaban muy afligidos por la desaparición de José, creyendo que lo habían echado en una cloaca, porque así se había corrido la voz. Cuando le vieron entrar, su alegría fue grande, como más tarde cuando San Pedro fue libertado de la prisión. Contó lo que le había sucedido: le dieron de comer, y tributaron gracias a Dios. El salió de Jerusalén por la noche, y se fue a Arimatea, su patria; volvió, sin embargo, cuando supo que ya no corría peligro.
Vi también al fin del sábado a Caifás y a otros sacerdotes hablar con Nicodemo en su casa. Le hicieron muchas preguntas con benevolencia fingida. Estuvo firme en su fe, defendió siempre la inocencia de Jesús, y ellos se retiraron.

La noche de la Resurrección

Pronto vi el sepulcro del Señor; todo estaba tranquilo alrededor; había seis o siete guardias de pie, o sentados. Casio esta siempre en contemplación. El santo Cuerpo, envuelto en la mortaja y rodeado de luz, reposaba entre los ángeles que yo había visto constantemente en adoración a la cabeza y a los pies del Salvador, desde que se le puso en el sepulcro. Esos ángeles parecían sacerdotes; su postura y sus brazos cruzados sobre le pecho me recordaban los querubines del Arca de la Alianza, mas no les vi las alas. El Santo Sepulcro, todo entero, me recordó muchas veces el Arca de la Alianza en diversas épocas de su historia. Quizás la luz y la presencia de los ángeles eran visibles para Casio, pues estaba en contemplación delante de la puerta del sepulcro como quien adora al Santísimo Sacramento.
Vi el alma del Señor, acompañada de las almas de los Patriarcas, entrar en el sepulcro por medio del peñasco, y mostrarles todas las heridas de su sagrado Cuerpo, La mortaja se abrió, y el cuerpo apareció cubierto de llagas; era lo mismo que si la Divinidad que habitaba en él hubiese mostrado a esas almas de un modo misterioso toda la extensión de su martirio. Me pareció transparente, y se podía ver hasta el fondo de sus heridas. Las almas estaban llenas de respeto mezclado de terror y de viva compasión.
En seguida tuve una visión misteriosa, que no puedo explicar ni contar bien claramente. Me pareció que el alma de Jesús, sin estar todavía completamente unida a su cuerpo, salía del sepulcro en El y con El; me pareció ver a los dos ángeles que adoraban a las extremidades del sepulcro, levantar el sagrado cuerpo desnudo, cubierto de heridas, y subir hasta el cielo de en medio de la roca que se conmovía; Jesús parecía presentar su cuerpo lacerado delante del Trono de su Padre celestial, en medio de los coros innumerables de ángeles prosternados: quizás así como las almas de los profetas entraron momentáneamente en sus cuerpos, después de la muerte de Jesús, sin volver a la vida en realidad, pues se separaron de nuevo sin el menor esfuerzo.
En ese momento hubo una conmoción en la peña: cuatro de los guardias habían ido por algo a la ciudad; los otros tres cayeron casi sin conocimiento.
Atribuyeron eso a un temblor de tierra. Casio estaba conmovido, pues veía algo de lo que pasaba, aunque no era claro para él. Pero se quedó en su sitio esperando lo que iba a suceder. Mientras tanto, los soldados ausentes volvieron.
Vi de nuevo a las santas mujeres, que habían acabado de preparar sus aromas y se habían retirado a sus celdas. Sin embargo, no se acostaron para dormir; sólo se reclinaron sobre los cobertores enrollados. Querían ir al sepulcro antes de amanecer, porque temían a los enemigos de Jesús; pero la Virgen, llena de nuevo valor desde que se le había aparecido su Hijo, las tranquilizó, diciéndoles que podían descansar y sin temor ir al sepulcro, que no les sucedería ningún mal. Entonces se permitieron un poco de reposo. Serían las once de la noche cuando la Virgen, llevada de amor y por un deseo irresistible, se levantó, se puso un manto pardo, y salió sola de la casa. Yo decía: "¿Como dejaran a esta Santa Madre, tan acabada, tan afligida, ir sola entre tanto peligro?" Fue a la casa de Caifás, al palacio de Pilatos, corrió todo el camino de la cruz por las calles desiertas, parándose en los sitios donde el Salvador había sufrido los mayores dolores o pésimos tratamientos. Parecía que buscaba un objeto perdido; con frecuencia se prosternaba en el suelo, tocaba las piedras o las besaba, como si hubiese habido sangre del Salvador. Estaba llena de amor inefable, y todos los sitios santificados se le aparecían luminosos. Yo la acompañé todo el camino, y sentí todo lo que Ella sintió, según la medida de mis fuerzas.
Fue así hasta el Calvario, y conforme se iba acercando, se paró de pronto. Vi a Jesús con su sagrado cuerpo aparecerse delante de la Virgen, precedido de un ángel, teniendo a ambos lados a los dos ángeles del sepulcro, y seguido de una multitud de almas libertadas. El cuerpo de Jesús estaba resplandeciente; yo no veía en El ningún movimiento; pero salió de El una voz que anunció a su Madre lo que había hecho en el limbo, y le dijo que iba a resucitar y a venir a ella con su cuerpo transfigurado, que debía esperarle cerca de la piedra donde se había caído en el Calvario.
La aparición se dirigió del lado de la ciudad, y la Virgen se fue a arrodillar al sitio que le había sido designado. Podía ser media noche, porque la Virgen había estado mucho tiempo en el camino de la cruz. Vi al Salvador con su escolta celestial seguir el mismo camino: todo el suplicio de Jesús fue mostrado a las almas con las menores circunstancias. Los ángeles recogían todas las partes de su sustancia sagrada que le habían sido arrancadas del cuerpo.
Me pareció después que el cuerpo del Señor reposaba otra vez en el sepulcro, y que los ángeles le restituían de un modo misterioso todo lo que los verdugos y los instrumentos del suplicio le habían arrancado. Lo vi otra vez resplandeciente en su mortaja, con los dos ángeles en adoración a la cabeza y a los pies. No puedo expresar como sucedió todo eso, pues no lo alcanza nuestra razón: ademas, lo que me parece claro e inteligible cuando lo veo, se vuelve oscuro cuando quiero expresarlo con palabras.
Cuando el cielo comenzó a relucir al Oriente, vi a Magdalena, María, hija de Cleofás, Juana Chusa y Salomé, salir del Cenáculo envueltas en sus mantos.
Llevaban aromas, y una de ellas una luz encendida, pero oculta debajo de sus vestidos. Las vi dirigirse tímidamente hacia la puerta de José de Arimatea.

Resurrección del Señor

Vi como una gloria resplandeciente entre dos ángeles vestidos de guerreros: era el alma de Jesús que, penetrando por la roca, vino a unirse con su cuerpo Santísimo. Vi los miembros moverse, y el cuerpo del Señor, unido con su alma y con su divinidad, salir de su mortaja, radiante de luz.
Me pareció que en el mismo instante una forma monstruosa salió de la tierra, de debajo de la peña. Tenía cola de serpiente, cabeza de dragón, que levantaba contra Jesús; me parece que además tenía cabeza humana. Vi en la mano del Salvador resucitado una bandera flotante. Pisó la cabeza del dragón, y pegó tres golpes en la cola con su palo: después el monstruo desapareció.
He visto con frecuencia esta visión en la Resurrección, y he visto una serpiente igual, que parecía emboscada, en la concepción de Jesús. Me recordó la serpiente del paraíso; todavía era mas horrorosa. Pienso que esto se refiere a la profecía: "El Hijo de la Mujer quebrantara la cabeza de la serpiente". Todo eso me parecía un símbolo de la victoria sobre la muerte; pues cuando vi al Señor romper la cabeza del dragón, ya no vi el sepulcro.
Jesús, resplandeciente, se elevó por medio de la peña. La tierra tembló: un ángel parecido a un guerrero se precipitó del cielo al sepulcro sobre ella. Los soldados cayeron como muertos, y estaban tendidos en el suelo sin dar señales de vida. Casio, viendo la luz brillar en el sepulcro, se acercó, toco los lienzos solos, y se retiró con la intención de anunciar a Pilatos los sucedido. Sin embargo, esperó un poco, porque había sentido el terremoto, y había visto al ángel echar la piedra a un lado y el sepulcro vacío, mas no había visto a Jesús.
En el momento en que el ángel entró en el sepulcro y la tierra tembló, el Salvador resucitado se apareció a su madre en el Calvario. Estaba hermoso y radiante. Su vestido, parecido a un manto, flotaba tras de Si, y parecía de un blanco azulado, como el humo visto al sol. Sus heridas estaban resplandecientes; se podía meter el dedo en las aberturas de las manos: salían rayos de la palma de la mano a la punta de los dedos. Las almas de los patriarcas se inclinaron ante la Madre de Jesús. El Salvador mostró sus heridas a su Madre que se prosterno para besar sus pies; mas El la levantó, y desapareció. Se veían relucir faroles a lo lejos, cerca del sepulcro, y el horizonte se esclarecía al Oriente encima de Jerusalén.

Las santas mujeres en el sepulcro

Las santas mujeres estaban cerca de la pequeña puerta cuando nuestro Señor resucitó; pero no vieron nada de los prodigios que habían sucedido en el sepulcro. Tampoco sabían que habían puesto guardia, porque no estuvieron la víspera, a causa del sábado. Se preguntaban entre sí con inquietud: "¿Quién nos levantará la piedra de la entrada?" Querían echar agua de nardo y aceite odorífero sobre el cuerpo de Jesús, con aromas y flores: querían ofrecer al Señor lo más precioso que habían podido encontrar para honrar su sepultura.
La que había llevado más cosas era Salomé. No era la madre de Juan, sino una mujer rica de Jerusalén, parienta de San José. Resolvieron poner sus aromas sobre la piedra, y esperar que algún discípulo viniera a levantarla.
Los guardias estaban tendidos en el suelo como atacados de una apoplejía: la piedra estaba echada a la derecha, de modo que se podía abrir la puerta sin dificultad. Los lienzos que habían servido para envolver el cuerpo de Jesús estaban sobre el sepulcro. La grande sábana estaba en su sitio, pero con los aromas sólo: las vendas estaban sobre el borde anterior del sepulcro. Los paños con que María había envuelto la cabeza de su Hijo, en el mismo sitio.
Vi a las santas mujeres acercarse al huerto: cuando vieron los faroles y los soldados tendidos alrededor del sepulcro, tuvieron miedo, y se alejaron un poco. Pero Magdalena, sin pensar en el peligro, entró precipitadamente en el huerto, y Salomé la siguió a cierta distancia; las otras dos, menos resueltas, se quedaron a la puerta. Magdalena, al acercarse a los guardias, tuvo miedo, y se volvió con Salomé; y las dos juntas, pasando entre los soldados tendidos en el suelo, entraron en la gruta del sepulcro. Vieron la piedra quitada; pero las puertas estaban cerradas. Magdalena las abrió llena de emoción, y vio apartados los lienzos. El sepulcro estaba resplandeciente, y un ángel estaba sentado a la derecha sobre la piedra. No sé si Magdalena oyó las palabras del ángel; mas salió perturbada del huerto, y corrió rápidamente adonde estaban reunidos los discípulos. No sé tampoco si el ángel hablo a María Salomé, que se había quedado a la entrada del sepulcro: la vi salir muy de prisa del huerto detrás de Magdalena, y reunirse a las otras dos mujeres, anunciándoles lo que había sucedido. Se llenaron de sobresalto y de alegría al mismo tiempo, y no se atrevieron a entrar en el huerto. Casio, que había esperado un rato alrededor, pensando quizás ver a Jesús, fue a contarlo todo a Pilatos. Al salir, dijo a las santas mujeres todo lo que había visto, y las exhortó a que fueran a asegurarse por sus propios ojos. Ellas se animaron, y entraron en el huerto.
Estando en la entrada del sepulcro, vieron dos ángeles vestidos de blanco con trajes sacerdotales. Las mujeres se asustaron; y cubriéndose los ojos con las manos, se prosternaron hasta el suelo. Pero un ángel les dijo que no tuvieran miedo; que no buscaran al Crucificado, porque había resucitado y estaba lleno de vida. Les enseñó el sitio vacío, les mando que dijeran a los discípulos lo que habían visto y oído; añadiendo que Jesús les precedería en Galilea, y que debían acordarse de sus palabras: "El Hijo del hombre sera entregado a las manos de los pecadores; lo crucificarán, y resucitará al tercer día". Entonces los ángeles desaparecieron. Las santas mujeres, temblando, pero llenas de gozo, se volvieron hacia la ciudad: iban conmovidas; no se apresuraban, y se paraban de cuando en cuando para mirar si veían al Señor o si Magdalena volvía.
Mientras tanto, Magdalena llegó al Cenáculo; estaba como fuera de sí, y llamó con fuerza a la puerta. Algunos discípulos estaban todavía acostados durmiendo; otros se hallaban levantados. Pedro y Juan abrieron. Magdalena les dijo desde afuera: "Han sacado al Señor del sepulcro; no sabemos adonde le han puesto". Después de estas palabras, se volvió corriendo al huerto. Pedro y Juan entraron en la casa, y dijeron algunas palabras a los otros discípulos; después la siguieron corriendo: Juan más de prisa que Pedro. Magdalena entró en el huerto, y se dirigió al sepulcro, conmovida de cansancio y de dolor.
Estaba cubierta de rocío; su manto habíase desprendido de la cabeza y de los hombros, y sus largos cabellos se veían descubiertos y flotantes. Como estaba sola, no se atrevió a bajar a la gruta, y se paro un instante a la entrada. Se arrodilló para mirar dentro del sepulcro por entre las puertas, y al echar atrás sus cabellos, que le caían sobre la cara, vio dos ángeles vestidos de blanco sentados a las extremidades del sepulcro, y oyó la voz de uno de ellos que decía: "Mujer, por qué lloras?" Ella gritó en medio de su dolor (pues no veía más que una cosa, no tenía más que un pensamiento, a saber: que el cuerpo de Jesús no estaba allí): "Se han llevado a mi Señor, y no sé a donde lo han puesto". Después de estas palabras, viendo el sepulcro vacío, se salió, y se puso a buscar acá y allá. Le pareció que iba a encontrar a Jesús: presentía confusamente que estaba cerca de ella, y la aparición de los ángeles no podía distraerla: diríase que no veía que eran ángeles, y no podía pensar más que en Jesús. "¡Jesús no esta allí! ¿A dónde esta Jesús?" La vi errante de un lado a otro como una persona extraviada en su camino. El cabello le caía por ambos lados sobre la cara. Una vez tomó todo el pelo con las manos, y después lo partió en dos, echándolo atrás. Entonces, mirando a su alrededor, vio a diez pasos del sepulcro, al Oriente, en el sitio donde el huerto sube en dirección a la ciudad, aparecer una figura vestida de blanco entre los arbustos, a la luz del crepúsculo, y corriendo de ese lado, oyó estas palabras: "Mujer, ¿por qué lloras?" Ella creyó que era el hortelano; y, en efecto, el que la hablaba tenía una azada en la mano, y sobre la cabeza un sombrero ancho, que parecía hecho de corteza de árbol. Yo había visto bajo esta forma al obrero de la parábola que Jesús había contado a las santas mujeres en Betania poco antes de su Pasión. No estaba resplandeciente de luz; pero se parecía a un hombre vestido de blanco, visto a la luz del crepúsculo. A estas palabras: "¿A quién buscas?" Ella respondió: "Si tu lo has tomado, dime donde está, y yo iré por El".
Y en seguida se puso a mirar en derredor. Entonces Jesús le dijo con el timbre habitual de su voz: "¡María!" Ella conoció el acento, y, olvidando la crucifixión, muerte y sepultura, le dijo como otras veces: ¡Rabboni! (Maestro)". Se puso de rodillas, y extendió los brazos a los pies de Jesús. Mas el Salvador, deteniéndola, le dijo: "¡No me toques, pues aun no he subido hacia mi Padre!
Vete a decir a mis hermanos que subo hacia mi Padre y el suyo, hacia mi Dios y el suyo". Y desapareció.
Supe por qué Jesús había dicho: "¡No me toques!"; pero no me acuerdo bien distintamente. Yo pienso que hablo así a causa de la impetuosidad de Magdalena, demasiado absorta en el pensamiento de que vivía de la misma vida que antes, y creía que todo estaba como antes. En cuanto a las palabras de Jesús: "Todavía no he subido hacia mi Padre", me fue explicado que no se había presentado aun a su Padre después de su Resurrección, y que todavía no le había dado gracias por su victoria sobre la muerte y por la obra cumplida de la Redención. Fue lo mismo que decir que las primicias de la alegría pertenecían a Dios; que ella debía primero volver en sí y dar gracias a Dios por el cumplimiento del misterio de la Redención, pues había querido besar sus pies como antes; no se acordó mas que de su amado, y olvidaba con la violencia de su amor el milagro que tenia ante sus ojos. Magdalena, después de la resurrección del Señor, se levanto de prisa, y, como si hubiese visto un sueño, corrió otra vez al sepulcro. Vio sentados a los dos ángeles, que le dijeron lo que habían dicho a las otras dos mujeres sobre la resurrección de Jesús. Entonces, segura del milagro y de lo que había visto, busco a sus compañeras, y las encontró en el camino que conduce al Gólgota. Ellas andaban errantes, llenas de temor, esperando la vuelta de Magdalena, y con vaga esperanza de encontrar a Jesús en alguna parte. Toda esta escena no duró más que dos minutos. Podían ser las tres y media de la mañana cuando el Señor se le apareció, y apenas salía del huerto cuando Juan entraba, y después Pedro. Juan se paró a la entrada del sepulcro; miro por la puerta entreabierta y vio el sepulcro vacío. Pedro llego entonces, y bajo a la gruta, adonde vio los lienzos doblados, como se ha dicho. Juan lo siguió; y a esta vista creyó en la Resurrección. Lo que Jesús les había dicho, lo que estaba en las Escrituras, veíanlo claro: y hasta entonces no lo habían comprendido. Pedro tomo los lienzos bajo su capa, y se volvieron corriendo.
Yo he visto el sepulcro con ellos y con Magdalena, y siempre he visto los dos ángeles sentados a la cabeza y a los pies, como en todo el tiempo que Jesús estuvo en el sepulcro. Me parece que Pedro no los vio. Mas tarde vi a Juan decir a los discípulos de Emaús, que mirando desde arriba, había visto un ángel. Quizás el espanto que le causo esta visión fue causa de que dejase a Pedro pasar adelante, y quizás no habla de ello en el Evangelio por humildad, por no decir que había visto más que Pedro.
Entonces vi a los guardias levantarse y recoger sus picas y sus faroles.
Estaban aterrados: salieron pronto del huerto, y llegaron presto a la puerta de la ciudad. Mientras tanto Magdalena se juntó con las santas mujeres, y les contó que había visto al Señor en el huerto, y después a los ángeles. Sus compañeras le respondieron que ellas también habían visto a los ángeles.
Entonces Magdalena corrió a Jerusalén, y las mujeres se volvieron al huerto, pensando, sin duda, encontrar a los dos apóstoles. Al acercarse, Jesús se les apareció, vestido de blanco, y les dijo: "Yo os saludo". Ellas se echaron a sus pies, mas El les dijo algunas palabras, y parecía indicarles algo con la mano, y desapareció. Entonces corrieron al Cenáculo, y contaron a los discípulos que habían visto al Señor. Estos no querían creer ni a ellas ni a Magdalena, y calificaron cuanto les decían de sueños de mujeres, hasta la vuelta de Pedro y de Juan.
Al volverse Juan y Pedro, encontraron a Santiago el Menor y a Tadeo, que los habían seguido, y estaban muy conmovidos, pues el Señor se les había aparecido cerca del Cenáculo. Yo había visto a Jesús pasar delante de Pedro y de Juan, y me parece que Pedro lo vio, pues me pareció haber sentido un terror súbito. No sé si Juan lo conocería.

Relación de los guardias del sepulcro

Casio fue a ver a Pilatos una hora después de la Resurrección. El gobernador romano estaba aun acostado, y mando entrar a Casio. Le contó con grande emoción todo lo que había visto: le habló de la conmoción de la peña, de la piedra alzada por un ángel, y de los lienzos allí aislados en que Jesús fuera envuelto; añadió que Jesús era ciertamente el Mesías, el Hijo de Dios, y que había resucitado verdaderamente. Pilatos escuchó esta relación con terror secreto; pero, sin demostrarlo, dijo a Casio: "Tú eres un supersticioso; has hecho una necedad en ponerte cerca del sepulcro del Galileo; sus dioses se han apoderado de ti, y te han hecho ver todas esas visiones fantásticas: te aconsejo que no cuentes eso a los príncipes de los sacerdotes, porque podría costarte caro". Hizo como si creyera que el cuerpo de Jesús había sido escondido por los discípulos, y que los guardias contarían la cosa de otro modo, sea por excusarse de su negligencia, o ya por haberse dejado engañar con hechizos. Habiendo hablado así, Casio salió, y Pilatos fue a sacrificar a sus dioses.
Presto vinieron cuatro soldados a hacer la misma relación a Pilatos; mas no se explicó con ellos, y los mando a Caifás. Vi parte de la guardia en un gran patio cerca del templo, donde se habían juntado muchos judíos ancianos. Después de algunas deliberaciones, tomaron a los soldados uno por uno, y a fuerza de dinero o de amenazas, los forzaron a que dijeran que los discípulos se habían llevado el cuerpo de Jesús mientras dormían. Los soldados respondieron que sus compañeros, que habían ido a casa de Pilatos, podrían desmentirlos, y los fariseos les prometieron que lo compondrían todo con el gobernador. Mas cuando los cuatro guardias llegaron, no quisieron negar lo que habían dicho en casa de Pilatos. Se había extendido la voz de que José de Arimatea había salido milagrosamente de la prisión: y como los fariseos daban a entender que esos soldados habían sido sobornados para dejar llevar el cuerpo de Jesús, éstos respondieron que ni ellos podían presentar su cuerpo, ni los guardias de la prisión podían presentar a José de Arimatea. Perseveraron en lo que habían dicho, y hablaron tan libremente del juicio inicuo de la antevíspera y del modo como se había interrumpido la Pascua, que los pusieron en la cárcel. Los otros esparcieron la voz de que los discípulos se habían llevado el cuerpo de Jesús, y este embuste fue extendido por los fariseos, los saduceos y los herodianos, y divulgado por todas las sinagogas, acompañándolo de injurias contra Jesús.
Sin embargo, la intriga no tuvo efecto generalmente, pues después de la resurrección de Jesús, muchos justos de la ley antigua se aparecieron a multitud de sus descendientes que eran capaces de recibir la gracia, y los excitaron a que se convirtiesen a Jesús. Muchos discípulos, dispersados por el país y atemorizados, vieron también apariciones semejantes, que los consolaron y los confirmaron en la fe.
La aparición de los muertos que salieron de sus sepulcros después de la muerte de Jesús, no se parecía en nada a la resurrección del Señor. Jesús resucitó con su cuerpo renovado y glorificado, que no estaba sujeto a la muerte, y con el cual subió al Cielo en presencia de sus amigos. Mas esos cuerpos que habían salido del sepulcro eran cadáveres sin movimiento, dados por vestido a las almas que de ellos se cubrieran, para volverlos a dejar en la tierra hasta que resuciten, como nosotros todos, el día del juicio. Estaban menos resucitados que Lázaro, que vivió realmente y murió por segunda vez.

Fin de estas meditaciones para la Cuaresma

El domingo siguiente, si no me equivoco, vi a los judíos lavar y purificar el templo. Ofrecieron sacrificios expiatorios, sacaron los escombros, y tapando las señales del terremoto con tablas y alfombras, continuaron las ceremonias de la Pascua, que no se habían podido acabar el mismo día. Declararon que la fiesta se había interrumpido por la asistencia de los impuros al sacrificio, y aplicaron, no sé como, a lo que había pasado, una visión de Ezequiel sobre la resurrección de los muertos. Ademas, amenazaron con penas graves a los que hablaran o murmuraran; sin embargo, no calmaron sino a aquella parte del pueblo más ignorante y más inmoral: los mejores se convirtieron primero con sigilo, y después de Pentecostés abiertamente. Los príncipes de los sacerdotes perdieron una gran parte de su osadía al ver la rápida propagación de la doctrina de Jesús. En el tiempo del diaconado de San Esteban, Ofel y la parte oriental de Sión no podían contener a la comunidad cristiana, y tuvo que ocupar el espacio que se extiende desde la ciudad hasta Betania.
Vi a Anás como poseído del demonio; lo encerraron, y no volvió a aparecer.
Caifás estaba como loco furioso: ¡tal era la violencia de la ira secreta que lo devoraba!
El jueves, después de Pascua, Ana. Catalina dijo:
Hoy he visto a Pilatos hacer buscar inútilmente a su mujer. Estaba escondida en casa de Lázaro, en Jerusalén. No podían adivinarlo, pues ninguna mujer habitaba en aquella casa. Esteban, que no era conocido por discípulo, le llevaba la comida y las noticias de fuera. Esteban era primo de Pablo: ambos, hijos de dos hermanos(*).
(*) Aquí concluye la Época Undécima, con la DOLOROSA PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, cuya relación duró desde el 18 de Febrero hasta el 6 de Abril de 1823.